jueves, 31 de enero de 2013

Enid Blyton: Sexo, mentiras y cerveza de jengibre

Si eres una persona adulta, racional, y no inglesa, es fácil suponer que la Blyton no esté realmente entre tus escritores favoritos. Estoy seguro de que, de crío, como yo, leíste sus novelas de Los cinco, Los siete secretos, o tantos otros. Los leíste en su día, y hasta seguro que tienes uno o dos ejemplares rondando por tu dormitorio de casa de tus padres, y claro, les guardas cierto cariño porque son un pedazo de tu infancia, pero lo cierto es que hace al menos dos décadas que no le has echado un ojo a nada de esta buena mujer y de sus niños aventureros.
Por el contrario, hay otros individuos que, no sólo son devotos lectores de Blyton, sino que han traspasado la frontera de la mesura y ejercen, en páginas y foros de internet, de fanáticos de esta señora, en el peor sentido de la palabra, defensores y salvaguardas de su memoria.
Resulta escalofriante las cosas que he llegado a leer en algunos foros, españoles y anglófonos, mientras me documentaba para este humilde texto. Ríete tú de esos integristas que queman banderas o discos, esta gente está más emparentada con los que lapidan a niñas violadas de lo que podrían admitir. Ese afán por depurar la memoria de la Blyton hasta hacerla parecer una santa no hace más que resaltar el lado llamémosle menos prístino de la escritora.
Esta dualidad viene alimentada, sobre todo, por sus dos hijas. Mientras para una, Gillean Mary, su madre era una buenísima persona, una santa, una mujer dedicada a los niños y a sus libros, para la otra, Imogen Mary, su madre era una perra del infierno, una auténtica hijaputa.
Como siempre, es de imaginar que la verdad estará en el término medio.
Enid Blyton (1897-1968) nació en un piso encima de una tienda en East Dulwich, al sur de Londres. Cuando murió a la edad de 71 años, afectada de Alzheimer, era la autora de libros infantiles y juveniles más prolífica y leída del mundo entero de todos los tiempos.
Entre la publicación de su primer texto, un poema, con 26 años, y su muerte, Blyton publicó más de 600 novelas, poemas, obras de teatro y cuentos cortos.
Como suelen decir los amigos del psicoanálisis, todo comenzó en la infancia. El primer golpe de remo que le da la vida a Blyton es la marcha de su adorado padre, cuando ella tenía 12 años. El señor Blyton se fue a por tabaco y no volvió nunca, dejando mujer y tres hijos a su suerte. En lugar de guardarle rencor, Enid, hasta el día de su muerte, habló de su padre como la persona más maravillosa que había conocido. Por el contrario, focalizó toda la culpa en su madre y en sus hermanos, así que en cuanto cumplió los 17, se largó para no volver a verlos nunca más.
La joven Enid decía a todo el mundo que era huérfana, y que su madre —neurótica e irritable, por lo visto— había muerto, cuando en realidad esta no falleció hasta veinte años después. La noticia del deceso le llegó a través de uno de sus hermanos, Hanly, al que vio cuando este le entrego la invitación al funeral —al que no asistió—, y luego nunca más.
En 1924, se casó con Hugh Pollock, colaborador de Churchill, veterano de la Gran Guerra y editor, y en 1929 nació su primera hija, Gillian, seguida por otra niña en 1931, Imogen. Enid tuvo que recibir tratamiento de hormonas y cirugía para poder quedarse embarazada, porque se le había diagnosticado un útero inmaduro. Después se mudaron a Green Hedges, un cottage que se convirtió en el centro neurálgico de la vida y la obra de Enid Blyton. Prácticamente después de casarse fue cuando su carrera comenzó a despegar en serio. Publicado en 1929, The Secret Island fue su primer libro largo para niños.
El matrimonio con Pollock, de quien sólo tomó el apellido para firmar algunos libros como «Mary Pollock», duró 19 años. Y fue una pesadilla. Así, mientras la carrera de Enid despegaba, parece ser que Hugh se dedicaba a beber. Algo tenía que ver en todo este asunto la niñera, de la que hablaremos más adelante. El caso es que el señor Pollock, ninguneado por su mujer hasta el punto de verse reflejado en alguno de los personajes malvados que aparecían en los libros infantiles, decidió imitar a su suegro y largarse al estanco para no volver. Lo que ocurrió después es que Hugh encontró el amor, se volvió a casar, y Blyton le prohibió ver a sus hijas para siempre.
En 2002, Ida Crowe (Ida Pollock), la segunda mujer de Pollock, anuncia que va a publicar sus memorias, donde deja a las claras el odio que le profesaba a la escritora, a la que describe como una adúltera vengativa, intrigante que se dedicó a destruir su ex marido. Crowe, también escritora de éxito, utilizó sus memorias para romper una lanza a favor de su marido, y dejar entrever que la amiga de los niños era una mala persona. Muy mala. Crowe dice que durante su primer matrimonio, Blyton tuvo una serie de aventuras, incluyendo una relación homosexual con su niñera, a las que Pollock tuvo que hacer la vista gorda por aquello de evitar escándalos. Según Crowe, Pollock, que sirvió con distinción en dos guerras mundiales (ganó una medalla con los Royal Scots Fusiliers en 1919), se largó de casa, pero solo fue cuando se casó con ella —Crowe era 29 años más joven que él, por cierto—, que Blyton decidió joderle en serio la vida. Fue entonces cuando le impidió ver a Gillian e Imogen, e hizo todo lo que estuvo en su mano para evitar que el mundo editorial le diese trabajo. Así las cosas, Pollock fue a la bancarrota en 1950, se hundió en la depresión y en el alcohol, al que el matrimonio Pollock-Blyton ya había sido bastante aficionadillo. Pollock pasó los últimos años de su vida con Crowe en Malta, donde murió en 1971, a los 83 años. Pollock nunca denunció ni condenó públicamente a su exmujer.
Crowe y Pollock se hicieron amigos en 1939, estando el editor todavía casado. Ella tenía 21 años, él 50. Crowe fue a verle con su primer manuscrito (ahora tiene más de 200 novelas publicadas) y se quedó prendada de Pollock. Pollock comenzó a rondarla un año después. La contrató como secretaria en su trabajo para la Guardia Nacional. Poco después de que un ataque aéreo casi se la cargue, Pollock fue a ver Blyton y le pidió el divorcio. A pesar de que, según Crowe, la madre de Los Cinco era algo ligera de bragas, e incluso afirma que Pollock una vez la encontró encerrada en el baño con otra mujer, y ambas se negaron a salir, Pollock hizo, lo que se suele llamar, el gilipollas y aceptó quedar como el culpable del divorcio a cambio de una separación amistosa y el acceso a sus hijas.
Sobre las sugerencias del lesbianismo de Blyton, aunque no se puede afirmar ni desmentir nada, lo cierto es que durante un tiempo la autora mantuvo una relación muy estrecha con su niñera, Dorothy Richards, pero es imposible determinar hasta qué punto llegaron.
El divorcio llega en octubre de 1943. Pollock y Crowe se casan días después y se queda sin ver a sus hijas nunca más.
Por su parte, Blyton, que había publicado la primera historia de Los Cinco en 1942, volvió a casarse poco después con Kenneth Darrell Waters, un cirujano que, por lo visto, también había sido su amante. Ida Crowe, que en el momento de escribir este artículo tiene 104 años, logró editar sus memorias —tituladas Starlight— en 2009, después de hacer cambalaches con los herederos de Blyton, que andaban acojonados con lo que esta buena señora fuera a contar. Ella y Rosemary, su hija con Pollock, mantuvieron contacto con las hijas Blyton para evitar problemas. Dado que la hija mayor de Enid, Gillian Baverstock, falleció en 2007, parece evidente hubo que esperar a que el tiempo allanara el camino para dar a conocer esta parte de la historia, episodios como la hipotética relación lésbica de la autora, o las supuestas simpatías pro Hitler de Blyton en los años 30.
Y entramos aquí en el espinoso terreno de las hijas: Gillian y Imogen. Repetimos aquí el viejo clásico de las hermanas enfrentadas por culpa de una madre, un legado, una reputación familiar.
Blyton usó su vida familiar aparentemente ideal para promover sus escritos. En las entrevistas hablaba siempre de cómo le gustaba trabajar en casa porque podía pasar tiempo con sus hijas. Escribía en el jardín, en su máquina de escribir —dónde solo usaba los dedos índices, dicen—, mientras las niñas jugaban en el patio. Escribió cuentos protagonizados por su gato y su perro, con los miembros de la familia como actores secundarios. Su casa, Green Hedges, se convirtió en lugar de peregrinación para los fans. Todo era paz y felicidad en aquel reino de dulces y gominolas.
Gillian tiene felices recuerdos de aquellos días, de una madre que siempre se las arreglaba para tener tiempo para ella y un padre bondadoso. Contaba con orgullo lo trabajadora, dedicada e imaginativa que era Enid, que les contaba cuentos a sus hijas antes de dormir, de que tenía un don para empatizar con los niños...
Imogen recuerda a su madre como una persona distante y fría, y a su padrastro como un tipo ausente y tibio. Arrogante, insegura y sin una pizca de instinto maternal, son adjetivos que ha empleado para describirla, también que su acercamiento a la vida era infantil, y podía ser rencorosa, como un adolescente.
La escena más repetida y clarificadora de lo que era la relación de Enid Blyton con sus hijas es fruto de las memorias de Imogen. Enid solía recibir en su casa a sus lectores, clubes de fans, etcétera, compuestos, como es lógico, de decenas de niños. En estas fiestas, la escritora les contaba una historia y les daba té con pastas. Sin embargo, sus propias hijas no estaban invitadas. Así, mientras la madre celebraba sus reuniones de promoción, las hijas estaban encerradas en el piso de arriba, atendidas por la niñera.
Las dos hermanas permanecieron enfrentadas durante décadas, a causa de su diferente visión de su madre. Gillian se ocupó de beatificarla, primero a través de un intento de biografía encargada directamente por su madre, pero que no llegó a producir. En cambio, Gillian se la encargó a Barbara Stoney, que produjo un verdadero best-seller en 1974, y que sentó las bases del mito. Cuando la hija mayor supo de las memorias de la segunda mujer de su padre, las rechazó de plano. No se creía nada. Imogen Smallwood, que sigue viva, y sin página en Wikipedia, por cierto, saldó en 1989 sus particulares cuentas con sus propias memorias A Childhood at Green Hedges, que fueron convertidas a imágenes en un biopic televisivo, Enid (2009), producido por la BBC y que no hemos visto por aquí. El papel de la escritora recayó en Helena Bonham Carter, que afirmaba sobre Blyton que «era alérgica a la realidad, dice, si había algo que no le gusta, entonces lo ignoraba o reescribía su vida». Para la actriz, «era el sueño de un psicoanalista».
Casada con Kenneth Darrell Waters, con quien se ve que jugaba al tenis en cueros vivos, entre otras perversioncillas, Blyton alcanza la felicidad, la estabilidad y una vida sexual satisfactoria. Quizá el amor sea esto. La pareja permaneció unida desde entonces y hasta el final. Enid Blyton murió meses después de quedarse viuda, alejada de sus hijas y víctima del Alzheimer.
Mucho antes de que saliera a la luz este presunto «lado oscuro» Enid ya conocía de sobra la polémica. Y la censura. Sin ir más lejos, la BBC, para quien Blyton, vendiera los libros de vendiera durante décadas, era un autora carente de la mínima calidad. La escritora estuvo vetada en la radio y la televisión pública británica, no sólo a la hora de promocionar sus obras, de hacer programas sobre sus personajes, sino también como personaje público y mujer de éxito. En una circular «estrictamente confidencial y urgente» de los años 50, el director de La hora de los niños, un afamado programa infantil de radio, reconocía que existía un veto. Otro ejemplo de censura institucional lo encontramos en la década de los 80, donde gran parte de su obra fue prohibida por la red de bibliotecas de Nottingham, por incorrección política. La difusión en los medios de comunicación de esta medida hizo que muchas otras bibliotecas siguieran el ejemplo.
Pero, vistos con ojos adultos, ¿realmente son tan malos los libros de Blyton?
Si la BBC pensaba que los libros de Blyton les faltaba clase, calidad, otros han visto en ellos racismo. En ciertas historias ridiculiza a los personajes no ingleses, y sobre todo con los negros. Por supuesto, también han sido tachados de sexistas, donde las niñas preparan la merienda y son secuestradas por los contrabandistas, y los chicos son los verdaderos héroes rescatadores. La única excepción a esta regla es Jorge, de Los Cinco, sobre la que volveremos dentro de un párrafo. Los críticos suelen señalar el vocabulario limitado de Blyton y su estilo inmaduro, así como la repetición de tramas, más que evidente en las series largas. También surgían las dudas de la autoría de su prolífica obra: había quien veía manos de negros a sueldo detrás de aquella magna producción que llegó a editar veinte libros por año. Muchos libros para una madre de familia, que no sabía mecanografía, y que además ocupaba la mitad de su tiempo en promociones.
Los cinco (The Famous Five, en inglés, 21 libros en total), por delante de sus primos pequeños Los Siete Secretos (15), y las novelas de internados Torres de Malory y Santa Clara, son los más famosos en España. Cuatro niños con un perro en un mundo sin apenas adultos, rodeados por naturaleza, túneles, contrabandistas y todo tipo de peligros de baja intensidad. En general, los críos que protagonizan los libros de Blyton son pre/adolescentes de clase media, cuyos padres tiene trabajos bien pagados pero que los hacen viajar mucho, por eso, o los dejan solos, a su aire, durante días, o los meten en internados. Unos chavales inocentones, que nunca piensan en tocarle el culo a las niñas, ni en su aspecto, ni en nada que los haga mínimamente equiparables a un zagal de hoy. Ignoro las cifras de ventas actuales de la obra de Blyton, pero no creo que tenga muchas oportunidades en esta segunda década del siglo XXI, salvo como curiosidad arqueológica de unos padres nostálgicos.
Pero si le decimos a un crío de ahora que piense en las aventuras misteriosas de un niño en un internado, nos nombrará de inmediato a Harry Potter. No es casualidad que todo lo dicho antes, más la magia y la fantasía, curiosamente el género de Blyton que menos se ha editado en español, y que sin embargo supera en calidad a lo anterior, formen las bases de la saga del niño-magofranquicia más famoso del mundo. Rowlings sí ha sabido llenar las carencias de Blyton, y puede que se haya aprovechado más de lo que reconoce del poso literario de su legado.
Lo cierto es que, leídos de adulto, los libros son reguleros tirando a malos. No extrañan nada las acusaciones anteriores, porque hay cosas que pasadas la pubertad no es que carezcan de sentido, es que adquiere otro totalmente distinto. Es el sonado caso de la ambigüedad sexual de Georgina (Jorgina, en español).
Los cinco son los hermanos Julián, Dick y Ana (Julian, Dick y Anne Bannard, en original), su prima Jorgina. Y Tim, el perro de Jorgina. Jorgina no quiere ser una chica, y sólo responde cuando le llaman Jorge (George). ¿Es Jorgina/Jorge una marimacho? Pues
depende de quien lo lea. Puede que sólo sea una muestra de rechazo a su papel de mujer florero, un esbozo rebelde ante la perspectiva de hacer de criada o víctima de los chicos. Jorge quiere aventuras, y no cuidar de la otra chica, que además es la más pequeña del grupo. No quiere hacer de madre, sino de padre. Señalar que Jorge tiene 12 años en la serie, y aunque en ningún momento Blyton nos hable de tetas o menstruaciones, es evidente que a la chavala tendría que empezar a notar que algo en su cuerpo estaba cambiando. Es una niña que quiere ser tratada como un niño, se comporta como tal, y continúa así incluso en su pubertad. ¿Lesbiana en ciernes? Ni idea, porque insisto en que la sexualidad brilla por su
ausencia en las novelas de Blyton. Al menos explícitamente, porque vistos con la mente sucia, las series de los internados de Torres de Malory y Santa Clara tienen un puntico pervertido obvio. Estamos hablando de internados femeninos llenos de chicas revoltosas, donde son mayormente castigadas con azotes en el culito. Pero ya digo, es más cuestión de apreciación personal, aunque, con la señora Blyton, nunca se sabe.


martes, 29 de enero de 2013

Valeriano, a los Oscar

Ni Hobbits, ni Djangos, ni leches. El estreno del 2013 no puede ser otro que este:


Los que no sois de Albacete quizás no entendais ni al personaje ni el delirio psicotrónico que supone este corto de inminente estreno, pero os aseguro que es el más sincero homenaje que alguien podría hacerle a Manuel Gago y su obra. El estreno mundial será el próximo 2 de febrero en la Filmoteca municipala las 18.30.
¡Aupa Valeriano!

domingo, 27 de enero de 2013

El Padrino Negro

En 1974, en pleno apogeo de la blaxplotation, llegaba a las carteleras norteamericanas The Black Godfather. Escrita y dirigida por John Evans (esta es su película más famosa, así que si no os suena de nada…), tiene como protagonistas a Rod Perry, Don Chastain, Diane Sommerfield y Jimmy Witherspoon.
Visto en perspectiva, es evidente que, en aquel entonces no había muchos escrúpulos a la hora de hacer versiones para negros de casi cualquier cosa, desde clásicos del terror, con títulos como Abby —un El Exorcista negro— (1974), Blackenstein (1973) y Dr. Black & Mr. Hyde (1975); westerns como Boss Nigger (1975); a lo kung-fu en Cleopatra Jones (1973), o Black Belt Jones (1974), y por supuesto, policiacos y justicieros, como Shaft (1971), Black Eye (1974) o Hitman (1972).
De entre todo este marasmo fílmico, las que llaman poderosamente la atención —por su bizarrismo— son las reinterpretaciones de los clásicos de la Universal en clave afro, no en vano Blacula (1972) es ya un clásico recurrente, con su secuela y todo, Scream Blacula Scream (1973). Pero, lo que a mí me llama la atención son aquellas que ofrecen su visión del mundo de crimen, las mafias, las drogas… Historias rodadas en un contexto más cercano al target de estas cintas, Harlem, el Bronx, thriller macarras salpimentados de gangsters y guerras de bandas, con más que ecos del tremendo éxito de la primera cinta de los Corleone de Coppola, estrenada en 1972. Así pues, El Padrino Negro —del mismo año que El Padrino II, por cierto— era inevitable.
Claro, cualquier parecido entre ambas películas es meramente simbólico. En esta, como casi en todas las blax, hay un héroe negro, macho, duro e implacable, un blanco malvado, y una tía buena y cachonda, afroamericana again. Hay violencia, drogas, pandillas y pandilleros, escenarios suburbiales y funky barato en la BSO. Por desgracia, el regulero resultado final la aleja mucho de grandes clásicos del género, como Black Caesar (1973).
Así que tenemos a Rod Perry, antaño estrella de fútbol americano transmutado en actor en esta su primera cinta, en el papel de JJ, un criminal de tres al cuarto que comienza a ascender en la familia hasta llegar a ser el Padrino Negro. Perry protagonizó después The Black Gestapo (1975), otra blaxplotation que no tiene desperdicio, y alcanzó cierta fama gracias a su papel en la serie Los hombres de Harrelson (sargento David Deacon Kay). Pues bien, JJ anda enfrascado en una guerra contra una banda rival, de blancos, por un tema de drogas. En concreto, al muchacho no le gusta que los blanquitos le vendan heroína a los niños de su barrio, así que decide cargárselos. A todos. Ahí tenemos por fin a alguien que piensa en la juventud, como una década después haría Mr T, sólo que en lugar de repartir juguetes y consejos paternos, JJ prefiere meterles a los chicos blancos de Tony Burton, el narcotraficante de rostro pálido, un tiro en las tripas.
JJ y su amigo Diablo —más Luca Brassi que Tom Haggen— también se las ven con la policía, corrupta, por supuesto, representada por el teniente Joe, en nómina de Fat Tony. Con el sensual nombre de Yvonne, aparece en la trama la moza, que es hija de Williams, protector de JJ y Padrino Negro vigente. El señor Williams no quiere jaleo con los blancos, y como sucede en estos casos, ve en esto de las drogas más una oportunidad de negocio —que para algo dirige un emporio criminal—, que un motivo de conflicto. Pero JJ, como Don Vito y el juez Garzón con los Calis, dice no a las drogas, que una cosa son el juego, el alcohol, las putas, la extorsión, y los asesinatos —véase, vicios humanos de los que habla hasta la Biblia—, y otra muy distinta, picarse la vena —«un negocio sucio», en palabras de Corleone— y permitir que los blancos conviertan a los chavales de pelo afro en yonquis de mierda. Claro, esta tensión interna acaba en ruptura y JJ decide plantar a Williams y montarse la vendetta por su cuenta.
Eso sí, a la hija se la calza, que una cosa no quita la otra. Pero lo hace con amor, casi contraviniendo los cánones del género. Si hasta hablan de boda y compromiso al día siguiente, como si esto fuera una Bullockxplotation...
Mientras tanto, la lucha entre bandas va subiendo de intensidad, aunque Tony el Blanco menosprecia a JJ y le resta importancia al acoso de los negratas a sus muchachos. Eso, con una remesa de material valorado en tres millones de dólares a punto de llegarle, no es muy inteligente, pero qué le vamos a hacer, los criminales blancos son así.
Un chivatazo pone sobre aviso a JJ del envío, así que lo intercepta y de paso se carga a unos cuantos sicarios random de la banda de Tony en una vergonzante escena echa con cuatro duros. Para echar más leña al fuego, JJ llama luego por teléfono a Tony para cachondearse de él, así que el otro decide, al fin, tomar cartas en el asunto.
Y no se le ocurre otra cosa que ver al Padrino Negro Williams. Entre Tony y el teniente corrupto no logran sacarle nada ni a hostias, así que el White Godfather se lo limpia, y de paso se carga también al bueno del teniente Joe, que estaba poniendo pegas a eso de matar negros por que sí. Al final, Tony secuestra a la Yvonne, que casualmente andaba por allí, para ver si la puede usar de cebo con JJ e intercambiarla por el cargamento de jaco, y supongo que, de paso, preguntarle qué opina del sexo interracial.
JJ, ahora ya Padrino Negro, negocia con Tony el rescate. La conversación es lo de menos porque, haciendo gala de una astucia solo comparable a la de los muchachos del CSI, los pandilleros de su banda graban la conversación y después, al reproducirla, reconocen unas campanadas que se oyen de fondo, con lo que pueden adivinar el paradero de Tony e Yvonne: un hospital abandonado cerca de una iglesia.
En lo que se compone del rescate menos sutil de la historia del cine, ambas bandas se enzarzan en un violento tiroteo en el solar, que acaba cuando Yvonne —en un gesto que, supongo, podría en pie de gusto a las feministas cinéfilas— agarra un cuchillo de carnicero, de esos que abundan en los hospitales abandonados, y se lo encaja a Tony entre las costillas. JJ la abraza, remata a Tony, no vaya a sobrevivir para una improbable secuela, y the end.
En resumidas cuentas, una película mala, de factura cutre y barata, solo para fans muy acérrimos, pero que deja a las claras el mensaje de quiénes son los malos, quiénes los menos malos, y que los buenos…, los buenos no existen.



La Gallina 2012

viernes, 25 de enero de 2013

Cincuenta sombras de Juan

Un fanzine del Retyo Fanzine 2012. Creo que está bastante claro por donde van los tiros. No sé si google me puteará o algo por poner esto aquí, así que aprovechad para leerlo.

* * * 


La serie CINCUENTA SOMBRAS DE JUAN cuenta historias de treintañeros y sus diversos encuentros sexuales desde un punto de vista masculino. Promulgando el romanticismo poco sutil, la serie promete ser un poco fuerte, algo sucia, pero también excitante, como el sexo mismo.

En ME LA FOLLÉ ENTERA (Volumen 1 de la serie), nuestro narrador cumple uno de los sueños más morbosos y menos confesados del mundo, follarse a un compañero de trabajo.
ADVERTENCIA: Este relato contiene escenas de sexo explícito y un vocabulario poco sutil pero real. Abstenerse mojigatos y feminazis.
* * *

Me la follé entera 
John Blackhorne 

No soy un tipo al que le gusten las cenas de empresa. Reunirte alrededor de un menú más caro que apetitoso con las mismas caras que estás harto de ver todos los días no es precisamente mi definición de pasarlo bien. Sobre todo, porque en cuanto caen las primeras botellas de vino, se caen las máscaras y se vislumbra a la persona real que hay detrás, que las más de las veces ni quieres ni necesitas conocer. La pérdida de compostura en pro de un acercamiento íntimo no deseado es una de las situaciones más embarazosas e incómodas que uno puede vivir.
Pero claro, si no va todo el mundo, los ausentes pasan a convertirse en seres invisibles. Porque después de la cena en cuestión, de pronto, y durante un par de semanas, flota un falso ambiente de colegueo entre los comensales que deja totalmente fuera de juego a los ausentes a la cena, transmutados —ahora y hasta que las aguas vuelvan a su cauce— en parias que no pueden meter baza en las conversaciones, chismes y bromas, que se originaron la noche de marras. Así que, salvo que seas un sociópata, acudes.
En estas cenas también se da el extraño, pero inevitable, juego de roles, en donde tus compañeros de trabajo interpretan espontánea y sistemáticamente una serie de determinados papeles. Está el Bebe sin sed, que está dispuesto a tomarse todo el alcohol del local aprovechando que se paga a medias. El Ninja, que desaparece en cuanto traen la cuenta. El Tragaldabas, que apura los platos, propios y ajenos, como si se fuera a acabar el mundo. El Catacaldos, que siempre pone pegas al vino y a la comida, pero no por ello deja de comer y beber. El Follador 3D, que mantiene la ilusión de emborrachar a una de las chicas para ver si se la tira, y nada. El Payaso, típico gracioso de clase que ha llegado a comercial, y que se pasa la cena haciéndose notar con sus bromas, chistes y gracietas, casi siempre a costa de los más callados. La Zorra Implacable, vestida para matar, que se deja querer un poco por la plebe antes de desaparecer en dirección a otra fiesta más de su nivel. La Blancanieves, una compañera en la que apenas habías reparado antes y que esa noche aparece guapa y radiante… En fin, da miedo seguir con la clasificación porque llega un momento en el que te planteas quién eres tú en este cuadro.
Entre la Blancanieves y la Zorra Implacable estaba Marta. Era adorable, con su melena pelirroja y sus ojazos verdes, su cuerpo de veinteañera, menudo y fibroso como de atleta, sus pechos firmes y un culo que, según con que pantalones y qué calzado, adquiría la forma perfecta de una manzana. Sin embargo, nadie más que yo parecía haberse dado cuenta de ello, y aunque no pasaba desapercibida en la oficina, tampoco despertaba el mismo interés que otras de sus compañeras, en verdad menos agraciadas.
Lo cierto es que Marta —una trabajadora excelente— llevaba casi un año con nosotros y no se le había visto demasiado cercana a nadie. Parecía mantener las distancias con todo el mundo, y en especial con las otras mujeres, pero sin llegar a resultar antipática. Su punto débil parecía ser la fotocopiadora; rara era la semana que no tenía algún problema con aquella máquina enorme. O se acababa el tóner de improviso, o se le atascaban los folios, o simplemente se negaba a encenderse. Entonces recurría a mí, y para allá que acudía yo con mi sapiencia en torno a Rank Xerox.
La noche de la cena de empresa coincidimos uno enfrente del otro, en un punto intermedio de la larga mesa, presidida en un extremo por el jefe de planta y en el otro por el Payaso. Tragaldabas se colocó junto a las féminas, con la certeza de que engulliría todo lo que los regímenes de ellas no les permitieran. Los demás estaban lo bastante dispersos para sentir su presencia más allá de un monocorde ruido de fondo. Marta estaba ante mí, con un vestido negro que, en otra no sería nada del otro mundo, pero que a ella le hacía un cuerpazo de órdago. O eso me parecía a mí, porque lo cierto es que, como en la oficina, tampoco parecía concentrar sobre sí muchas de las miradas masculinas —o femeninas, que allí había paridad—.
Y cenamos. Marta y yo mantuvimos todo el tiempo una amena conversación, un ágil intercambio de bromas y chistecitos tontos, entre platos de los que apenas probábamos bocado, y largos tragos de vino. Había un extraño buen rollo entre todos esa noche, y justo en nuestro lugar el bullicio festivo se percibía amortiguado; como en el ojo de la tormenta, imperaba la calma y se podía hablar y escuchar, casi en susurros. En medio del jaleo, la situación, paradójicamente, se estaba volviendo cada vez más íntima entre Marta y yo. Empecé a ponerme nervioso, porque yo soy así, cuando el nivel de la charla pasa de amabilidad a tonteo, mi cabeza se convierte en Deep Blue, el ordenador aquel que venció al ajedrez a Kasparov, planificando de forma simultánea los cientos de movimientos que debo dar a continuación para concretar ese tonteo en una proposición que incluya sexo. Fue inútil.
La vi levantarse e ir al baño dos veces en toda la noche, y en la segunda ocasión tuve claro que yo allí no tenía nada que rascar porque Marta ya lo había decidido todo. Fue su forma de empujar la silla hacia atrás, y su casi etérea pero cimbreante manera en que se puso en pie, a años luz de sus movimientos más rígidos del trabajo, lo que me lo dijo. Eso, y sus erectos pezones apenas disimulados bajo la tela del vestido. Pero lo que me lo corroboró fueron sus ojazos esmeraldas. Había más que un brillo de inteligencia en sus pupilas. Era malicia.
Marta había planeado todo, y seguro que desde hacía tiempo. Sólo mi torpeza me había impedido ver hasta ese momento que yo le gustaba. Y mucho, porque estaba claro que no le importaba que tuviera novia o que fuera diez años mayor que ella. De hecho, estuve seguro de que todas las incidencias con la fotocopiadora no habían sido más que una excusa para entablar contacto, una manera sutil de meterse, primero, en mi cabeza, y después, esa noche, en mis calzoncillos.
Mi mente calenturienta ya soñaba con montárnoslo en los baños del restaurante, pero claro, Marta seguro que tenía pensada una opción mejor, así que aguanté el tipo y esperé, con una erección de caballo. Por suerte la cena estaba en su punto final. Diez minutos más y todo mi autocontrol hubiera saltado por los aires para acabar follando sobre los platos del postre. Estaba cachondo perdido, tan salido como un adolescente, sobreexcitado por la promesa de poseer aquel cuerpo. Y nervioso por estar, no ya en público, sino rodeados de compañeros de trabajo, bajo la amenaza de ser el blanco de sus cotilleos y rumores durante meses.
Pero salir del restaurante no fue cosa fácil. Primero, porque mi polla se negaba a bajar, y la tenía que mantener oculta con la servilleta, formando así una perfecta tienda de campaña canadiense. Segundo, ante todo, había que guardar las formas. Así que Marta se levantó y se perdió entre el jaleo de los orujos finales y las voces de los que dividían la cuenta. Juraría que se fue sin pagar. En cuanto desapareció de mi vista, mi polla se desinfló como un globo barato. Dejé mis billetes, me acerqué a escuchar y reírle un par de chistes al Payaso y diez minutos después me deslicé con disimulo hacia la calle.
Un mensaje de Marta en el móvil me indicó que caminase hacia la esquina opuesta, lejos de los fumadores empedernidos que habían corrido a echarse el cigarro de después de cenar. Me esperaba con el coche en marcha. Apenas me senté en el asiento, metió primera y salimos disparados sin dejarme tiempo para abrocharme el cinturón de seguridad. Sonreí, y me dejé llevar, intercambiando ambos en la carrera libidinosas miradas que se fueron concretando en caricias que ahondaban en nuestras entrepiernas.
Hice todo el trayecto hasta su piso como ebrio. Apenas conservo imágenes borrosas del viaje en coche. De ese primer contacto íntimo y furtivo recuerdo el calor de sus muslos, la dureza de sus pechos, sus hábiles dedos masajeando mi polla por encima del pantalón… Me moría de ganas de besarla, pero como iba conduciendo era imposible. Sólo cuando nos detuvimos en su plaza de aparcamiento la devoré con un ansía estremecedora, que me sorprendió hasta a mí. Hubiéramos follado ahí mismo, en el coche, de no ser porque ella logró despegarse de mis brazos y tirar de mí hasta el interior del portal.
Fue en el ascensor donde recuperé una pizca de cordura. Al ver mi reflejo en los espejos, bajo aquella horrenda luz blanca, me pregunté qué estaba haciendo. Fue el único momento de la noche en el que pensé en mi novia. En mi trabajo. En qué pasaría al día siguiente. Entonces, las puertas se abrieron, Marta me agarró de la corbata y ya no hubo más reticencias. Primero, pecar, después las penitencias.
Marta tiró de mi corbata de seda y de mí hasta conducirme a su sofá de cuero. Me arrojó en él y ella se sentó en el otro extremo, coqueteando. Se quitó los zapatos y las medias, que le había roto en el coche, insinuándose todo el tiempo. Intercambiamos tres o cuatro boberías, pero estaba claro que el tiempo de los mordisquitos en los lóbulos de la oreja ya había pasado. Me acerqué y le acaricié las tetas por encima del vestido. Abrí tanto la mano que casi abarcaba los dos pechos. El contacto con sus pezones fue electrizante. Ella se relamió un poco, e hizo como que se apartaba, solo para enseñarme su magnífico culo de manzana. Mi mano fue directa a la nalga y la apreté, fuerte. La suya fue directa a mi bragueta, aun cerrada. El deseo me azotó como un látigo. Atrapé su melena pelirroja entre mis dedos y tiré con suavidad de sus vedijas hacia mi bragueta. Soltó mi cinturón. Casi sin darme cuenta, Marta se había tendido a mi lado y la polla, que la tenía para colgar un albornoz empapado, había salido de los pantalones y rozaba sus labios. Ella sacó la lengua y la enroscó como una serpiente alrededor del glande hasta que, por fin, se lo metió en la boca.
Aquello era el delirio. Me la chupaba y me la mordía con sus pequeños dientecillos blancos, haciéndome dar un respingo cada vez. Mi mano recorrió su culo hasta dar con un coño empapado y abrasador al que apenas alcanzaba. Marta, sin previo aviso, devoró mi polla hasta la raíz. Jamás hubiera creído posible que le entrara entera en su delicada boca, pero ahí estaba, hasta la garganta, en lo que era una demostración de una habilidad poco común. También clarificaba que no estaba con ninguna novicia. Ella se inclinó hacia adelante un poco más para empujar su culo hacia arriba y más hacia afuera. Se movía y retorcía, jugando a comerme la polla hasta los cojones sin dejar más que le rozase el coño con la yema de los dedos, sacudiéndome descargas en la columna vertebral cada vez que la dejaba salir para volver a metérsela. Gemí roncamente. Cinco minutos más así y me habría acabado corriendo como un caballo.
Había llegado la hora de tomar el mando.
Aparté la cabeza de Marta de mi ingle y me saqué el cinturón. Ella intentó volverse hacia mí pero la frené. Lo siento, chica, pero era mi turno. Le puse el cinturón al cuello y lo sujeté con una mano, apretando con firmeza. Ella se sorprendió e hizo ademán de quitárselo, pero enseguida me puse de pie y le acerqué la polla a sus sonrosados y finos labios, que se abrieron para comérsela con fruición.
Con la mano libre agarré el escote del vestido y tiré con fuerza hacia abajo, dejando sus hermosas tetas de piel blanca y pezones intensamente rosados al aire. El desgarrón de la fina tela no la distrajo de la mamada. Sonreí, al cerciorarme de que con Marta había vuelto a dar en el clavo. Oprimí sus pechos, acaricié y pellizque sus pezones sin aflojar la presión de la correa sobre su cuello. Dio un respingo, pero no se apartó de su tarea. La estrangulé con el cinturón un poco más y, entonces sí, dejó escapar mi polla que, cubierta de saliva, restregué por sus pechos.
Marta sacó mi bolsa escrotal fuera de la bragueta y se lanzó a lamerme los huevos mientras su mano me estrujaba la polla con movimientos circulares. Dejé caer el cinturón al suelo y enterré mis dedos en su cabellera cobriza. Le sujeté la cabeza con ambas manos y la empujé contra mi vientre una y otra vez, bombeando mi polla en su boca. Luego la tumbé boca arriba en el sofá, y la terminé de desnudar. Los restos del vestido y del sujetador, así como el tanga, salieron volando hechos trizas. La dejé solo con una pulsera en la muñeca y un insospechado piercing en el ombligo.
Le subí las piernas hasta apoyarlas en mis hombros y me eché sobreella. Nunca me había encontrado antes con una mujer tan mojada, tanto que mi polla no tuvo problemas para penetrarla hasta los huevos. No obstante, aquel coño coronado de un pequeño delta de pelo rojizo se cerró sobre mi polla como unas tenazas, prieto como un puño de acero capaz de arrancármela de cuajo. Un coño ardiente que podía volverse estrecho como el de una virgen para destensarse al segundo siguiente. Era una locura. Mientras bombeaba furiosamente en su interior, con una mano le estrangulaba la garganta, como había hecho con el cinturón, y con la otra mano le oprimía los pechos.
Borracha de deseo, Marta empezó a retorcerse y a levantar sus caderas; de pronto, arqueó su espalda y dejó escapar un poderoso gemido que indicó que se acababa de correr. Retiré mi polla de su coño chorreante y se la acerqué a la boca antes de que pudiera recuperar el aliento. Pero Marta estaba dispuesta a demostrarme toda su resistencia y, apenas la vio, se la tragó hasta el fondo, paladeando sus propias secreciones con las que iba aliñada. Sudábamos a chorros y yo aún estaba prácticamente vestido. Me aparté y dejé caer los pantalones. Ella se incorporó del sofá para quitarme los calzoncillos. Desnudo de cintura para abajo, porque no quería perder más tiempo, me senté con Marta embocada entre mis piernas, en otra de sus magistrales mamadas, con una de sus manos en mis huevos y la otra aferrada al tronco de mi polla mientras su lengua, labios y dientes se ocupaban del glande. Estaba claro que ella quería recuperar el control y devolverme el orgasmo, pero a mí toda vía me quedaba algo de aguante, así que la aparté, le di un azotazo en su culo, duro como una piedra, y la giré para sentármela encima, de espaldas a mí, y por supuesto, ensartarla a la primera en mi polla.
La dejé hacer casi todo el trabajo, moviéndose arriba y abajo, como un pistón, sin dejar de gemir ruidosamente, en tanto la sujetaba de las caderas. En esta postura, la punta de la polla incide directamente sobre el punto G y sé que las trastorna por completo. Marta estaba clavando sus uñas en mis muslos, en los que se apoyaba. De vez en cuando ella volvía la cara para mirarme y yo entonces le daba un azote. En cinco o seis embates ya se había corrido otra vez y me había dejado unos buenos arañazos en las piernas. Escuchar sus gemidos me encendía más de lo que creía posible. Me giré un poco para poder tumbarnos a lo largo del sofá. Marta abandonó mi polla y reculó sobre mí para volver a comérmela mientras me plantaba su jugoso coño en la cara.
Aunque nunca fui un fan del sesenta y nueve, aquel coño chorreante que despedía un hálito abrasador era algo que no podía dejar de probar. Hundí mi lengua entre sus henchidos labios vaginales y lamí su clítoris erecto, saboreando el fuerte sabor de sus fluidos, sintiendo en la cara el mismo calor que si me hubiera asomado a la puerta de un horno. Mordisqueé sus nalgas enrojecidas por mis palmetazos. Mi polla estaba a punto de explotar en su boca. Alargué una mano y le tiré del pelo. Me puse en pié mientras a ella la dejaba a cuatro patas en el sofá. Cogí su pierna izquierda, se la sujeté entre el antebrazo y el hombro, y volvimos a follar. Mientras mi polla bombeaba, Marta se apoyaba y mordía el cuero del respaldo. Sus tetas se bamboleaban rítmicamente a la vez que los cojones le palmoteaban
la carne interna del muslo y la ingle. Le metí un dedo en la boca y ella lo chupó con lujuria. Estaba a punto de correrme. Noté cómo todo mi organismo se amartillaba, listo para la detonación, así que, con un esfuerzo sobrehumano, retiré mi polla y dejé que Marta se diera la vuelta y terminara lo que, con tanta ansía, llevaba trabajando desde el principio.
Cogió la polla con las dos manos, me dio un par de lengüetazos desde el forro de los cojones hasta el glande y me la meneó con un movimiento de torsión mientras mantenía el capullo entre los labios, hasta que ya no pude más. Entonces, Marta se apuntó a las tetas y mi semen explotó limpiamente desde la punta de la polla a todo su pe cho y parte de su cara.
La descarga me había dejado extenuado. A Marta le dio por reír, cuando se vio pringada de lefa hasta las cejas. Mi polla todavía palpitaba en su mano. La lamió hasta dejarla limpia de semen. Después se frotó el resto sobre la piel. Sus tetas brillaban, barnizadas por el esperma caliente. Recogió con la punta del dedo los chorreones de su rostro y se los metió en la boca con una expresión de vicio absoluto. Así que esto no había terminado. Ella se plantó de pie ante mí, definitivamente hermosa en su sudorosa desnudez, oliendo a puro y febril sexo. Quería recuperar la iniciativa, pero follar es mi campo de batalla y no iba a ser tan fácil. Si bien, eso no significa que no atienda peticiones. Estaba claro que Marta todavía seguía supercachonda, y tenía el remedio perfecto para eso, y de paso, recuperar energías.
Volví a ponerla a cuatro patas en el sofá, con el culo en pompa hacia mí, entonces lancé mi lengua hacia el trozo de piel que hay entre el ano y el coño. Eso las vuelve frenéticas. Los hábiles lametazos la hicieron soltar un agudo gemido. Le acaricié el clítoris, hinchado como una pequeña uva, con el pulgar. Con lengua jugueteandoen su ojete, y el dedo gordo yendo y viniendo hacía el interior del coño, circunvalando el clítoris, la estaba volviendo loca. Reemplacé en su ano la lengua por el otro pulgar, lubricado de sobra con mi saliva y sus fluidos, y ahí la tuve, a cuatro patas, follada por mis manos por el culo y el coño.  Marta cerraba los ojos con furia, consumida por el éxtasis. Apretaba los dientes que podía astillárselos. Estaba a punto de correrse otra vez. Sus dedos también querían participar, pero no les dejé. Convulsionaba, fuera de control. Entre tanto, mi polla se había puesto de nuevo dura como el granito, pero todavía no era su momento.
Volteé a Marta para sentarla. Me dejé deslizar hasta la gruesa alfombra del suelo para seguir trabajándole el coño. Sus piernas abrazaron mi cuello en tanto mi lengua se retorcía con vida propia entre sus labios vaginales y el clítoris, bebiendo todas las secreciones que era capaz de producir. Desde abajo podía ver cómo su rostro se retorcía de placer, cómo se estremecía, se llevaba las manos a la cabeza para intentar que no saliera volando. Cuando estaba a punto de correrse, me aparté del todo para terminar de desnudarme. Marta me lanzó una mirada cargada de furia, totalmente fuera de sí. Mientras me desprendía de la camisa, metió dos de sus dedos en su vagina y comenzó a frotarse el clítoris con avidez. Necesitaba correrse ya. Sonreí. Con calma, me senté a su lado, le comí los pezones y le aparté la mano del coño para obligarla a sentarse a horcajadas encima de mí, ahora cara a cara.
Su coño empapado se tragó toda la polla con voracidad. De nuevo, su asombrosa musculatura vaginal me la apretó rítmicamente como si tuviera una prensa dentro. Culeamos con furor, el uno contra el otro. Le chupaba y le mordisqueaba los labios y los pezones, que se bamboleaban ante mi cara. Ella me tiraba con fuerza del pelo y yo le golpeaba en las nalgas. Mis manos estrujaron su culo. Logré alcanzar su ojete con un dedo y se lo masajeé. Marta era capaz de mover las caderas como en una danza del vientre, centrifugándome la polla. Jamás sentí cosa igual. Generaba oleadas eléctricas de placer cada vez más intensas con cada vaivén. Me encantaba sentir temblar en mis manos aquel cuerpo fibroso y elástico, experimentar el tremendo calor que era capaz de desprender, degustar el sabor salado del sexo en los labios, ver las marcas rojizas de mis manos en su piel marfileña.
Yo también tengo mis trucos. Me aferraba a sus caderas. Impulsaba su cuerpo hacia arriba, poco a poco, hasta liberar por completo mi polla de su presa, y luego la dejaba caer, para empalarla de nuevo. Marta gritaba cada vez que hacía esto. Volví a apretarle el cuello mientras bombeábamos más y más rápido. Dentro, fuera, dentro, fuera. Ella se llevó las manos al clítoris, estrujándolo con cada embestida. Atraje su cara a la mía. La besé con una rabia que no podría explicar de dónde o por qué salió. Las lenguas se encontraron en un electrizante segundo. Después, solo hubo las sacudidas de los golpes de la carne desnuda, jaleándonos al ritmo de nuestras aceleradas respiraciones. Un temblor acuciante que nacía en la próstata se propagaba por todo mi sistema nervioso, y se lo transmitía a Marta con cada embestida de mi polla. En su interior, la descarga tocaba tantos nervios sensibles que la dejaba casi sin sentido, dándole una nueva definición de placer. Aceleramos. Aceleramos el ritmo tanto que parecía que se nos iba a saltar la tapa de los sesos de un momento a otro. Entonces, Marta gimió mi nombre, y ya no escuché nada más que el alocado redoble de mis latidos en los oídos, sobre el gemido largo y grave que acompañó el segundo estallido de semen que desbordó su vagina.
Extenuados, nos despegamos el uno del otro. Me pareció imposible que volviera poder a andar, porque las fuerzas me habían abandonado con aquella gloriosa eyaculación. Marta aún se frotaba el coño, jugueteando con la mezcla de semen y fluidos que manaban de sus labios. De nuevo, volvió a lanzarse sobre mi polla para dejarla impoluta, haciéndome saltar con cada lametón, y cuando se dio por satisfecha, se levantó con cuidado y se fue al cuarto de baño.
Después de eso, nos dimos una ducha y, cubiertos con unos albornoces, hablamos durante horas y compartimos unos vasos de whisky. Cuando salió el sol nos despedimos, y yo volví a casa. Durante los meses siguientes no pasó nada. Ni dentro ni fuera del trabajo. Ninguna avería de impresora, ni insinuación, ni nada que delatara, por su parte, o la mía, lo que sucedió la noche de la cena. Poco después, Marta pidió el traslado a las oficinas de otra ciudad, y salió para siempre de mi vida, dejándome el recuerdo de una aventura inolvidable.

Quién puede matar a un elfo

Otro cuentecico realizado para el Reto Fanzine 2012, esta vez para La Gallina nº4. Inaugurando el género Anal y Brujería, también llamado Fantasía Soez, del que pienso convertirme en máximo adalid en breve.


QUIÉN PUEDE MATAR A UN ELFO
 
El sonido de una hebilla metálica despertó a Heggar el Rojo. Tendido boca arriba como estaba, cubierto hasta el bigote con una manta mimética de Kandor, sólo se arriesgó a abrir un ojo. En una noche cerrada como aquella, era imposible acertar a ver nada más que oscuras masas informes. Dejó que sus otros sentidos buscasen el origen del ruido. Percibió el roce de la tela y el suave pisar, como de una mujer descalza, sobre la tierra, de alguien avanzando hacia su posición. Estaba ya muy cerca, quizás a unos seis codos.
Eran unos pasos irregulares, extraños. El olor tampoco era común, mezcla de sudor y perfume, tirando adulce. Entonces, por todos los Viejos Dioses, retumbó una ventosidad, y estallaron las risas, las del pedorro y sus -al menos- dos compañeros más que estaban bastante más lejos. Las fosas nasales del Rojo se llenaron de pronto de un hedor nauseabundo que le dio la vuelta a las tripas y le llenó la garganta de bilis. Pero no se movió.
Ni siquiera abrió el otro ojo.
Había reconocido la lengua de los extraños y ya podía identificarlos. Elfos. Dos a unos treinta codos y un tercero a punto de cagarse sobre su cabeza.
Heggar, que siempre se había quejado de tener una suerte de mierda, estaba a punto de ser enterrado en diarrea de elfo. Y luego, esos tres cabrones lo matarían. Porque sabía que no iba a poder permanecer inmóvil mientras aquel bastardo de orejas picudas le descargaba sus intestinos encima. Porque sabía que en cuanto le descubrieran era hombre muerto, porque nunca nadie jamás había visto cagar a un elfo, y eso sería por algo.
Al Alto Pueblo le gustaba guardar las apariencias, mantener su estatus de raza superior, frente al resto de seres. Eran un pueblo en decadencia, pero se autodenominaban los Primeros Hijos para dejarlo claro. Con su lengua extraña, su aspecto entre siniestro y etéreo, su envidiada longevidad, su -ahora exangüe- magia, sus secretos y sus misterios, se mantenían prácticamente apartados del resto del mundo, odiando a todos los demás. En el tiempo de los hombres, los elfos solo eran una excentricidad del pasado, como las ruinas del templo de Misraim. Se les debía tener respeto y saber mantener las distancias, pues suyo era el control estratégico de las más importantes vías comerciales, pero en esta era, los Primeros Hijos se habían convertido en poco más que guardabosques.
Para resarcirse de este trato, humillante a sus ojos, se dedicaron a cubrir sus defectos bajo el manto de la leyenda y los cuentos, que ellos mismos alimentaban, lo mismo ayudando a un pastor que destruyendo una cosecha, como si pareciendo seres mitológicos pudieran estar más por encima, o más a salvo, de los demás.
Y Heggar el Rojo, que era humano, y no precisamente de los mejores, que llevaba huyendo doce días de los asesinos del comendador de Buchner por toda la Marca, viviendo en los bosques como un animal salvaje, comiendo carne cruda y bebiendo de charcas, era consciente de que unos tipos así no dejarían marchar a nadie que les hubiera visto hacer de vientre, porque, amigo, esa es una historia que cruzaría el mundo de punta a punta, y los Primeros Hijos serían los Primeros Cagones y, como poco, acabaría por desatarse una guerra como no se veía desde los tiempos del Graco.
Pero el Rojo no estaba para pensar en consecuencias a largo plazo. Aquel elfo se estaba desabrochando los pantalones, y salvo que las orejas no fueran su única anomalía física, no tardaría el fulano en ponerse en cuchillas ante sus morros y llenárselos de mierda.
Heggar seguía impávido, sopesando sus acciones. Sabía que debía ser rápido, jodidamente rápido, para cargarse al elfo antes siquiera de que hubiera empezado a aflojar el esfínter. Después debía cargar contra los otros dos y dejarlos secos antes de que pudieran reaccionar. Por suerte para él, el trío parecía estar colocado. No podían estar ebrios porque se suponía, o eso decían los cantares, que el alcohol no hacía mella en los elfos, así que debía de ser algo más fuerte. Setas de olmo, hierba roja de Sem, polen del loto negro, bayas del diablo… A saber qué habrían estado tomando antes de aparecer por allí. Seguro que la descomposición intestinal del elfo se debía a alguna de estas sustancias.
Otro pedo cercano, con repique de caldillo al final, marcó la cuenta atrás para Heggar. Tan despacio como supo, fue moviendo dedo a dedo la mano hacia el puñal que llevaba en el cinto. La manta mimética debía hacerle prácticamente invisible en aquella oscuridad, pero dado que no podía fiarse de lo que se contaba de los elfos y, por tanto, no estaba seguro de si podían verle u oírle en la oscuridad, toda precaución era poca. Si actuaba bien, con precisión quirúrgica, a lo mejor podía cargarse al elfo sin alertar a los otros. Salvaguardado el factor sorpresa, liquidar a los dos restantes resultaría un poco más sencillo.
Pero si la mierda llegaba a tocarle… Heggar se conocía. Sabía que había cosas que le hacían volverse loco. Que le chorreara excremento caliente de elfo en la frente, sin duda, era de las peores que podía imaginar. Y lo malo de transformarte en un demonio expulsado del infierno por ser demasiado malvado es que no hay planes que valgan, solo matar, matar y matar, con el riesgo que eso conlleva de morir, morir y morir. Y Heggar el Rojo, por muy cabrón sanguinario que fuese -como bien sabían en Buchner-, se ponía enfermo de pensar que esa podía ser su última hora.
Los dedos aferraron el cuero de la empuñadura del cuchillo. Oyó al elfo murmurar, en lengua común, una maldición. Como si el cielo quisiera echar más leña al fuego, una nube se apartó lo suficiente para que un débil rayo de luna iluminara las pálidas nalgas desnudas del Primer Hijo con diarrea a escasos palmos del Rojo, el forro lampiño de sus cojones colganderos y parte de la larga y fina polla.
Y antes de que aquel fibroso y enjuto cuerpo se estremeciera en una única convulsión que expulsase, fuera de sí, una hondonada de mierda en puré, Heggar el Rojo apretó los dientes hasta astillárselos y se lanzó al ataque.


lunes, 21 de enero de 2013

El hombre que mató a Franco

Aquí os dejo este divertimento escribo a propósito para el Reto Fanzine 2013, como nº1 de la colección Dalacín Distópico.




EL HOMBRE QUE MATÓ A FRANCO

LO IBA A HACER. IBA A MATAR A FRANCO. No hacía ni dos semanas que los camaradas del Partido se habían reído de Mi plan, y luego, cuando vieron que no desistía, me amenazaron, me «prohibieron » seguir adelante. Que les jodan. Ellos solo hablan y hablan, intrigan, pero no tienen intención de hacer nada. Pero yo siempre he sido un hombre de acción, así que cuando llegaron mis manos los planos de los subterráneos de Madrid, y vi que se podía acceder al palacio del Caudillo sin dificultades, no me lo pensé dos veces. Sin discursos, sin apoyos, sin conspiraciones, ni traidores. Para cumplir aquella misión suicida sólo hacían falta cojones y una pistola.
Liberar a España del yugo fascista estaba en mi mano.
Siguiendo la ruta que había memorizado, me arrastré por los inmundos túneles como una rata durante cuatro horas, sin más luz que la de que me daba —de tanto en cuando— un mechero. Al final, si no me había equivocado en algún cruce, aparecí en lo que debían ser los mismísimos sótanos de El Pardo. El silencio era absoluto. Mi mano derecha, la que sostenía el revólver con el que libertaría al pueblo, palpitaba de impaciencia.
Tanteando con cuidado a mi alrededor di con una pequeña linterna metálica con dinamo, que funcionaba accionando una palanca. A su pálida luz vi la svástica nazi grabada en una serie de cajas cerradas dispuestas por todas partes. Algunas estaban abiertas, y en su interior sólo encontré lo que parecían matraces y tubos de ensayo.
De repente, oí algo. Dirigí el haz de la linterna en dirección al extraño sonido. Descubrí un pasillo que terminaba en una pesada puerta de acero, cerrada con un enorme pasador. Mi primera impresión fue que había dado con un calabozo. Con todo el sigilo que pude reunir, arrimé la oreja al metal pero no escuché nada. Entonces… ¡Sí! Ahí estaba, una especie de cántico
que, a priori, no conseguí identificar. Pero me era familiar, y así, al cabo de unos segundos, reconocí la melodía como La Internacional. No puede ser, me dije, entre asombrado e inquieto. La inesperada presencia de un camarada encarcelado podía afectar gravemente a la consecución de mi objetivo, pero aún así, consideré que era mi deber liberarlo de inmediato.
Descorrí el pasador y empujé muy despacio el portón.
Como había sospechado, se trataba de una celda. Por el mugriento suelo se encontraban decenas de libros y panfletos, entre los que distinguí El estado y la revolución, de Lenin, y una edición en francés del Manifiesto Comunista. El trémulo círculo de luz de mi linterna recorrió la hedionda estancia hasta dar con el prisionero, arrinconado en una esquina. Al verme, se puso en pie de un salto y me amenazó con un puntiagudo trozo de madera, probablemente arrancado de su catre.
⎯¡Alto, perro fascista! ⎯me dijo con una voz rota pero firme. El individuo era bajito, calvo y con una espesa barba que, a pesar de todo, no ocultaba a mis ojos la irrealidad de sus facciones. Me invadió una súbita sensación de vértigo, se me revolvieron las tripasy a punto estuve de caer, mareado. Aturdido porla impresión, encañoné como pude al prisionero.
Al mismísimo Franco.
Lo miré y remiré, y era indudable que se trataba del mismo hombre al que había jurado matar, y sin embargo, su miedo era genuino, así como la forma despectiva en que se había dirigido a mí, creyéndome otro discípulo del fascio. Aquello parecía una pesadilla. Sin dejar de apuntarle con la linterna y el revólver, le pregunté quién era.
⎯Soy Francisco Franco Bahamonde ⎯dijo, también con la confusión inscrita en la cara⎯. Prisionero del fascismo desde… ¿En qué año estamos?
El vértigo de apoderó de mí. Cerca estuve de caerme redondo, mientras mi cabeza bullía de pensamientos contradictorios. ¿Qué burla era aquella? ¿Qué maldita locura era esta? El vago recuerdo de mis lecturas infantiles, de aquel folletín de Alejandro Dumas titulado El Hombre de la Máscara de Hierro, hizo que me plantease si no estaría frente a una macabra
versión actualizada y aplicada al maldito tirano. ¿Sería posible?
De inmediato, bajé el arma. Me identifiqué como miembro del Partido y entonces nos apretamos en un fuerte abrazo, llenos de honda emoción. No entendía cómo ni por qué, pero este Franco era un camarada de los de verdad y necesitaba mi ayuda.
Atropelladamente, me explicó que tenía problemas de memoria y no sabía cuánto tiempo llevaba encerrado, que le daban de comer pan y agua una vez al día, que llevaba meses sin ver ni hablar con otra persona… No parecía enfermo ni débil, aunque sí estaba extremadamente delgado, y tenía una fea cicatriz en la parte posterior del cráneo. De su confusa verborrea discerní que no sabía ni quién, cómo o cuándo le habían encerrado, ni nada acerca de su hermano gemelo, el que me aguardaba en los pisos superiores.
Ahora tenía que enfrentarme al problema de qué hacer con aquel individuo. Por sí solo jamás encontraría la forma de salir de la red de túneles que me había traído; tampoco era buena idea que me acompañase en mi misión, y en verdad me dio miedo dejarle solo, aguardando mi regreso. Después de sopesarlo un rato, decidí llevarlo conmigo. Así, su sosias podría arrojar algo de luz a aquel misterio antes de morir.
Así que los dos nos encaminamos a través de nuevos y retorcidos pasillos, ya iluminados con luz eléctrica, pero sin ninguna señal de escaleras que ascendieran a los pisos habitables de arriba. Tampoco tropezamos con ningún guardia ni alarmas, lo que no dejaba de ser inquietante.
Tras media hora de vagar por los intestinos del palacio, persiguiendo un misterioso zumbido que nos condujo a unos enormes generadores eléctricos, nos encontramos ante una puerta entreabierta. La empujé un poco y me asomé por el estrecho hueco.
Habíamos dado con una especie de sala de control, con varias puertas, las paredes forradas de mapas y extraños aparatos, un gran escritorio en el centro lleno de teléfonos y, sentado en medio, estaba él. Ni siquiera me detuve a comprobar si había alguien más. Irrumpí como una furia, grité ¡Libertad!, y le volé la cabeza con el primer disparo. A continuación, le puse dos medallas de plomo en el corazón. Estaba frenético, fuera de mí. Sonreí con sádico agrado al ver cómo manaba la sangre a borbotones.
¡Lo había hecho!
¡Franco estaba muerto!
Pero mi exultante momento de gloria terminó con una detonación a mis espaldas, seguida de un terrible alarido. Me volví sin despegar el dedo del gatillo.
Horrorizado, vi como el camarada Franco caía abatido por un tiro a quemarropa, en tanto su asesino, otro Franco, este con uniforme de general de Brigada, se desplomaba hacia atrás con el puñal de madera del otro incrustado en el corazón. Una voz gangosa me dio el alto a mi derecha. Giré automáticamente el brazo en esa dirección y abrí fuego sin mirar. Un cuarto Franco, vestido de paisano, recibió mi descarga de balas. Lancé el revólver ya sin munición hacía uno de los accesos, y me arrojé sobre el cadáver del Franco más cercano para recoger su Astra. Rodé por el suelo. Dos Francos más me estaban esperando con ráfagas de ametralladora y de nuevo vacié el cargador contra ellos mientras corría en retirada. A la vez, notaba como la cordura me abandonaba como el aire un globo pinchado. Aún así, no dejé de luchar, de asesinar a Franco una y otra vez, una y otra vez, hasta que mi mente y mi cuerpo no lo soportaron más y sufrí un violento ataque.
Ahora estoy en un cuarto de paredes blancas y acolchadas, con una camisa de fuerza. No he sido ejecutado y no dejan que me mate. No seré indultado cuando el tirano muera y mis camaradas ya me habrán olvidado.
Pero yo soy el hombre que mató a Franco.
Diez veces.


domingo, 13 de enero de 2013

El Mal político (I y II)

En un país donde todavía se vota al partido político contrario a aquel que fusiló al bisabuelo contra la tapia del cementerio hace casi ochenta años está visto que no hay demasiada conciencia política. Y si no la hay entre la población, menos entre quienes se supone que deben ostentar esa responsabilidad. A los políticos les interesa este juego para mantener su estatus privilegiado, amparado por las leyes que ellos mismos han construido y que sólo modifican cuando les interesa, convirtiendo lo que debería ser una democracia en un remedo del senado de “Yo, Claudio”, donde los miembros de las élites se defienden contra quienes querían serlo, mientras pelean entre sí los puestos preferentes y las migajas que les cede el poder económico, que a fin de cuentas es quien manda ahora. En esta mascarada de democracia, los ciudadanos no son más que carne de urna a la que hay que prestar atención una vez cada cuatro años.
Sin embargo, la política y los políticos se ha convertido, por culpa de la crisis, en una de las principales preocupaciones de los españoles. Una turbación motivada principalmente por simple envidia. Y es que cuando medio país anda sin trabajo, sin hogar, sin ahorros, sin perspectivas de futuro, es inevitable no volver la vista a esas caras peripuestas que se asoman cada día a nuestras pantallas, tengan las pulgadas que tengan, para recordarnos que, mientras nos recortan de aquí y nos cobran más de allá, nos amenazan con esto, y nos piden esto otro, a ellos no les va a pasar nada.
Ellos son la élite de este país, los bendecidos por nuestros votos. Los que, como las cucarachas en una hecatombe nuclear, siempre sobreviven. Los que gozan de privilegios exclusivos, elitistas y que conforman un lacerante agravio comparativo respecto al común de los mortales, prebendas que no acaban cuando abandonan el cargo, sino que les acompañan a la tumba y aún después. Sueldo fijo, jugosas dietas opacas, el dedo sagrado de otorgar cargos de libre designación al gusto, etc. Una situación intolerable a ojos de los ciudadanos y cuya erradicación ningún partido político se ha implicado en serio porque, claro, quién iba a tirar piedras contra su propio tejado.
En las últimas semanas estamos viendo un claro ejemplo de esta situación respecto al salario de los altos cargos de la administración y el eterno debate de si a nuestros dirigentes hay que pagarles más o menos. Quienes defienden que deberían cobrar más, lo justifican bajo la premisa de que una nómina abultada atraería a la palestra política a profesionales de alta cualificación, gente externa a los anquilosados aparatos de los partidos. Personas competentes, con estudios serios, con idiomas, con criterio propio.
Pero los hechos evidencian que, a) siempre se ganará más en el sector privado que en lo público; b) la independencia de un gestor proveniente de lo privado respecto de sus antiguos jefes es muy cuestionable. Si las empresas privadas ya recompensan a los políticos retirados con cargos puramente nominales muy bien remunerados, si ya entran en el hemiciclo puestos en nómina solo significa más beneficios para ellos, y otra palada de estiércol en nuestras caras. Además, viendo cómo se está restringiendo el acceso a la educación superior por parte de las élites políticas y económicas para garantizar su pervivencia en las altas esferas, llegará un momento en que la elección de líderes se reduzca a una mera cuestión de nombre, puesto que los apellidos serán siempre los mismos. La política se ha convertido en el nuevo sacerdocio al que los nobles destinan uno de sus hijos, tendiendo así nuevas cabezas de puente con el poder.
Dado que a los “genios” no les interesa ni compensa lo público, qué nos queda: los políticos de carrera. Burócratas sin una trayectoria profesional de interés fuera del partido, que han prosperado a base de reverenciar al líder y reproducir sus consignas hasta la saciedad, sin que importe los idiomas que hable o lo duro que trabaje, sino lo rápido que pases por el aro. Personas que, cuando comienzan en esto, fuera de sus siglas, hambrean. Si les pagásemos en función de su cualificación tampoco querrían saber nada de la función pública.
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También he leído por ahí el argumento chantajista de que un buen sueldo evitaría la corrupción política. Esto es un error. Y una soberana estupidez, que evidencia el total desconocimiento de la raíz de la naturaleza humana: la ambición. La supervivencia de nuestra especie se asienta en la ambición; si nuestros ancestros se hubieran contentado con comer bayas y apedrear conejos la civilización se habría estancado ahí, pero no fue así. Ambicionaban una vida mejor, más fácil. De la misma manera, el político no se contenta por ponerse al servicio de su comunidad, de su barrio, sino que aspira a más, a la alcaldía, a las cortes regionales, a las nacionales, hasta donde sea capaz de llegar. A esa ansia innata hay que añadir, además, la desaforada presión del entorno del partido, que azuza al individuo regazado –como una descarga eléctrica en los genitales- a seguir trepando por la cuerda sin que importe sobre qué o quién se pase por encima.
Las posibles excepciones son insignificantes, porque lo que un tipo rechace, cincuenta habrá que lo acepten, y lo que tu partido no quiera, otro lo cogerá y te pondrá en desventaja. El bipartidismo de facto, además, fomenta este estado de permanente guerra fría entre bloques que no se caracteriza, precisamente, por el juego limpio.
Vistos así, los políticos se asemejan a terribles crápulas, sociópatas sin alma que sólo piensan en el beneficio propio... No lo digo sólo yo, otras voces como la del neuropsiquiatra mexicano Jesús Ramírez-Bermudez afirman que “la mayoría de políticos son narcisistas y sociópatas, es decir egoístas que viven para sí, además de ser manipuladores que ocultan sus trastornos y recurren a fármacos cuando se frustran sus deseos”. Y sí, no hay muchas razones para pensar lo contrario.
Los sociópatas carecen de socialización y empatía,"incapaces de calcular racionalmente las consecuencias de sus decisiones a largo plazo en un contexto social". El mal endémico del cortoplacismo político se debe a quienes nos dirigen. "Anteponen el pragmatismo inmediato frente a la perspectiva futura, sobre la que nadie les va a pedir responsabilidades, o si lo hacen, ya les quedará lejos, sus pecados habrán prescrito, y si no, siempre habrá devotos nostálgicos que ensalcen su triste legado". La burbuja inmobiliaria que nos ha metido en este pozo ciego es el ejemplo más inmediato.
De ahí que, volviendo al tema del salario, hay que tener claro que no existen los políticos buenos a bajo coste. Pero tampoco hay que pagar caro a los malos, así que, hasta que se demuestre su valía, y dado que nadie debe nunca trabajar gratis, lo mejor es optar por aquello del mal menor y que el pueblo, al que va a acabar por traicionar, le pague lo menos posible: el salario mínimo interprofesional, que si es bueno para motivar que un obrero realice su faena, no veo por qué no habría de hacer lo mismo con un alcalde, senador o presidente del Gobierno. Eso, y un control férreo y exhaustivo de dietas, ventajas fiscales, control de cuentas de ahorro, nada de puestos de libre designación ni demás prerrogativas ventajistas. Al gobierno, como al campo, se viene a trabajar, no a hacerse rico.
Y al que no le guste, que se vaya. Porque lo que nos sobran son políticos. En concreto, 350.000 según un artículo en la red titulado “Rescatemos España despidiendo 350.000 políticos”, de Antonio Romero, ingeniero de Telecomunicación y MBA por el Instituto de Empresa. Según sus cálculos, con lo que cuestan esos miles de cargos públicos podrían crearse 1.050.000 de nuevos puestos de empleo, que dejarían de cobrar un desempleo de 800 euros. Una teoría tan turbadora como interesante.

lunes, 7 de enero de 2013

Cuidado con los Rods

Dentro de la estupidez paranormal me llama poderosamente la atención el caso de los llamados RODS, de los que no tenía el gusto de conocer, y mira que uno creía haber leído casi sobre todos los monstruos y teorías raras que pulular por la red.
Si buscamos en la Wikipedia qué es esto de los rods, explican que “son errores de observación descritos por algunos seguidores de la criptozoología y la ufología, como supuestos fenómenos o criaturas pseudocríptidas; que se dice que son detectadas en cambio en la forma de ciertas distorsiones apreciables en los paisajes, especialmente  en grabaciones de video o fotografía». Dicho en cristiano, esas motas raras que salen de pronto en las fotografías y vídeos, que parecen bastoncillos (rods, en inglés) y que la lógica, la razón y los estudiosos serios definen como “errores de interpretación de artefacto”, o sea, cosas que la cámara no acaba de captar bien, cuando no directamente ilusiones ópticas.
Sin embargo, existe otra postura, a priori más divertida pero más difícil de demostrar, que habla de que se trata de animalicos extraños. Los rods fueron descubiertos en 1994, con la comercialización de las cámaras de vídeo de alta velocidad. Aparecen en los fotogramas de vídeo como objetos largos con una especie de aura borrosa que muchos interpretan como una especie de aleta. En función de donde aparezca, el observador puede hacer una valoración de su tamaño, que parece rondar desde los diez centímetros a los tres metros. Jose Escamilla fue la primera persona
en hablar al mundo de los bastoncillos voladores. Este sujeto se dedicaba a la noble tarea de filmar el cielo en busca de ovnis. Revisando en su estudio una grabación que había realizado un año antes en Roswell, nada menos, se topó con unas manchas misteriosas que cruzaban la escena, así que, llevado por la curiosidad, se puso a repasar fotograma a fotograma qué pijo era eso. Su primera conclusión fue que volaban rápido, tan rápido que son imperceptibles al ojo humano. Oliéndose el filón delvdescubrimiento, se arrojó a revisionar más películas, a la caza de lo que él denominó “peces voladores”.
Desde entonces, los rods han sido capturados en vídeo por miles de personas, en interiores, al aire libre y bajo el agua. Borrones alargados que aparecen fugazmente en videos caseros y para los que nadie parecía encontrar justificación. Algunos dicen que los bastones voladores son máquinas autónomas interdimensionales, espíritus, fantasmas, ovnis o criaturas desconocidas para la ciencia. Explicaciones más jugosas que el paso rápido de un pájaro, un insecto o un simple error del aparato, claro que sí. Los amigos de la maravilla hasta tienen como prueba concluyente un perfil tipo, que explica que los rods son “criaturas de forma cilíndrica que varían en longitud de unos 10 centímetros a 3 metros, y pueden viajar a velocidades de hasta 300 kilómetros por hora.
Parece que vuelan por el aire mediante el uso de una membrana ondulante sólida que vibra muy rápidamente a cada lado de su cuerpo, como una sepia larguirucha”. Que, a partir de esta información haya quien especule que guardan similitudes con la familia de los cefalópodos, es todo uno. La teoría de los calamares voladores tiene la ventaja, además, de explicar por qué, si son seres vivos, nunca hemos visto el cadáver de un rods en la Historia, ya que al no tener partes duras en el cuerpo podrían descomponerse sin dejar rastro. Y señalan al anomalocaris, literalmente “gamba extraña”, un fósil de hace más de 500 millones de años, como su posible antecesor evolutivo. Con dos cojones.
En 1997, el señor Escamilla produjo un documental titulado “Rods: Mysterious Objects Among Us!” donde mostraba su famoso video de Roswell, así como los de otros cazadores de ovnis amigos suyos. Un año después, sacó la continuación, “Rods: The Smoking Gun Evidence!”, con más supuestas pruebas de la existencia de estas criaturas. Como parece que este tinglado no ha dado demasiados frutos, Escamilla ha vuelto a sus orígenes ufológicos con otros dos documentales a lo Juan Palomo con los que se ha hecho popular a nivel mundial sobre la «verdad ovni» y cómo, los gobiernos y la NASA, conspiran para ocultarnos la realidad. Su último trabajo, estrenado en 2012 y llamado “Celestial”, intenta demostrar que la Luna es azul en lugar de gris y que posee grandes edificios y construcciones. Y que está ahuecada artificialmente.
Con Escamilla fuera de órbita, parece que los rods han caído en el olvido estos últimos años. Podemos señalar dos culpables. Uno, el uso extendido casi masivamente de cámaras digitales en los últimos años, que ha familiarizado a mucha gente con conceptos como velocidad de obturador, tiempo de exposición o compresión de video, y lo que ocurre cuando se retrata un insecto o un pájaro en movimiento. Y dos, en 2005, un documental de la China Central Television, donde investigaban unos misteriosos rods que aparecían en las grabaciones de seguridad de la Compañía farmacéutica de Tonghua. Ajustando la velocidad de grabación, se vio que se trataba simplemente de polillas.
Aun así, algunos forofos de lo oculto todavía insisten de vez en cuando en ellos, con la excusa de que en la naturaleza no hay nada imposible. Ni siquiera los calamares fantasmas que vuelan a 300 kilómetros por hora bajo una luna azul.




Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...