Recuerdo una vez, trabajando en una feria del libro, cuando un señor me preguntó si podía desprecintar un libro muy grande y muy caro que había en la caseta para echarle un vistazo, a ver si le interesaba llevárselo. Mi jefe, antes de marcharse a otra ciudad y dejarme al cargo del negocio, me dejó muy claro que los libros del estante más alto, los más caros, y por tanto, los que estaban precintados y envueltos en celofán, no debían abrirse salvo que yo tuviera claro que el cliente lo iba a comprar. Ante la duda, mejor no abrirlos, dado que una vez desprecintado, no sólo estaba a merced de la intemperie, como un libro de segunda mano, sino que se devaluaba. Uno, que ya era veterano en estas lides, tenía claro las clases de clientes que acuden a las ferias de librero de ocasión, y podía adivinar en cinco segundos si estaba ante un cotilla porculero, subtipo muy habitual, o un auténtico bibliófilo con euros frescos.
Antes de que el fulano acabase de hablarme ya sabía yo que con este señor no habría nada que rascar. No obstante, dado que estás en un trabajo de cara al público, hay que mostrar un mínimo de educación ante todo el mundo, hasta el que viene a cansinearte, o a robarte. Y permitidme aquí un inciso para recordar a esa señora, madre de dos chiquillos que, en otra ocasión, logró distraerme con maestría y descuidarse un voluminoso libro de cocina de más de mil páginas y que costaba seis euros. Un robo estúpido, de los muchos que se suceden en estas ferias.
Pero volvamos al caballero golismero del libro grande y caro. El tipo me pregunta si se lo puedo abrir, y yo, con el educómetro activado, le digo que sí, si piensa llevárselo, porque si después de ojearlo al final decide que no, pues yo pierdo dinero. El hombre asiente, bobalicón. -¿Entonces qué?, me dice. -¿Entonces qué de qué?, replico. -¿Me lo puedes abrir?, dice. -¿Lo vas a comprar?, respondo, con el educómetro ya apagado. -Si no lo veo primero, no sé si lo quiero, contrarreplica.
En este punto veo con claridad cristalina que el no-cliente además de tocapelotas se cree un listillo. Me vuelvo, cojo el libro y lo apoyo sobre el mostrador. No recuerdo de qué era, si de armas, de setas o de arte, pero su precio rondaba los 100 o 150 euros y pesaba lo menos tres kilos. El tipo parece sonreír al creerme derrotado. Estoy meditando mi respuesta mientras pienso en la suya. “Si no lo veo primero, no sé si lo quiero”.
Por un momento, la frase me lleva al lado oscuro. No carece de lógica, puesto que lo suyo es probar algo antes de saber si te interesa, hacerle la cata, probarlo primero, darse una vuelta a ver qué tal marcha. La de disgustos que te ahorrarías si todo funcionase así. Pienso en las veces que he comprado un libro que al final era más malo que el baladre; en la ropa que he pagado y que ha encogido, o se ha roto, al primer lavado; en los cubatas de garrafón que desde el corazón del infierno me han apuñalado al día siguiente... Quizás aquel tipo tuviera razón después de todo...
Pero no. No se puede ir siempre sobre seguro. Dónde estaría entonces la emoción, cuando la cosa sale bien, del descubrimiento, el orgullo de haber dado con un tesoro. Ese libro desconocido que al final resulta una obra maestra; esas botas de rebajas que al final llevan contigo diez años y jamás te han dado un problema; esa ginebra extraña que te encanta... Copón, el que no llora no mama, y el que no arriesga no gana.
Además, este tipo lo que quiere es desvirgarme el libro, y después, si te he visto no me acuerdo.
-¿Usted va al cine?, le digo, finalmente. La pregunta lo descoloca, pero tras unos segundos, en los que se le borra la sonrisa y me mira boqueando como un pez fuera del agua, asiente con la cabeza.-¿Y si la película que ha visto no le gusta –prosigo-, le dice al de la taquilla que le devuelva el dinero? ¿A que no? Pues con los libros pasa lo mismo. ¿Qué, se arriesga?
Ni que decir tiene que el tipejo salió de allí disparado.
Y el libro se vendió al día siguiente a otro individuo que ni siquiera preguntó el precio.
El Pueblo de Albacete, 25 de junio de 2012