martes, 24 de diciembre de 2013

Reto Fanzine, no queda na

Fanzinerosos, en cuanto nos quitemos de enmedio el coñazo de la Nochebuena y la Navidad, al fin disfrutaremos de la verdadera fiesta de estas fechas: el Reto Fanzine.
Después de arduas negociaciones y muchas vueltas, nos juntaremos este viernes 27, en la Cafetería-Tapería Galdós (C/Pérez Galdós, 56), a las 19.30 horas.
Así que nada, mejor que vayais terminando de grapar y doblar, porque no queda na.
Feliz Saturnalia!!!


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Campeonato de Fórmula D: última carrera

En breve nos espera la última carrera del Campeonato de Fórmula D que hemos disputado este año. El circuito de Singapur nos aguarda, y determinará quién se llevará el título entre los dos primeros clasificados; la cosa está entre la campeona de 2012, Yenia, y el líder y máximo favorito del campeonato, César, aunque la lucha por la plata y el bronce también se prevé encarnizada.
Con esta serán diez las carreras disputadas, diez meses de dura pugna que arrancaron con mucha ilusión y ganas, por un pleno al diez de jugadores, y que poco a poco, carrera a carrera, ha ido sufriendo bajas (por motivos laborales, que no es todo lo malo) pero sobre todo donde lo que más se ha acusado es el desgaste psicológico de los participantes. Un campeonato que, insisto, venía precedido por el éxito del disputado el año anterior, donde creo recordar que disputamos seis carreras, sin demasiado orden ni concierto, además de otras partidas al margen jugadas por puro divertimento y que nos animó a todos a participar en este maratón mensual que ahora, al fin, concluye.

Tal fue el entusiasmo inicial, que -por ejemplo- durante las primeras carreras se hacía una pausa entre las dos vueltas reglamentarias para merendar, merienda que se encargaba cada vez uno de traer. Se hacían previas y crónicas de las carreras, se tomaban fotografías de los mejores lances del juego, hasta se abrió un blog donde compartir toda esta información. Y todo esto fue paulatinamente decayendo hasta quedar prácticamente reducido a la nada, a la mera actualización de los puntos conseguidos en cada circuito y la necesaria votación de la fecha de la siguiente carrera.
La culpa, me atrevería a decir, es de la idiosincrasia del propio juego. Se ha comparado mucho al Formula D con el parchís (juego que aborrezco desde lo más profundo de mi alma), y ciertamente estamos ante un puro tiradados donde los únicos planteamientos tácticos existentes son elegir el carril por el que circular y en qué marcha hacerlo. Ojo, que no son decisiones fáciles, salvo que las circunstancias obliguen, pero el caso es que el azar es tan, tan determinante en este juego de mesa, que da lo mismo que hayas realizado una primera vuelta perfecta, bastan unas malas tiradas en el dado negro parar mandarte a la mierda. Y utilizo esta expresión porque cuando eres eliminado de una partida que dura de media tres horas no tienes la sensación que quedarte fuera de carrera, sino de que te han dado, sin comerlo ni beberlo las más de las veces, por el culo a traición.
La sensación de hartazgo afectó incluso a aquellos amigos, incautos, que se ofrecieron a jugar como pilotos sustitutos de quienes no podían asistir. Jugadores, ojo, bien fogueados en esto de los eurogames, que veían con desesperación que no importaba si se reservaban rueda para las curvas de dificultad 3, si arriesgaban en sexta o hacían parada rápida en boxes, porque el jodido 1 del dado negro los echaba de la partida a poco que se quedaran sin motor o amortiguación. Quedar un sábado por la tarde en un sótano para jugar durante 180 minutos a algo imposible de controlar puede convertirse en algo muy frustrante, y más si los dados te echan fuera.
Cierto es que una buena o mala decisión puede determinar tu posición final en la carrera, pero es el azar, el maldito azar, el que finalmente manda aquí. Ese azar que le da la vida a este juego y que lo destruye. Porque el Formula D es un gran juego, eso no hay que perderlo de vista, es divertido, competitivo, dinámico... Pero también es cruel, despiadado y aleatorio, facultades que se aplican tanto a los dioses como a los dados. Por ello el Formula D trasciende los simples juegos de mesa para convertirse en una metáfora del mundo real, donde cualquier plan vital que tengas se va al traste porque sí, por puro azar. Y lo mismo que en el juego un 1 en el d20 te deja sin motor y en la cuneta, en tu vida diaria un día te echan del trabajo sin más, se te muere un pariente, te toca la primitiva o encuentras al amor de tu vida. Reconozcamos que nos gusta poco sentirnos así, dependientes de fuerzas que no controlamos. Nos gusta pensar que trazamos nuestro propio destino, que nuestros esfuerzos y nuestro trabajo son suficientes para lograr nuestros objetivos, pero lo cierto es que dependemos más del azar, de la casualidad, de lo que nos gustaría.
Experimentar esa sensación de indefensión en un juego de cochecitos de carreras, mes tras mes, es agotador. Claro, el que gana no se detiene en estas consideraciones, y cree que gana porque ha sido el mejor y descarta la suerte de la ecuación, pero los que vienen detrás saben que en la mesa han actuado fuerzas ingobernables, que con un 9 hubieran entrado en la curva, pero salió un 7, y así, la diversión y el jolgorio se van disolviendo en la hiel de la frustración, y uno acaba blasfemando en arameo y perjurando que jamás volverá a ponerse en la parrilla de salida.
Pero al final vuelves, porque sabes que, en el fondo es sólo un juego. Y porque alrededor de la mesa está lo que verdaderamente merece la pena: los amigos. Y la cerveza, claro. Y ahí el dado negro no tiene nada que hacer.


Como postdata, os dejo esta tira genial. A ver si os sentís identificados:

http://www.elsistemad13.com/comic/545-formula-d-de-detritus/

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Reto Fanzine 2013



Fanzineros, reuníos!!!

Bueno, pues ya estamos otro año liados con lo mismo. Este año las fechas vienen mal dadas, y la sede ni te cuento ya, pero creo que el Reto Fanzine 2013 lo vamos a dejar para el viernes 27 de diciembre de 2013, a las 19.30, en un bar todavía por determinar. Y es que el cierre de la cafetería Aqua nos ha dejado momentáneamente con el culo al aire, pero no preocuparos que algún sitio encontraremos. La cena posterior en el chino también está por determinar, dado que hay quien reclama más patatas con ajo y chorizo en lugar de arroz tres delicias y cerdo con sa cho.   
Así que, ya sabéis, comenzad a escribir, a maquetar, a dibujar y a grapar que luego todo son prisas.
Estamos en la novena edición del Reto, ahí es na, por eso y porque la vida nos está dando patadas en las ingles a más de uno, toca esforzarse más si cabe este año. Muchachos, sé que estáis jodidos, que los trabajos, la familia y las mil y una vicisitudes que sobrellevamos día a día hace difícil no ya ponerse a escribir, sino quedar para hacer algo. Pero, pijo, esta es nuestra fiesta particular, nuestro vehículo para expresarnos y compartir algo con los amigos. Yo mismo, desde que acabé el Serrano, prácticamente no he movido un esparto, y aquí me tenéis, dándole vueltas a La Gallina, a ver qué saco.
 Que no os dé reparo pedir colaboraciones, que no os dé pereza encender el ordenador o sacar los lápices, que no os duela el bolsillo a la hora de hacer fotocopias, que esto es una vez al año y ya sabéis que tenéis garantizadas las risas –y la lectura de decenas de cosas durante meses-.
Así que lo dicho, nenes y nenas, moveos, que la satisfacción de ver tu fanzine en la mesa, junto a una mahou y el resto de fanzines de los demás no te la quita nadie.
Y como siempre, os dejo con las Tres Reglas de Oro del Reto Fanzine:
1. Los fanzines no se regalan al público en general, salvo expresa indicación del autor. Los colaboradores son caso aparte. Los fanzines o se intercambian o se pagan –en dinero o cerveza-.
2. No es una competición.
3. Se ruega puntualidad.

Por otro lado, dada la proximidad de la fecha del Reto con los cumpleaños de varios participantes, se ruega no mezclar churras con merinas.
A currar!!!


miércoles, 21 de agosto de 2013

La Mancha en ci-fi

El buen amigo Mortimer que, por cierto, expondrá originales de La Mancha en negro en Albacete el jueves 5 de septiembre, a las 20:00 horas, en el Viktor Gastro-Café, anda además esta semana en su cuenta de facebook realizando su particular lista de relatos de ciencia ficción que más le gustan. 
El caso es que estos relatos son tan sumamente buenos que me veo obligado a nombrarlos por aquí para darles más difusión, para deleite de fans, neofitos y amigos de la buena ci-fi.
Prácticamente todos los cuentos listados son fácilmente encontrables en la red, así que no hay excusa.
Hasta la fecha, llevamos: 

#1 Olgoi-Jorjoi. Iván Efremov (1944)
#2 Jeffty tiene cinco años. Harlan Ellison (1977)
#3 El día antes de la revolución. Ursula K. Le Guin (1974)
#4 Las seis cerillas. Arkadi y Boris Strugatski (1959)


Seguiremos ampliando la lista. Espero poder añadir unos cuantos títulos la semana que viene.
Y recordad, la exposición de originales de La Mancha en negro, de Mortimer, se inaugura el próximo 5 de septiembre, a las 20.00 horas, en el Viktor Gastro-Café (Octavio Cuartero, 6).


domingo, 21 de julio de 2013

Quiero mi silla

Estaba mirando en Internet actividades que podría hacer durante mis inminentes vacaciones cuando descubrí un espectáculo teatral humorístico que parecía que ni pintado para mí. Entonces, al leer los detalles encontré una advertencia que me escandalizó: entradas de pie. ¿Entradas de pie en un espectáculo de más de una hora? Ni hablar. Llamadme viejo, gandul o lo que os dé la gana, pero no pienso estar plantado de pie una hora por nada ni por nadie. Por eso no hago colas, ni voy a conciertos multitudinarios, ni discotecas, ni hago nada que implique estar de pie más de media hora.
Yo quiero mi silla.
Dame una silla, un taburete, una caja de cervezas vacía, hasta una buena piedra, y allí me sentaré, durante un buen rato, hasta que el cuerpo me pida acción. Porque no hay nada como aposentar el culo y dejar pasar el tiempo. Ya no es cuestión de sedentarismo, sino que no tiene sentido permanecer de pie como un soldado de guardia, pudiendo hacer lo mismo, pero más cómodo, en una silla. Puedes andar durante horas, correr o montar en bicicleta, para que no te tachen de inactivo, de ser un hombre-cojín que no se despega del sofá, pero el ratico más agradable es cuando, después de hacer el Chuck Norris, te sientas.
Admiro a la par que compadezco a esos profesionales que pasan su jornada laboral en pie como un clavo, sin una mala superficie en la que apoyar las nalgas. Héroes de la erección corporal, deben ser ellos quienes más valoren el coger una silla tras la salida del trabajo y sentarse en ella hasta partirla. Trabajar sentado es un lujo, y por muy mala que sea la postura que tengas, sin duda ya llegas algo ganado cuando estás repantigado contra el respaldo en lugar de ganándote unas varices a pulso por aguantar de pie hora tras hora. Y aunque en algunos despachos y oficinas hay sillas malas, peores que potros de tortura que te remuelen las vértebras y la corcusilla, no dejan de ser sillas.
Permanecer de pie voluntariamente durante horas es de locos. Nada puede ser tan maravilloso que te obligue a quedarte en semejante postura. Ni siquiera los viejos trucos militares de cambiar el peso de un pie a otro ayudan a pasar el trago. Debe haber estudios médicos que digan que el ser humano no está preparado anatómicamente para permanecer de pie tanto rato, sino de qué hubiéramos inventado las sillas. Si aún pudiéramos apoyar los brazos en el suelo en plan gorila, algo más de aguante tendríamos, pero la evolución fue puñetera en ese sentido con nosotros y nos hizo listos, pero débiles en cuanto a mantener la vertical en estático.
Y, ahora que lo pienso, casi lo mismo os digo de sentarse en el suelo, que ni es sentarse ni es nada, eso es maltumbarse. Sentarse en el suelo es incómodo y fatigoso, y acaba por ser doloroso. Uno acaba hecho un cuatro, medio histérico por no dar con la postura adecuada. Te agachas, te pones en cuclillas, cruzas las piernas a lo indio, las estiras… Menudo azogue. Hasta que acabas por levantarte o tumbarte, y tampoco aguantas mucho tiempo así, porque, en realidad, así no hay manera de comer, beber o mantener una conversación en condiciones. Porque lo que tú quieres es sentarte de verdad. Y por eso la gente acaba por echarse una silla plegable al coche cuando va a la playa o a la piscina.
Sillas con brazos y sin ellos. De madera, de mimbre o de plástico (letales en verano). Con ruedecicas o giratorias. De las que apenas te cabe el culo a tresillos en los que desparramarse a gusto. Una mecedora es ya el summun. Mirad a los abuelos sentados en las noches de verano en sus sillas a la puerta de sus casas. Eso es la felicidad. Y me despido por hoy con una cita atribuida a Benjamín Franklin: “El hombre descontento no encuentra silla cómoda”.




domingo, 7 de julio de 2013

El bosque en el bosque de neón


Salvo los renegados del arado, los albaceteños tenemos querencia por el campo y la naturaleza, querencia que se refleja en nuestros parques, supervivientes del esquilme municipal de décadas. Nos gusta lo verde, aunque sea porque contrasta con el terruño ocre y el asqueroso gris del asfalto. Tampoco es que seamos un prodigio de ecologismo, pero estoy convencido de que la mayoría trata de comportarse ante el medio ambiente.
Nos gusta el césped, y adoramos los árboles. Puede que no les prestemos mucha atención, pero sí que nos percatamos de su ausencia, y los echamos de menos, cuando por una u otra circunstancia, desaparece uno de nuestras calles. Pero pijo, decimos ante el alcorque vacío, o rellenado de cemento, si aquí había un árbol. Y nos preguntamos quién se lo ha llevado y por qué. Y lo normal es que no encontremos ninguna respuesta satisfactoria.
Hasta ese momento, para el ojo del vecino el árbol no es más que parte del mobiliario urbano. Como una farola, una papelera o la máquina de la zona azul, tan presente en nuestras vidas. Se nos olvida que es un ser vivo, que probablemente lleve en el barrio más tiempo que tú, pero por aquello de que los entes vegetales no votan –aunque tú sí puedes votar a berzas y alcornoques- no se les tiene en consideración. Si acaso, si alguien humano levanta un poco la voz para salvaguardar su integridad, pueda llegar a recibir algo de atención, pero lo normal es que sea tratado como un objeto inanimado, una cosa que lo mismo que está, desaparece.
Un árbol menos. Una sombra menos. Y anda y que no las echas de menos en nuestros asfixiantes veranos. En esas calles donde el sol estival de mediodía cae en picado y no hay ni una mala zona de sombra que alivie el camino, pararse de pronto al pie de un árbol con algo de verde en la copa, le revive a uno unos minutos, lo justo para coger aire, añorar la gorra y apretar el culo para el resto del camino.
A mí, que ya me impresionan los árboles en la ciudad, verlos sueltos por ahí, tanto solitarios en mitad de un sembrado como en manadas, formando densos bosques que se expanden entre los campos, por encima de los cerros, me sobrecogen. Ganas me dan de parar el coche, y dar media vuelta hacia ellos, para caminar entre sus altos troncos, sus mosquitos, y el murmullo de sus hojas mecidas por el viento. Por lo general, al estar en terreno privado, contengo estos arrebatos waltwhitmanos, no vaya a llevarme una perdigonada; pero si el lugar está abierto al público, cosa que no abunda, y con razón, por culpa de tanto guarro y tanto imprudente, sí que me pierdo un poco en la arboleda, dejando volar mi imaginación de friki hacia mundos de fantasía, o al medievo, o a cualquier lugar en donde pudiera desenvainar una espada en un bosque. Sólo me pasa esto en los bosques y en los castillos, por cierto.
Y por eso mismo se me cae el alma a los pies cuando, desde la ventanilla, veo los efectos de los incendios forestales. Esa tierra negra devastada como un cáncer que lo haya devorado todo es una imagen terrible que se te queda grabada en la cabeza. Si además el incendio está fresco y encima te llega el olor a quemado, la sensación es escalofriante. Es imposible considerarlos nunca más como meros objetos. Esa destrucción te cala muy dentro -o al menos debería hacerlo si no eres un psicópata-, y cuando vuelves a la ciudad , miras a los cuatro o cinco árboles más cercanos a tu casa con otros ojos. Con ojos más humanos. Qué cosas, ¿no?




domingo, 30 de junio de 2013

Por el mocho hacia la Revolución

Leí en alguna parte que la mayor parte del polvo que tiene una casa proviene de las células muertas de sus inquilinos. Es decir, que eres doblemente culpable de la polvisquera que acumulan los muebles de comedor, porque ese polvo proviene de ti, y porque aún no lo has limpiado.
Al hilo de esta reflexión, recuerdo otra que le escuché a la madre de alguien, no recuerdo quién, que decía que nadie debería tener una casa que no puede limpiar por sí mismo. A juicio de esta buena mujer, las personas que se compran grandes mansiones, áticos descomunales, duplex, triplex y casas henchidas de metros cuadrados, y luego pagan a otros para que les pasen el mocho y el plumero son gentuza. No por el hecho en sí de subcontratar los trabajos domésticos, sino por no ser capaces de hacerlos ellos mismos. Por hacer gala de ostentación, por presumir de billetes, por no saber ser ricos.
Parece razonable que alguien que tiene una casa tan grande, tan grande que es incapaz de mantenerla en orden sin ayuda profesional, sea un idiota. Primero, porque denota que no ha hecho el esfuerzo de limpiarla en su vida, lo cual ya es una mala señal, porque eso solo puede significar que no sabe apreciar lo que es el trabajo, que es un gandul acomodado al que se lo han dado todo hecho. Uno de esos que se gana el pan con el sudor de la frente de los demás. Por eso es rico, claro. ¿Y quién quiere ser rico, pudiendo ser honrado?
Y segundo, porque no hay nada mejor para conocerse que limpiar tu propia porquería. No hace falta recurrir a la escatología para haceros entender que, cuando descubres el calcetín que te faltaba debajo de la cama, secuestrado por un cartel de pelusas, es que eres un poco dejado. Tu personalidad, tu auténtica forma de ser se ve en lo que vas dejando por medio, lo que manchas, lo que recoges, lo que tienes y cómo lo tienes.
Limpiar una casa a fondo no es una actividad recreativa. Es un tostón infernal que requiere, en nuestra actual sociedad de vagancia e inmediatez (lo queremos ya y que nos lo traigan a casa), un esfuerzo titánico de paciencia y voluntad. Por mucho que uno diga que le encanta fregar o planchar, cuando hay que hacerlo todos los días, o cuando toca zafarrancho de temporada, y quitarle el polvo hasta a los marcos de las puertas, a más de uno se le cae la casa encima. Ahí plantado, con una bayeta en la mano y mirando al vacío, te acuerdas de cómo tu madre se lo ventilaba todo en una mañana de sábado y aún le daba tiempo a hacer la comida. Y tú, de pie, con la resaca sabatina, apenas distingues el Pronto del Cristasol y te preguntas si el telepizza cierra a las tres. Ahora, aquel que saca fuerzas de flaqueza para limpiar todas las semanas, y no sea un caso patológico, será imparable. Con semejante disposición tiene que lograr lo que se proponga en la vida.
En esa filosofía, ahora al parecer de moda, que es el decrecimiento, que (para los amigos desactualizados, os lo explico) consiste en ser menos consumidores de cosas, para que así se reduzca la producción de cosas, y dejemos de sobreexplotar al planeta y sus ya exangües recursos –antes de que nos toque hacerlo porque no hay más remedio-, encajaría perfectamente como ejercicio de concienciación limpiar tu casa. Límpiala a fondo, a conciencia, hasta el último rincón, y dime que no tirarías la mitad de chismes que tienes a la basura con tal de no volver a pasarles el trapo del polvo. Dime que no te desharías de la mitad de tu biblioteca, de los adornos, de los cuadros y las fotos, de tres cuartas partes de tu armario. Dime que no mandarías al pijo todo lo que te sobra, lo que no usas, no lees, ni miras ni necesitas para nada.
Así, lo mismo que inundas tu hogar de tus propias células muertas, lo haces con quincalla igualmente muerta, excrecencias consumistas a las que luego habrás de dedicarles un ratico para sacarle el lustre. Ahí tienes el secreto de la celeridad de la limpieza materna: entonces teníamos menos cosas. Si los que manejan la panoja fueran conscientes de estos valores intrínsecos de la limpieza doméstica, quizás si podríamos empezar a cambiar el mundo.

domingo, 23 de junio de 2013

El ataque de los clones


No sé si a vosotros os pasa, pero a mí más veces de las que me gustaría me han confundido con otro. Lo achaco a que la gente sólo es capaz de tener cuatro aspectos físicos genéricos (alto, gordo, gafas, pelo largo) de alguien, y confunde a cualquiera que encaje con esa parca descripción. Así, sin salir de Albacete capital, he sido confundido con más de una docena de individuos; algunos días, incluso varias veces. Pero no se trata de un fenómeno local, puesto que me ha sucedido en, al menos, cinco ciudades más.
La personalidad de uno se resiente un poco con tanta equivocación, ya saben, uno siempre piensa para sí que es único e irrepetible, y se encuentra con que tiene más copias que unas zapatillas Converse All Star. Que una señora mayor te pare en mitad de la calle, sólo para comprobar que te pareces al hijo de su prima, le da una patada en las inglés a tu autoestima. Tantos años para forjarte una identidad propia y resulta que eres poco menos que un clon de un tipo alto, gordo, con gafas y pelo largo. Un clon que forma parte de todo una legión de individuos repartidos por toda la geografía y que pululan por ahí, sin conciencia de copia hasta que, a fuerza de ser confundido con cualquiera de los otros clones, escribe acerca de la angustia existencial en su blog.
También es inquietante que nunca me haya encontrado con una de esas copias cara a cara. He visto tipos que podrían encajar en la descripción básica que decía antes, pero como no me he encontrado ningún parecido con ninguno e ellos, me niego a creer que se trate de un clon. O los tipos que se parecen tienen algún defecto en el cerebro que les impide reconocerse entre sí, o todo forma parte de una estrambótica conspiración. Pero como de conspiraciones ya vamos bien servidos, pensaremos que debe ser algo como cuando no reconoces tu voz cuando la oyes grabada. Aunque una vez confundí mi reflejo en el espejo de una tienda con un amigo, lo cual ya es bastante raro.
Surge la pregunta de qué ocurriría si cambio el paradigma de identificación. Qué pasaría si me cortase el pelo, adelgazara o me quitara las gafas. ¿Sería confundido con otra serie de tipos? ¿O al fin sería realmente único? ¿Bastaría con ponerme lentillas para salir del colectivo de copias, o hay que cambiar el máximo posible de características para ser ese ente único e irrepetible? ¿Merece la pena? No lo creo, porque hay tanta gente que siempre acabarías por asemejarte a otros y, por otro lado, eso de ser tan único, inconfundible, no parece muy buena idea. Primero, porque si no quieres ser el loco del barrio necesitas tener unos cuantos miles de millones para cubrirte el riñón, ya que, viendo lo que se ve por la calle y por la tele, convertirte en alguien inconfundible exige más dinero que vergüenza, y solamente con dinero a espuertas, la gilipollez se convierte en extravagancia. Segundo, que volverte tan inconfundible acaba por llamar demasiado la atención, lo que nunca es bueno en una sociedad que adora la homogeneización. Es tan peligroso como coserse una diana en el pecho. Pregúntale a cualquier bicho en peligro de extinción si no se cambiaría por otro más común, por otro por el que pudiera ser confundido. Por un tipo alto, gordo, con gafas y pelo largo. Pues eso.


sábado, 22 de junio de 2013

soy un señor pequeñito

Allá por 2001 escribí el que, según los expertos (o sea, el gran Julián Cañizares) es mi mejor libro de poesía: soy un señor pequeñito. Así que, qué coño, como ya ha empezado el verano, y no sólo de novelas vive el hombre, os pongo un link para el que quiera, en especial esas doce personas que siguen La caza de la serpiente, se lo baje para el ebook (en formato .mobi, ya sabeis que es mi favorito y que Kindle lo lee perfectamente). Ya luego me contais si Julián se equivoca o no. 
Como curiosidad diré que los poemas de este librico fueron escritos en tandas de 25 poemas, tras finalizar cada cuarto de novela de La caza... así que todo está relacionado.

soy un señor pequeñito ebook

domingo, 16 de junio de 2013

Universita como puedas


Ahora que los chavales han acabado los exámenes de selectividad, o como diablos se llame ahora, me pregunto si alguien les habrá explicado que ni se les ocurra estudiar Magisterio. Una carrera que tiene como objetivo, hoy por hoy, crear opositores, de los que uno de cada cien se convertirá en interino, y de los que uno de cada mil conseguirá una plaza tras trabajar y dar tumbos por toda la región entre cinco y diez años, no puede ser buena. Es más sencillo acabar de minero en una plataforma petrolífera en el Mar del Norte. De hecho, hay ya tantos opositores y tantos interinos que si cerraran las escuelas de magisterio durante diez años los colegios no lo notarían.
Como la de maestro de escuela, hay un montón de carreras que no sirven, hoy por hoy, absolutamente para nada. Miren sino la de periodismo, otro cáncer sin futuro. Dado que hay que amortizar bien tanto el tiempo, pero sobre todo el dinero, el deseado y carísimo dinero, espero por el bien de los futuros universitarios que estos hayan sopesado bien hacia dónde encaminar sus pasos, porque, salvo los que tengan padrinos y el riñón bien cubierto, el resto tendrá una sola oportunidad de sacar su título adelante.
En el mundo universitario, las más de las veces, uno no estudia lo que quiere, sino lo que puede pagar. Y a veces uno comete el error de tirarse de cabeza a carreras para las que no está preparado/formado previamente, pensando que con esfuerzo y trabajo se sacará adelante (y salvo que tengas una voluntad a prueba de frustración, jamás lo conseguirás). Otras, justo al contrario, se va a lo fácil, a conseguir un titulillo sin calentarse mucho la cabeza –hola, Humanidades- y de paso retrasar la incorporación al penoso mundo laboral, o lo que es lo mismo, prolongar la sopa boba cuatro años más. Hay honrosas excepciones, claro, pero no me digan que no han conocido gente así.
Porque si bien es cierto que tener un título universitario nunca ha sido garantía de nada, al menos que yo haya visto, también es cierto que hay Títulos, títulos y etiquetas de anís del Mono. Y si hace veinte años, a los de mi quinta nos insistían en que había que estudiar una carrera para ser alguien en la vida, lo cierto es que una vez tuvimos el papelito mágico en nuestro poder, la gran mayoría no apreciamos un gran cambio en nuestras paupérrimas vidas. Más bien al contrario, en tiempos precrisis, escuchaba a muchos colegas licenciados en paro exclamar aquello de que, si en lugar de estudiar se hubieran metido a ferrallas, a esas alturas ya tendrían casa, coche, parcela con piscina, vacaciones en Cancún, y una buena cuenta de ahorros. Y entonces tenían razón, porque veíamos pasar desde el banco del parque a los tipos de la construcción, los mismos que no habían terminado el bachillerato, al volante de sus Mercedes Clase C. Ahora ya ni siquiera puedes soñar con eso, porque la crisis niveló el estatus, dejándonos a casi todos a cero points, y aspirando a cobrar algo en negro por una chapucilla.
Ahora coge el folleto de un campus cualquiera y comienza a tachar carreras que carecen de salida laboral, cuando no de cualquier aplicación práctica en el futuro, y puede que acabes con un buruño ilegible de tachaduras. Porque la incertidumbre es tal, que carreras que parecían apuestas seguras ahora son más indecisas que el añil (¿es azul, es violeta?). Parece más seguro echar una primitiva que estudiar cuatro, seis o diez años para acabar en el paro o volando en Ryanair a Darlington para trabajar de camarero.
Pero, insisto, como hay excepciones hay carreras que sí funcionan. Me pregunto si las universidades no deberían ser las primeras interesadas en dar con ellas y promocionarlas. Si, hasta que cambien las tornas, deberían erradicar aquellas carreras que no sirven para nada, sin miedo, como el comerciante que retira el género caducado, y ofrecer producto fresco y con garantías. ¿Sería tan disparatado como suena o estaría bien?
En todo caso, lo que está claro es que, lo mires por donde lo mires, estos preuniversitarios lo tienen bien jodido.


domingo, 2 de junio de 2013

Cuatro cuerdas


El otro día escuché de casualidad la conversación de dos señoras en la terraza de una cafetería. En realidad, solo hablaba una, y la otra escuchaba, con más atención puesta en su tostada que en el discurso de la primera. A mí, en cambio, sí me llamó la atención lo que aquella buena mujer estaba narrando. Y lo que le ocurría es que estaba muy molesta, aún más, indignada, porque su vecina del tercero había colocado una cuarta cuerda de tender en su tendedero.
La mujer se tomaba la instalación de aquella cuarta cuerda como si fuera una afrenta personal. “Qué se habrá creído esa”, le repetía a su amiga, la de la tostada. Yo no entendía nada, por qué una cuerda extra podía desatar las iras de un ama de casa aparentemente normal. Pero así era. Imaginé que aquel tema debía ser el enésimo conflicto entre ambas vecinas, quizás la gota que había colmado el vaso en una complicada convivencia entre habitantes de un mismo bloque, pero la señora no sacaba más trapos sucios que la dichosa cuerda. Con lo que, no, era esa cuarta cuerda la que la había sacado de sus casillas.
Más tarde, comprobé en mi propio hogar cómo todos los vecinos tenemos, en efecto, tres cuerdas para tender. A decir verdad, no hay espacio para colocar una más, salvo cambiando el modelo de tendedero. Si eso era lo que había sucedido, ¿le preocupaba a la señora la homogeneización del patio interior del edificio y por eso estaba furiosa? Aunque hay maniáticos para todos los gustos, parecía poco probable.
Porque una cuerda de más solo aporta que puedas secar un 33 por ciento más de ropa mojada. Si la del tercero había tenido que recurrir a poner otra cuerda más, la razón podía ser que eran más de familia, con mucha más ropa que lavar y que secar. Ahora podría llenar la lavadora a carga completa, ahorrando más agua y electricidad, a sabiendas de que podría tenderla toda de una vez. ¿Era su vecina, la protestona, tan mezquina como para quejarse de una medida tan inteligente?
Aquello sólo parecía pura envidia o simples ganas de criticar.
Tres cuerdas es el número estándar, según parece. Cuatro es sacar los pies del tiesto, al menos para una mujer. Todos deben tener tres cuerdas y el que pone una de más ha de ser el blanco de las críticas y las iras de sus convecinos. Alguno de ellos, un guardián de la moral y de las buenas costumbres, de esos que tanto abundan hoy en día, hasta podía decidir cortarle la cuerda de más, con nocturnidad y alevosía, avivando las llamas de conflicto. Zas, un tijeretazo, y adiós a la revolución cuerdil.
Por otro lado, quizá la del tercero en verdad había puesto esa cuerda a mala leche. Por hacerse de notar. Sutil, pero enfermizo. Para presumir ante las demás vecinas de mejor tendedero, para poder colgar en él más vestidos, más ropajes de más calidad. Como si aquellas cuatro cuerdas fueran una pancarta bajo las ventanas que dijese “miradme, soy mejor que vosotros”.
Y aún peor, consideré también qué ocurriría si otro vecino decidiera imitarla, y aún superarla, con cinco cuerdas de tender. Y otro, más envidioso, con seis. Y así, hasta desplegar una irracional carrera por llenar el patio de luces de cuerdas, porque ¿dónde está el límite en este caso? ¿Cuántas son demasiadas cuerdas de tender? Podía entender ahora, en cierto modo, la irritación de la señora, si ya se veía envuelta en una telaraña de cuerdas de nailon, con miríadas de calcetines y bragas capaces de ocultar el sol.
Ah, qué problema más complejo había desatado en mi mente una simple cuerda de tender la ropa de más. Cómo imaginar que un acto tan simple podría acarrear toda una gama de cuestiones éticas y morales detrás, perfectamente aplicables al conjunto de la humanidad. Conceptos como respeto, convivencia, libertad o límites estaban intrínsecamente relacionados con esa, ya, maldita cuarta cuerda. ¿Qué somos? ¿La persona que pone una cuerda de más porque lo necesita o por vanidad? ¿La rebelde o la irrespetuosa? ¿La intolerante, la envidiosa o la legal? ¿O somos como la amiga, la oyente de la tostada, la que masticaba con parsimonia mientras bajaba el pan untado con tomate con pequeños tragos de café con leche, sin importarle en absoluto ni las cuerdas, ni su número, ni los problemas que estas acarreaban a sus vecinas?
¿Entiendes ahora, cariño, por qué no pude tender la ropa este fin de semana?



viernes, 31 de mayo de 2013

Llegó el tío Juan con las rebajas



Saludos, amigos.
Lo que os traigo hoy es algo muy especial para mí. Nada menos que Eclipsados, creo que la primera novela que escribí, allá por 1996, corregida y revisada durante décadas hasta quedar reducida a lo que ahora podéis leer en formato digital. Se trata de una novelilla corta al más puro estilo de los bolsilibros de ciencia ficción que siempre me ha gustado leer. Como en estos, prima más la acción que la trama, aún así, creo que tiene suficiente suspense, conspiraciones y un toque de space opera como para que le dediquéis un ratico este verano y lo paséis bien.
La tenéis en formato ebook .mobi, que se lee perfectamente en todos los lectores electrónicos, sin DRM ni nada. Los que no tenéis aparatito, ya sabéis: BEEPG*.
Por otro lado, os vengo a ofrecer por entregas, 32, lo que viene siendo una por capítulo, de mi novela más especial, La caza de la serpiente. Dediqué mucho tiempo y esfuerzo a escribir esta historia, un thriller medieval, nada menos, con los modestos recursos de los que disponía entonces, y estamos hablando de hace ya diez años, más o menos. Fue mi proyecto más ambicioso hasta la saga del inspector Serrano, y sinceramente creo que está bastante bien, aunque claro, qué voy a decir yo. Os adjunto una sinopsis al final para que sepáis por dónde van los tiros.
Os he preparado 32 pdf ajustados al tamaño de la pantalla del Kindle (es decir, 11,7x9 cm), cuyos links de descarga se publicarán aquí todos los lunes, miércoles y sábados hasta septiembre. Son pdf protegidos, ea, con lo que no se pueden copiar, pegar ni imprimir. Si esto supone un problema para alguien, que me mande un correo y veré qué puede hacerse.
Ojo, porque en septiembre es probable que lo elimine todo, vamos, que esto es una oferta limitada con fecha de caducidad.
¿Y esto a qué viene?, os preguntareis algunos. Pues ahí va la explicación:
En primer lugar, no os estoy regalando nada, os estoy vendiendo mi trabajo, de forma personal e inextrapolable, a cambio del precio que estiméis oportuno, es decir, el precio de las novelas lo ponéis vosotros. Desde cero euros a infinito, lo que os parezca.
En segundo lugar, una vez tengáis claro lo que queráis pagar por las novelas, cogéis ese dinero y se lo dais de mi parte a vuestra ONG preferida, al pobre que prefiráis, o le compráis algo bonito a vuestra madre, cosas así, de buen rollo. Porque a mí no me hace falta vuestro dinero AHORA MISMO. Quizás dentro de un año, si estoy haciendo cola en el Banco de Alimentos por un saco de arroz de la Cruz Roja, os diré otra cosa, pero, hoy por hoy, no, en serio, gracias.
En tercer lugar, después del descanso de La saga de la ciudad oscura, me apetecía editar algo, daros algo que leer mientras se me ocurren nuevas historias. Tengo mucho material acumulado que no está del todo mal, así que he optado por sacar a la luz estas dos novelas de esta manera. Os aseguro es una decisión muy meditada. Lo siento, pero no tengo ni tiempo, ni paciencia, ni ganas para meterme en historias de crownfunding, ni ir persiguiendo editores, ni andar investigando cómo cojones meter esto en Amazon o en otra plataforma digital. Joder, si ni siquiera me he molestado en hacerles unas portadas decentes a los textos, como podréis ver. Si alguien se anima a hacerlo, pues adelante, sin compromiso. Considero que yo ya hecho todo lo que tenía que hacer, que era escribir. Me he cansado de ser escritor, editor, maquetador, repartidor y vendedor de mis libros. Al menos, de momento; ya os digo que si cambian las tornas, que cambiarán, pues habrá que cambiar de mentalidad.
Nos os digo más. Ahí tenéis un par de hijos míos. Cuidádmelos bien.

 

ECLIPSADOS
http://sdrv.ms/18ENjxW

LA CAZA DE LA SERPIENTE (Sinopsis)
Año 997.
A Nuño de Oca, infanzón del condado de Castilla, se le encarga la difícil tarea de dar caza a un escurridizo asesino en serie que recorre las tierras al norte del Duero, matando sin piedad a todo el que se le antoja. El guerrero seguirá su rastro desde la fronteriza tierra de nadie entre los pequeños reinos cristianos, que ni siquiera han empezado a plantearse la Reconquista, y el todopoderoso Al-Andalus, hasta Compostela. Entretanto, el asesino -de personalidad cambiante, seductor y atroz-, prosigue su marcha haciendo una especie de Camino de Santiago del terror.
Y a todo esto, el gran caudillo Almanzor parece que también ha decidido dar un escarmiento a sus vasallos cristianos…

* Busca En El Puto Google

domingo, 19 de mayo de 2013

Posapocalípticos

Vivimos tiempos posapocalípticos. No se nota mucho porque el apocalipsis fue más discreto de lo que todos preveíamos. Nada de ríos teñidos de sangre, monstruos venidos de otras dimensiones o resurrección de los muertos (si no contamos los que han surgido en la literatura, cine y televisión). Sólo una leve declinación del sistema, lo justo para ir haciendo caer una a una las piezas de este dominó gigante que es nuestra civilización occidental. En realidad, aún estamos inmersos en esa caída, por eso no nos damos apenas cuenta. Nos han arrojado desde el rascacielos más alto del mundo (el Burj Khalifa, en Dubai, 828 metros) y estamos tan distraídos contemplando las vistas que no somos conscientes de que nos precipitamos hacia un cambio de estado -de sólido a líquido, por espizcación-.
Lo cierto es que no nos prepararon para esto. Toda la vida hemos soñado con un armagedón nuclear que borraría de un plumazo a media humanidad y nos condenaría, de un día para otro, a unos a vivir en cuevas como mutantes y a otros como salvajes de la autopista. O con un virus letal que nos empujaría a llevar una existencia como zombis la mar de hambrienta. O con la rebelión de las máquinas, una invasión extraterrestre, el derretimiento súbito de los polos, o la caída de un meteorito, que destruiría nuestros monumentos más apreciados y que nos sometería como esclavos o nos dejarían el planeta como un erial donde malvivir.
Y no. Estamos tan acostumbrados a la velocidad vertiginosa de estos tiempos modernos que hemos atribuido nuestra ansiedad acelerada al fin del mundo. Y cuando ha llegado, tranquilo y sin hacer ruido, sin oír ni una mala trompeta que la anunciase, ni una voz en nuestros adentros, como le pasaba a Luis Ciges en Así en el cielo como en la tierra, nos hemos quedado igual.
Ah, qué ignorantes somos. ¿Acaso sabían los romanos que estaban en plena caída? Cuando leemos en los libros de Historia, si queda aún alguien que lo haga, los relevos de una civilización a otra parecen tan súbitos e instantáneos como saltar de una línea a otra. De Creta a la Unión Europea en una sucesión de fascículos, donde cada civilización experimenta su ascenso, auge y caída y da paso a la siguiente, en un interpretado proceso natural e inevitable, cuasi mecánico. Leemos esta información y asumimos sin más, desde nuestra perspectiva, que los que vivieron la etapa final lo sabían, y se sentaban a esperar, con una botella de espirituoso en la mano, a que llegasen los bárbaros y los pasasen a cuchillo por decadentes.
En realidad estaban como nosotros, tan tranquilos en sus casas. Jodidos, porque ya no se vivía tan bien como antes, pero distraídos con las tontunas de alrededor. El apocalipsis es lo que tiene, que no avisa, ni se nota hasta que ya es demasiado tarde. Pero claro, si no fuera así, si hubiera remedio para el fin del mundo, menuda castaña de apocalipsis.
El caso es que estamos ya en tiempos posapocalípticos, en ese impass extraño en donde uno no sabe muy bien ni qué hacer ni qué esperar. Pero eso es porque nos puede el ansia y las prisas y queremos ver lo que está por venir. Pero eso no sucederá, porque nos pilla aún muy muy lejos. No nos queda otra que tirar para adelante y seguir viviendo, y luchando por un futuro mejor. Nunca llegará, pero eso no significa que haya que resignarse, que una cosa es el posapocalipsis y otra el conformismo.

domingo, 12 de mayo de 2013

Gracias, Cine


Esta semana nos han dejado Alfredo Landa y Constantino Romero. Ha sido al ver los distintos vídeos recopilatorios de escenas que, como homenaje, han preparado de ambos desde las televisiones a gente anónima en Internet, cuando me he dado cuenta de la gran trascendencia que el trabajo de estos dos modestos hombres ha tenido en nuestras vidas. Sus obras se han instalado en nuestra memoria personal y colectiva, para siempre.  Gracias a la magia del cine. Y en el caso de nuestro querido chinchillano, el caso es aún más maravilloso, puesto que sólo con la voz, pero qué voz, nos ha hecho vibrar.
Siempre me ha fascinado el poder del cine para conmover, despertar emociones y sentimientos que, por norma, no afloran así como así en la vida diaria. Porque la vida se compone de pequeños momentos encadenados en el tiempo, y el cine los recoge, los condensa en un par de horas, y te los muestra, en principio para entretenerte. Pero a veces, resulta que lo que estás viendo te toca la fibra. Es más, lo experimentas como algo propio, y una escena se convierte en una vivencia. Es un chute directo a la vena de pura energía que te hace pensar, criticar y dudar sobre las cosas. Te hace soñar, y tener pesadillas. Y lloras, y amas, como un niño, en la intimidad compartida de una sala a oscuras. Y no es algo que te suceda a ti solo, sino que le ocurre a miles, decenas de miles de personas en todas partes, en una especie de comunión mística global -y perdonad si me estoy poniendo algo hippy, pero es así-. Y cuando hablas de ello con esas otras personas, y descubres que todos compartís ese recuerdo común, resulta maravilloso.
Es magia. O un milagro.
Milagros que, es evidente, se construyen con el esfuerzo y el trabajo de muchos. Inspiración y suerte son parte fundamental en la definición del éxito de una película, pero también mucha dedicación y profesionalidad. Creer en lo que está haciendo. Luego toca tirar los dados y a ver qué pasa. Y lo que pasa a veces es que tienen que pasar décadas para que la niveladora del tiempo deje a cada uno en su sitio. Pero, como las cerraduras de las cajas fuertes, una vez discas todos los números de la combinación en orden, la puerta se abre y accedes al tesoro.
Qué grande es el cine, sí. Y qué grandes quienes trabajan en él y logran, por méritos propios, quedarse con nosotros para siempre, formando parte de nuestra historia y de nuestras vidas, igual que un amigo o un familiar. Por eso a mí me gusta aplaudir al final de la proyección, aunque esta sea en mi casa. Para darles las gracias.



domingo, 28 de abril de 2013

El saco de harina de Gridley

En esa magnífica red de historias y anécdotas del lejano oeste de Mark Twain que es “Pasando fatigas”, he encontrado el fabuloso relato del Saco Sanitario de Harina que no me he resistido a compartir con vosotros. Nos explica el fabuloso cuentista americano que en la ciudad de Austin, en el condado del río Reese, vivía un antiguo compañero de clase suyo, el señor Reuel Gridley, que se presentó un día para alcalde. El otro candidato y este Gridley hicieron algo así como una apuesta, según la cual el perdedor de las elecciones sería obsequiado públicamente por el vencedor con un saco de harina de unas cincuenta libras (unos 22,6 kilos), que tendría que llevarse a cuestas hasta su casa. Como se veía venir, Gridley perdió y se tuvo que llevar sobre el lomo el condenado saco, con la banda de música y todo el pueblo detrás, para más cachondeo general. Y cuando llegó a su casa cayó en la cuenta de que no necesitaba tanta harina para nada. Entonces, alguien sugirió que la vendiera a beneficio del Fondo Sanitario –algo así como la Cruz Roja, que se encargaba de prestar asistencia médica a los soldados veteranos de la Guerra de Secesión Americana-, y lo cierto es que no era mal plan. Sin moverse del sitio, Gridley se subió a una caja y comenzó a subastar el saco de harina. Entre risas y guasas, el caso es que la harina fue vendida en doscientos cincuenta dólares. Cuando le preguntaron al comprador dónde quería que le enviaran su adquisición, el tipo dijo que e ninguna parte, ¡que lo subastara otra vez! Si hacemos caso del relato, según Twain, Gridley se pasó todo el día subido en la caja, subastando una y otra vez el saco de harina hasta que se puso el sol. Se lo había vendido a trescientas personas, había cobrado ocho mil dólares y aún tenía el saco en su poder. La noticia de la venta del saco corrió como la pólvora por todo el territorio y reclamaron desde Virginia, ciudad donde Twain ejercía de periodista, a Gridley y a su saco para repetir la hazaña. En dos días, con recepción oficial con cabalgata incluida y discursos, se sacaron cinco mil dólares el primer día y el segundo, con una ruta por las vecinas poblaciones de Gold Hill, Silver City y Dayton, más de cuarenta mil dólares en billetes y monedas de oro. Gridley y su saco recorrieron en tres meses buena parte del país, de costa a costa, hasta Saint Louis, donde al fin la harina fue utilizada para fabricar pasteles, que también fueron vendidos a un precio elevado. Según los cálculos finales realizados, el saco de Gridley se había vendido por una suma total de ciento cincuenta mil dólares de 1864. Hasta aquí el relato de Twain. Basta un vistazo a la red, por aquello de corroborar la historia, para encontrarnos en la edición en inglés de la Wikipedia con un retrato de Reuel Colt Gridley con el famoso saco al hombro. También se nos dice que la cantidad definitiva de tanta subasta superó el cuarto de millón de dólares y que, aparte de declarar su casa como lugar de interés histórico, desde hace unos años tiene su propia estatua y es un héroe local en Austin. Asimismo, descubrimos que cuando Gridley logró deshacerse del saco de harina y regresó a su casa, dado que se había pagado los viajes de su propio bolsillo, se encontró con que estaba en la ruina y no le quedó otra que emigrar a California, donde murió en la pobreza seis años después. Un triste final para un hombre que hizo mucho bien y que supo sacar el lado solidario a un país destrozado por la guerra civil.

domingo, 21 de abril de 2013

Libros, libros

De un tiempo a esta parte, desde que irrumpió en nuestra vidas el libro electrónico, y llega el Día del Libro, se promueven  en los medios de comunicación absurdos debates entre quienes prefieren la edición digital y la de papel. Absurdos, porque a estas alturas de la película están muy claros los distintos usos y mercados de cada uno, que no son los mismos.
Los libros electrónicos, los ebooks, que no ereaders, que son los aparaticos, los lectores electrónicos, se han convertido en un recurso fácil y cómodo para leer. A la inmediatez de poder comprar y leer al segundo siguiente las últimas novedades editoriales vía internet, generalmente por wifi, tiene la gran virtud del ahorro de espacio y de peso, la modificación del tipo de letra, y el ahorro monetario que supone. Más ahorro, si cabe, puesto que la inmensa mayoría de poseedores de  los ereaders se descargan los libros gratis, que otros lectores han escaneado, maquetado y convertido antes.
Llamadlo piratería, archivo compartido o como quiera, pero lo cierto es que cualquier elemento susceptible de ser digitalizado acaba por encontrarse gratis en la red de redes, y a poco que se busque en la Gran G, uno se lo descarga y lo mete en el aparato para leérselo después. 
Ayuda mucho a este trapicheo el que cuando los editores marcan los precios de las versiones electrónicas, lo fijen alrededor de los diez o quince euros, el precio estándar, cuando la edición en papel cuesta casi veinte. Y por cierto, a veinte euros de media el libro de papel también se me figura caro. Culpen ustedes a la idiosincrasia hispana, a los hackers o a Perico de los palotes, clamen al cielo y a las autoridades, argumenten todo lo que quieran sobre el trabajo de los maquetadores, traductores, ilustradores y escritores, que sí, pero nadie en su sano juicio paga diez euros por algo que no existe físicamente, y que puede encima encontrar gratis. Para esto es mejor no venderlos. En serio, señores editores, si no es a un euro, no vendan ebooks. No solucionarán nada, porque siempre habrá un tipo con un escáner y tiempo libre, pero se ahorrarán disgustos.
Los libros en papel se dividen ya en dos tipos: el primero, el bestseller de turno, de edición relativamente barata y asequible, de fácil lectura, servido por una salvaje campaña de marketing donde te lo ponen hasta en la sopa y que acaba siendo masivamente regalado en cumpleaños, navidades, diasdellibro y demás, hasta ser adaptado al cine. Estos son los libros que acaban por ser pasto de OCR, servidos en carpeta comprimida y descargados, lentamente pero gratis, previa resolución del código captcha, pero se venden tantos en papel en los centros comerciales que el daño que puede hacerles el ebook gratis es mínimo.
Luego están los otros, los LP, los blue-rays edición coleccionista, los libros caros, objeto de deseo de los lectores con una miaja de criterio, modernos, especializados, los que tienes que pedir al librero que te traigan porque no están en la mesa con las sombras de Grey y los juegos de tronos. Estos no los escanea ni el Tato, primero por el dinero que valen, y segundo porque quien lo quiere lo quiere en la mano, con sus sobrecubiertas, su lomo y su panceta y sus páginas bien cosidas y encoladas. Libros que te regalas a ti mismo, o tienes que engañar a cuatro amigos para que te lo compren en tu cumpleaños. Estos son los libros en que pensamos cuando pensamos en libros.
¿Quién demonios va a descargarse -para leerlo- Por el camino de Swann? El que quiere leer a Proust lo hace pagando gustoso por un tocho que a duras penas cabrá en la estantería.
Son estas ediciones y estos lectores, dos de ambos tipos, quienes garantizan la pervivencia del libro de papel. Cómo van a desaparecer, si dan dinero. Son las (falsas) ediciones de bolsillo la que están condenadas a la perdición, sus textos, reeditados en ocasiones hasta la saciedad, los que se encuentran mayoritariamente en los discos duros de los ereaders.
El lector omnímodo, así, se encuentra en su casa un día con que puede elegir entre un libro en papel de El maestro del Prado, regalado por un amigo invisible; la trilogía de Grey, que, en un arrebato de curiosidad, se descargó gratis por USB en el Kindle; o la bonita edición de Valdemar de Centauros del desierto. Eso en teoría, en la práctica casi estaríamos hablando de tres tipos de lectores distintos que no se interrelacionan a los que el mercado editorial debería prestar más atención.


jueves, 18 de abril de 2013

Hacha

Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo? (...) Un libro tiene que ser el hacha que rompa el mar congelado que llevamos dentro.
Franz Kafka



lunes, 15 de abril de 2013

Hogar, dulce hogar

Observé el otro día como un conocido diferenciaba al hablar de dónde vivía entre “el piso” y “su casa”. Tardé un poco más de la cuenta en darme cuenta de que, en realidad, se estaba refiriendo a dos sitios distintos. El piso era un piso en donde vive de alquiler con su novia aquí en la ciudad. La casa era otro piso, el de sus padres, en el pueblo, adónde sólo iba algún que otro fin de semana al mes. En el primero tenía todas sus cosas de ahora, vive, come y duerme, con su chica. En la segunda están las cosas viejas, lo que no se trajo, y suele ir más bien solo.
Me interesaba el matiz del posesivo. Por qué no sentía el piso en el que vive y convive a diario desde hace más de cinco años como suyo, y sí lo hacía con el del pueblo, donde apenas debía caber en su viejo dormitorio. Hablé con él, a ver si me lo explicaba, pero en realidad no tenía ni idea. Ni siquiera era consciente de aquella peculiaridad hasta que yo se lo dije.
Más tarde, llegué a mi casa y me detuve en la entrada con la llave en la mano. Qué es lo que te hace sentirte en “tú” casa, pensé. Los recuerdos, las vivencias, tienen su parte de culpa, pero no dejan de ser algo accesorio. Hay que buscar una causa más profunda, algo más intrínseco, algo que te cale hasta un nivel subconsciente de tal manera que te afecte, sin percatarte, en el habla.
Abrí la puerta y eché un vistazo. Los cuadros, las fotos, los libros, centenares, miles de pequeños detalles construidos día a día saltaron a mis ojos. Pero, como este amigo, la casa de mis padres también rebosa quincalla emocional por doquier, así que tampoco debía ser eso. Tuve en consideración la baza monetaria, en mi piso había más propiedades mías, pagadas de mi agujereado bolsillo, que en el domicilio paterno, donde, por lógica, habían sido mis progenitores quienes habían aflojado la mosca. Pero reducir la sensación hogareña a una cuestión de almacenaje materialista era ridícula. Aún había más cosas mías en el trastero y eso no lo convertía en mi hogar.
Vi el televisor apagado. Pensé si poseer el poder del mando a distancia sería la piedra de toque de la sensación hogareña. Tendría que preguntárselo a mi chica más tarde. Sentía que estaba cerca. Describamos esa maldita sensación. Seguridad, familiaridad, calidez, intimidad… Eh, ahí sí que tenía algo. Porque intimidad en la casa paterna, la justa y necesaria, y en la vivienda de uno te puedes dar el gustazo de andar en pelotas por el salón o probar eso del centrifugado erótico-festivo. Pero, de nuevo, al considerar la situación de mi amigo, que se iba al pueblo sin su novia, me resistía a reducirlo todo a un argumento hedonista.
Fue entonces cuando, ya en el dormitorio, me senté en la cama para descalzarme y tuve una iluminación. Ahí estaba la respuesta. Me tumbe y lo vi claro como el día. La cama. La cama es ese lugar donde pasas un tercio de tu vida, donde puedes llegar a hacer de todo, y además dormir, al que acudes cuando estás enfermo, cansado, o con ganas de juerga. Todos sabemos el mal que puede hacernos una mala cama, y no digamos ya el bien de una buena. Mi amigo dormía en una cama que no era de su agrado y por eso regresaba al pueblo, para tumbarse en su cama. Y de “su” cama, la de toda la vida, la que conocía hasta el último muelle, por extensión hacía de aquel piso “su” casa.
Y así, reconfortado, me eché la siesta tan a gusto.
Más tarde, contemplé la posibilidad de que el váter también podía tener algo que ver en esta cuestión, pero esa es otra historia.

jueves, 4 de abril de 2013

200: La aventura del Borges sherlockiano inédito (y falso)

Esta entrada tiene miga, así que me permitiréis, amigos, que prolongue unas líneas su ya de por sí abultada extensión con unas cuantas líneas más. Hay que explicar qué es esto, de dónde sale y por qué ahora. Pues bien, se trata de un cuento sherlockiano inédito de Borges, una ficción de las que le gustaban al Maestro, que escribí en 2006, entonces XX aniversario de la muerte de Borges, para mi fanzine Barcacola. Después de eso, perdí el texto y perdí el fanzine y nunca más lo volví a encontrar. Hasta hace unos días que, mirando en una carpeta del disco duro, hallé el pdf de aquel fanzine (entitulado Con buena polla bien se Borges) y he recuperado aquellos burdos textos, donde sobresale este, para que lo leais ahora, en la que es la entrada 200 de este humilde blog.

 * * *
Introducción: Elemental, Mr. Borges: la aventura del pastiche perdido
Jaime Gil-Bouza
 
Conocí al profesor Mauro Gusenberg hace siete años. Ambos habíamos sido invitados por la Feria del Libro de Amsterdam para participar en un ciclo de conferencias, que se ofrecían entonces por el centenario de Jorge L. Borges. Fue en una mesa redonda en la que íbamos a tratar la conexión entre el maestro argentino y la literatura policíaca donde coincidí con este gran filólogo e investigador, catedrático de Lenguas Hispanas en la Universidad Presbiteriana de Los Angeles. He de confesar que Gusenberg y yo monopolizamos el uso de la palabra, convirtiendo la reunión en un debate a dos; sin embargo, nadie protestó, supongo que porque el público asistente y el resto de miembros de la mesa permanecían absortos en el meollo de nuestra discusión. Agotado el tiempo del evento, el profesor y yo nos reunimos en la cafetería, donde proseguimos la charla rodeados por cierto número de discretos espectadores. No fue hasta el final de la noche cuando Gusenberg me hizo partícipe de la confidencia que ha terminado por desembocar en el descubrimiento que se ofrece a continuación.
Para cualquier mínimo conocedor de la obra del maestro, es evidente que Jorge Luis Borges dedicó gran parte de su tiempo y de sus obras al género policial, desde la escritura de reseñas y críticas para El Hogar, a la publicación de este tipo de narrativa a través de la publicación Séptimo Círculo, codirigida con Bioy Casares entre 1945 y 1955. Y por supuesto, con sus propias aportaciones al género como El jardín de senderos que se bifurcan (1941), Honorio Bustos Domecq y sus Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) creado junto a Bioy Casares, y Benito Suárez Lynch y su Un modelo para la muerte (1946). Cita Pablo A.J. Brescia, amigo y colaborador de Gusenberg, en su ensayo Borges, el policial y la teoría del cuento (2003) la respuesta que los creadores de Isidro Parodi dieron en 1961 a la eterna pregunta de qué es el género policial: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde, solamente porque le falta el prestigio del tedio. Paradójicamente, sus detractores más implacables suelen ser aquellas personas que más se deleitan en su lectura. Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio.”
Brescia centra la atención de su estudio en Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, quizá a sugerencia de Gusenberg, pues ya veremos que es este y no otro el relato del que parte toda la historia. Resulta paradójico que sea este cuento, casi maldito y desconocido por la mayoría, paradigma de la narrativa borgiana policial, pero resulta aún más increíble si conocemos lo que me refirió quedamente el profesor Guserberg aquella fría noche holandesa, según el cual existía una pretérita versión del relato, un pastiche de juventud donde uno de los protagonistas era nada menos que Sherlock Holmes. Puede imaginarse mi ansiedad ante semejante noticia. Los avatares que se han venido sucediendo a lo largo de más de un lustro de investigaciones, necesarios no sólo para localizar y obtener el manuscrito, si no para su autentificación, han sido largos y difíciles —como se podrá ver, junto al exhaustivo estudio que esta obra merece, en el libro que el profesor y yo preparamos para el próximo año—, pero creemos que ha merecido la pena.


La aventura del primo asesinado
(de los archivos de John Dunraven, Poeta)
Transcribo este relato a partir de las excitadas notas que tomé en su día, y aunque he de admitir que los volubles hados favorecen más mi mano cuando lo que escribo se compone de métrica y ritmo, no ha de pensarse que lo aquí expuesto carezca de calidad, y mucho menos, que sea una falsedad. Dos son los inconvenientes que hasta el día de hoy me habían impedido plasmar como merecían los trágicos hechos acaecidos en Londres hace seis años. El primero, mantener en el anonimato el buen nombre de los implicados. El segundo, es el doctor, y ahora escritor, John H. Watson. El doctor Watson, a través de su agente, el célebre escritor Conan Doyle, ha editado a lo largo de los últimos años algunas de sus correrías junto al lamentablemente finado detective Sherlock Holmes en The Strand Magazine, y de alguna manera ha creído imprescindible erigirse en su único biógrafo oficial, amenazando y descalificando a quien, como es mi caso, también tuviera ocasión de conocer al gran investigador y pretenda poner aquellas experiencias negro sobre blanco.
Sin pretender entrar en más disputas legales con estos dos señores, me considero perfectamente legitimado a plasmar ahora, a mi antojo, pero sin faltar a la verdad, los trágicos sucesos de agosto de 1887. Por aquel entonces, el doctor Watson llevaba apenas unos meses casado y Holmes proseguía con su actividad indagadora, las más de las veces en solitario. Acababa de culminar con éxito la titulada como “La Aventura del Hombre del Labio Retorcido”, y a punto de implicarse en los funestos sucesos descritos en “Las Cinco Semillas de Naranja”. Por aquel entonces andaba yo ocupado en la construcción de una forma poética proporcional al soneto shakespeariano, pero empleando únicamente fonemas. Mi vida era un tanto bohemia y disoluta, no me avergüenza decirlo; derrochaba gustoso, y aún hoy lo hago, el fruto de mis heredadas rentas en los vicios y caprichos más absurdos. El nombre de Sherlock Holmes y sus extraordinarias habilidades sonaba en los círculos más insospechados que frecuentaba. Tanto las gentes de buen yantar, como los desdentados borrachos del East End, referían extravagantes historias sobre un sujeto alto y desgarbado cuya inteligencia superaba a la del mismo diablo. Yo, que me preciaba de conocer a todo personaje interesante de la City, no pude menos que visitar el 221B de Baker Street y presentarme ante él. Cinco días me costó ser recibido. En mis frustradas idas y venidas al domicilio, apenas pude entresacar algo de información a Mrs Hudson sobre su inquilino, pero bastó para decidirme a plantarme ante la puerta durante el tiempo que hiciera falta. Fuera por aburrimiento, o por el ánimo de poner fin a mi asedio, al cabo de una hora recibí de un chiquillo harapiento el recado de Holmes, que a la postre me recibiría el viernes a la hora del té.
Vestido para la ocasión, y con un pequeño libreto de mis poemas más aclamados bajo el brazo a modo de presente, me adentré puntualmente en el apartamento del detective, el día y la hora designada. Y si el doctor Watson ha demostrado no tener una prosa muy pulida, hay que otorgarle el buen ojo clínico para las descripciones, pues no vi nada en el salón que no haya sido bien descrito por el viejo médico. Al punto que, dentro de lo que parecía un sistematizado desorden, si tal término puede aplicarse, se hallaban allí los artilugios científicos, el violín, los gruesos volúmenes de las más diversas ciencias en multitud de idiomas, un revólver, y un legajo de cartas bajo una navaja clavada en el estante de la chimenea. Todo ello envuelto en un indescriptible olor, mezcla de tabaco de pipa y de algún apestoso experimento químico. Holmes estaba de espaldas a mí. Miraba por la ventana con fijeza y apenas me gruñó un saludo. Cuando se hartó de observar, se giró y clavó en mí sus penetrantes ojos grises. La mirada logró arrancarme un fuerte escalofrío. Sin decir una palabra, me indicó que tomase asiento en el sillón.
—Mr Dunraven —me dijo. Tuve la sensación de que estaba irritado—. No tengo mucho tiempo para tonterías cortesanas… He decidido concederle cinco minutos, tras lo cual, espero que se marche de aquí y no vuelva a importunarme.
Yo estaba como hipnotizado. Era como estar frente a un halcón transubstanciado en hombre. Su dureza policial me intimidaba y me fascinaba a la vez. Un personaje digno de llevar a mi club.
—¿Sabe usted algo de poesía? —me atreví a decir, sin pensar en lo que hacía. Del mismo modo, le tendí mi librito, que ni siquiera miró.
—La aborrezco. Los poetas no son más que escribanos sin capacidad para hilar una frase con otra, de ahí que sus párrafos se corten antes de llegar al margen de la página y traten de llenar el vacío de sus argumentos con temas supuestamente “universales” como el amor o la muerte.
—¡Bravo! —exclamé, al tiempo que procuraba memorizar toda la parrafada. Holmes se sonrió y se sentó en su butaca—. Hace tiempo que intento convencer a mis colegas de que la poesía, tal y como la conocemos, ha muerto. Yo trabajo en…
Ocurrió entonces que unos golpecitos leves nos interrumpieron. Mrs Hudson hizo acto de presencia con la tarjeta de un caballero que, según informó, aguardaba abajo con gran impaciencia. Holmes se incorporó de un salto, leyó el nombre del recién llegado y le indicó a la ama de llaves que le hiciera subir. Luego se dirigió a mí y me dijo que era mi día de suerte. A continuación, tomó una pipa y se recostó en el sillón con aire distraído. De repente, Holmes pareció llevar ahí acomodado toda la tarde, disfrutando de su tabaco y mi conversación.
El caballero se presentó como Edward Ticklingdale. Era un individuo fornido, trajeado con elegancia aunque algo desconjuntado, y estaba visiblemente nervioso. Aquel hombre tenía miedo y su organismo respondía ante la amenaza con una permanente tensión en su rostro y en sus formas. Holmes apenas le dedicó un vistazo, pero yo intuía que a los detectivescos ojos le habían sobrado segundos para hacer un análisis completo de la inoportuna visita. Casi sin pausa, enlazó su presentación con la exposición del problema que le había traído hasta allí. Venía por recomendación de Sir … y enseguida refirió los hechos. Este Ticklingdale acababa de llegar a Inglaterra proveniente de África Oriental donde había hecho una aceptable fortuna en sociedad con un medio primo suyo llamado Douglas Pemberton. Debido a una incipiente rebelión de las tribus locales en la zona donde operaban, los dos parientes decidieron disolver la sociedad y emprender el regreso a la civilización, pero cuando llegó el momento del reparto de capital, no hubo acuerdo y se enzarzaron en un temible conflicto. Finalmente, las autoridades de la Compañía Imperial Británica decretaron que todo lo obtenido pertenecía legalmente a Ticklingdale. Pemberton rechazó el veredicto, juró vengarse y desapareció. Desde ese instante, Mr Ticklingdale no había podido dormir tranquilo; se había embarcado rumbo a Europa siempre bajo la velada sombra de su primo, al que consideraba una criatura feroz e implacable, y hasta dotado de poderes “mágicos” obtenidos a través del trato con los hechiceros africanos. Así, su exabrupto de venganza había sido más una maldición, pues literalmente Pemberton había jurado que “ni la Muerte podría detener su mano”. La simple mención de una intervención extranatural incomodó a Holmes, que hizo un ademán de desprecio. A mí, en cambio, el detalle me pareció sobrecogedoramente atrayente, pues siempre he pensado que la magia forma parte del lado oscuro de la vida.
El último encuentro entre los ex socios había sido apenas unos días atrás. De alguna manera, Pemberton, que le había seguido los pasos, logró alcanzarle en una de las etapas del viaje. Pemberton lo emboscó en el muelle con las peores intenciones. Hubo una disputa, seguida de una pelea, que se saldó con un disparo por parte de Ticklingdale y la caída al mar del asaltante. Después de la infructuosa búsqueda de su cuerpo, Pemberton fue dado oficialmente por desaparecido, y considerado muerto. Pero Ticklingdale ignoraba si había llegado a herirle de veras, y no se fiaba y aún temía por su vida. La amenaza del primo pesaba como una losa de mármol sobre él, por ello, para defenderse de una nueva agresión había arrendado Gillingham Manor considerada, más que una mansión, una pequeña fortaleza ubicada a las afueras de Londres, en la propiedad del eterno insolvente Sir …, con un criado y un feroz perro guardián. Holmes quiso tranquilizarle. Si su primo había muerto en el puerto, no había nada que temer. Si había logrado sobrevivir, la policía acabaría por detenerlo. El detective debía conocer la casa Gillingham, porque aseguró que el lugar tenía merecida fama de inexpugnable; estaba seguro de que resistiría la entrada tanto de un hombre como de una banda numerosa de bandidos. Dio algunas instrucciones de seguridad a Ticklingdale y le ratificó por enésima vez que sus servicios no podrían ir más allá de indagar en el paradero, vivo o muerto, de Douglas Pemberton. Sin más dilación, Holmes lo despidió. Yo me percaté, cuando vi salir a Mr Ticklingdale, de que este no se había sentado en ningún momento, y que toda la escena había durado apenas unos minutos. Ciertamente, la vida de detective era lo más excitante que había visto nunca. Holmes me rogó que le disculpara y se levantó para vestirse de calle. Fue la primera vez que Holmes me habló con educación. Me fui de allí con la impresión de que había sido partícipe en la génesis de un caso de investigación criminal que habría de ser legendario.
A los dos días, recibí un mensaje del mismísimo Sherlock Holmes donde se me convocaba en la estación del norte en una hora. Por suerte, no hay cochero en Londres que no fuerce el galope de sus pencos por una guinea. Encontré a Holmes a pie de andén, listo para tomar el tren de las 18:27 cuya primera parada era, según supe más tarde, el condado de …, lugar donde se alza Gillingham Manor. Evidentemente, tenía muchas preguntas que hacerle a Holmes, pero él se adelantó a darme las respuestas en cuanto nos acomodamos en nuestro departamento.
—Mr Dunraven —me dijo, en tanto rebuscaba en sus bolsillos algo con lo que encenderse la pipa. Le pasé mis cerillas—, he decidido que me acompañe en esta pequeña aventura, más que nada porque fue usted testigo de su inicio el pasado viernes…
—Así que vamos a ver a Mr Tickingdale.
—Es más apropiado decir que vamos a contemplar lo que queda de él.
—¿Cómo? —exclamé, sorprendido—. ¿Tickingdale ha muerto?
—Él, el criado y el perro. Todos asesinados dentro de Gillingham Manor. Sir … me ha enviado un mensaje comunicándomelo. Debido a los especiales componentes del caso, tanto Sir …, como la policía local han pedido mi colaboración.
—Pobre Tickingdale. Al final le atrapó la maldición de su primo.
—Ya veremos, ya veremos.
Durante el resto del breve trayecto, Holmes permaneció sumido en un tenso mutismo, ensimismado con sus pensamientos. De tanto en cuando, le vi musitar la palabra “criado”. Tampoco se inmutó cuando le pedí mis cerillas, así que tuve que buscar a alguien que pudiera darme fuego. En la estación de … nos esperaba Sir … con un coche de caballos. Recordaba al buen caballero, y él a mí; ambos frecuentábamos más ambientes insanos que los propios de nuestra cuna, con la salvedad de que las rentas de Sir … menguaban más aprisa de lo que podían regenerarse, amén de la perdición de las apuestas, a las que tan aficionado era, y que habían motivado, creo, que llegase a conocer a Holmes. Sir … nos puso al corriente de los detalles a bordo del coche que nos conducía a la supuesta fortaleza.
Había sido el propio Sir … el que había dado aviso a la policía, pues había acudido a primera hora al domicilio de Tickingdale para recibir una parte en metálico del arrendamiento de la casa, tal y como habían establecido días atrás. También tenía curiosidad por saber cómo se había desarrollado la entrevista con Holmes. Sir … llegó a la casa y lo primero que le llamó la atención fue no oír los ladridos del perro, una enorme bestia que él mismo había traído desde su cottage. Esperó casi una hora, momento que aprovechó para caminar alrededor de la mansión sin ver nada extraño. Llamó una última vez y se decidió a entrar con su propia llave, acuciado por una necesidad fisiológica. Entonces, en el vestíbulo, descubrió el cadáver del perro. Al pie de la escalera tropezó con el cuerpo sin vida del criado, y ya en la biblioteca, halló al pobre Ticklingdale tendido boca arriba y con el rostro completamente desfigurado. Horrorizado, Sir … salió de allí directo al cuartel de la policía, desde donde había escrito el mensaje. Los agentes de la ley habían retirado los cadáveres del animal y del sirviente, pero Ticklingdale seguía bajo una sábana, a la espera de que compareciera algún inspector de Scotland Yard, o Sherlock Holmes, pues ninguno se explicaba cómo había podido el asesino entrar y salir de la inexpugnable Gillingham Manor sin dejar huellas de su paso. Sir …, por descontado, estaba fuera de toda sospecha.
—Un crimen no ya de habitación cerrada —musitó Holmes—, si no de una casa entera.
Por supuesto, Sir …, que conocía la historia de Ticklindale, había puesto a la policía sobre la pista de Douglas Pemberton, el primo muerto. Tanto él como yo coincidíamos en que la causa de su muerte había sido la mano del ex socio; “viva o muerta” dije, rememorando la maldición que nos contase el interfecto. Holmes me observó con firmeza, pero no llegó a replicarme, si bien saltaba a la vista que era incapaz de considerar en serio la intervención sobrenatural.
Mi primera impresión de Gillingham Manor fue la de que estaba ante una construcción hecha para resistir el embate del tiempo siglos y siglos. Se asemejaba más a una iglesia románica que a una casa de campo. Gris y frugal como una gran muralla de piedra que hubiera sido excavada para acoger a sus habitantes. Las ventanas apenas eran ojivas, la puerta delantera era de una pesadez sobrehumana. Sin adornos, sin fisuras. Un bloque compacto inconcebible como vivienda, y sí como prisión. Holmes se mostró tan impresionado o más que yo. Antes que nada, examinó el exterior de la casa, los jardines y el resto de dependencias anexas, aunque Ticklingdale no había tenido tiempo siquiera de pisarlas. Tanto fuera, como más tarde, en la propia mansión, fui testigo de la meticulosidad con la que Holmes examinaba cada elemento en derredor. El punto donde fue encontrado el perro. La disposición del cadáver del criado. Y Ticklingdale. Le dedicó una hora al buen hombre. Yo no resistí ni cinco minutos la contemplación de aquellas facciones borradas a fuerza de golpes. Una cara convertida en una sanguinolenta masa amorfa. Creo que hasta Holmes tuvo dificultades para reconstruir mentalmente el rostro del sujeto que le había pedido ayuda hacía cuarenta y ocho horas. Cuando el detective consideró que ya había visto suficiente, apareció el inspector Dearnley, de Londres, quien pronto se hizo eco de la opinión generalizada: Douglas Pemberton, fantasma o no, era el principal sospechoso. Si bien nadie lograba explicar cómo lo había hecho.
Me resultó imposible mantenerme callado en el viaje de vuelta a bordo del tren. Sin dudarlo, había elegido la versión más escabrosa e imposible de los hechos, esto es, que el primo había consumado su venganza después de muerto y había entrado en la mansión de manera incorpórea. Fue ahí cuando consideré seriamente anotar todos los pormenores del caso para, a posteriori, elaborar un sobrecogedor relato a la manera de Mary Shelley. Esta ocasión, Holmes me sonrió, como asintiendo, y he de decir que ese ademán me llenó de pavor por un instante.
—¿Sabe una cosa, Mr Dunraven? En cierta manera, tiene usted razón…
—¿En qué sentido, Mr Holmes? ¿Acaso la lógica detectivesca puede considerar la existencia de espíritus vengadores y maldiciones?
—La pregunta que debería hacerse es por qué su “espectro” mató al perro y al criado a golpes.
Dicho lo cual, los dos tuvimos la boca cerrada hasta llegar a la estación. Antes de despedirnos, le rogué a Holmes que me avisara cuando creyera que el caso estaría resuelto. Sherlock Holmes, para mi sorpresa, me lo prometió. El sol no llegó a ponerse dos veces seguidas cuando recibí la tercera y última citación del detective, de nuevo en su despacho de Baker Street. Lo encontré de ánimo alicaído, cosa que achaqué a la posible frustración de haber topado con un caso de solución imposible. Qué poco conocía a Holmes, pues se trataba de todo lo contrario. Había resuelto el enigma, y por tanto, desvelado el misterio, por lo que este había perdido todo el interés. Yo también me sentí invadido por la melancolía, pues tuve el pálpito de que no habría más reuniones con Holmes después de esta —hecho confirmado por desgracia tras lo ocurrido en las cataratas de Reichenbach—. Así que, envueltos en un ambiente de despedida y humo azulado, Sherlock Holmes comenzó a exponer el desenlace del problema del asesinato de Edward Ticklingdale con estas palabras:
—El primo está muerto.
—¿Está muerto, ahora, o lo estaba ya antes, cuando cayó al mar?
—Mr Dunraven, olvídese ya de ese asunto del fantasma o lo echaré a patadas —refunfuñó—. Lo primero que ha de saber es que nadie que usase el nombre de Douglas Pemberton ha llegado a Inglaterra en la última semana. Lo he comprobado y supongo que lo estará haciendo ahora la policía.
—Pudo emplear otro…
—De hecho, fue así. Pero no se adelante. Los hechos previos están claros. Un primo persigue al otro desde Kenia hasta las afueras de Londres. Uno siempre va por delante, excepto en aquel puerto donde supuestamente se enzarzaron a golpes y a tiros y en donde, por descontado, ninguno murió. El que llega primero alquila la famosa “casa más inexpugnable del Reino Unido”, y se encierra con un criado y un perro. Sale sólo para hacerme una visita. Dos días después de esta, se encuentran muertos al perro guardián, al criado y al dueño de la casa. Todo indica que ha sido el segundo primo, del que desconocemos hasta la descripción, y se nos presenta el problema de descubrir cómo entró y salió de la dichosa casa. Yo se lo diré: por la puerta principal. Igual que usted y yo.
—¡Imposible! —exclamé.
—Es la única posibilidad, y por lo tanto, es la verdad. El dueño de la casa le dejó entrar…
—¿Con qué objeto haría Ticklingdale tal cosa, si temía a ese hombre más que a nada en el mundo? ¿Qué sentido tendría esconderse en Gillingham si luego le permite pasar? ¿Por qué iba entonces a matar al criado?
—Eliminó al criado porque había presenciado su entrada, y para darle ese toque fantasmagórico al crimen que tanta gracia le hacía a usted. Se fue a Gillinghan, no para protegerse, sino para tenderle una trampa a su primo, y le abrió la puerta para que el incauto cayese en ella y poder matarlo más cómodamente.
—Pero…
—No se impaciente, hombre. Decía que un primo dejó pasar al otro, lo mató y se deshizo de los testigos. Ahora bien, ¿cuál de los dos es el asesino y cuál la víctima? Es casi imposible determinarlo, pues el cadáver estaba intencionadamente irreconocible. Me mira usted con extrañeza, pero déjeme que le diga ahora el nombre con el que el segundo primo aparecía en el pasaje del barco que lo trajo hasta aquí: Edward Ticklingdale. Y aquí es donde surge el dilema: ¿era este un nombre falso o era el auténtico? O lo que es lo mismo, ¿a quién conocimos nosotros, a Ticklingdale o a un falso Ticklingdale? Sospecho que fue lo segundo, aunque no habrá manera de saberlo hasta que se atrape al asesino de Gillingham Manor, y de eso, se ocupará el inspector Dearnley. Lo que es incuestionable es que, como usted decía en el coche, uno de los primos está muerto. Corresponde a otros establecer su identidad.
Contemplé atónito a Holmes. Estaba convencido de que tenía resuelta hasta esa cuestión, pero que la falta de pruebas le hacía callar. La reunión, después de aquello, se prolongó poco más. En un momento dado, el detective dejó de hablarme para coger su violín. Después de oírle tocar magistralmente una solemne pieza, abandoné el apartamento para siempre.


El presente pastiche fue oficialmente presentado en la XIV Convención de las Letras Hispánicas celebrado en octubre de 2006, año del vigésimo aniversario del fallecimiento de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) por sus descubridores, el profesor Mauro Gusenberg y nuestro colaborador Jaime Gil-Bouza, y ahora nosotros se lo ofrecemos en exclusiva al gran público.




Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...