domingo, 21 de julio de 2013

Quiero mi silla

Estaba mirando en Internet actividades que podría hacer durante mis inminentes vacaciones cuando descubrí un espectáculo teatral humorístico que parecía que ni pintado para mí. Entonces, al leer los detalles encontré una advertencia que me escandalizó: entradas de pie. ¿Entradas de pie en un espectáculo de más de una hora? Ni hablar. Llamadme viejo, gandul o lo que os dé la gana, pero no pienso estar plantado de pie una hora por nada ni por nadie. Por eso no hago colas, ni voy a conciertos multitudinarios, ni discotecas, ni hago nada que implique estar de pie más de media hora.
Yo quiero mi silla.
Dame una silla, un taburete, una caja de cervezas vacía, hasta una buena piedra, y allí me sentaré, durante un buen rato, hasta que el cuerpo me pida acción. Porque no hay nada como aposentar el culo y dejar pasar el tiempo. Ya no es cuestión de sedentarismo, sino que no tiene sentido permanecer de pie como un soldado de guardia, pudiendo hacer lo mismo, pero más cómodo, en una silla. Puedes andar durante horas, correr o montar en bicicleta, para que no te tachen de inactivo, de ser un hombre-cojín que no se despega del sofá, pero el ratico más agradable es cuando, después de hacer el Chuck Norris, te sientas.
Admiro a la par que compadezco a esos profesionales que pasan su jornada laboral en pie como un clavo, sin una mala superficie en la que apoyar las nalgas. Héroes de la erección corporal, deben ser ellos quienes más valoren el coger una silla tras la salida del trabajo y sentarse en ella hasta partirla. Trabajar sentado es un lujo, y por muy mala que sea la postura que tengas, sin duda ya llegas algo ganado cuando estás repantigado contra el respaldo en lugar de ganándote unas varices a pulso por aguantar de pie hora tras hora. Y aunque en algunos despachos y oficinas hay sillas malas, peores que potros de tortura que te remuelen las vértebras y la corcusilla, no dejan de ser sillas.
Permanecer de pie voluntariamente durante horas es de locos. Nada puede ser tan maravilloso que te obligue a quedarte en semejante postura. Ni siquiera los viejos trucos militares de cambiar el peso de un pie a otro ayudan a pasar el trago. Debe haber estudios médicos que digan que el ser humano no está preparado anatómicamente para permanecer de pie tanto rato, sino de qué hubiéramos inventado las sillas. Si aún pudiéramos apoyar los brazos en el suelo en plan gorila, algo más de aguante tendríamos, pero la evolución fue puñetera en ese sentido con nosotros y nos hizo listos, pero débiles en cuanto a mantener la vertical en estático.
Y, ahora que lo pienso, casi lo mismo os digo de sentarse en el suelo, que ni es sentarse ni es nada, eso es maltumbarse. Sentarse en el suelo es incómodo y fatigoso, y acaba por ser doloroso. Uno acaba hecho un cuatro, medio histérico por no dar con la postura adecuada. Te agachas, te pones en cuclillas, cruzas las piernas a lo indio, las estiras… Menudo azogue. Hasta que acabas por levantarte o tumbarte, y tampoco aguantas mucho tiempo así, porque, en realidad, así no hay manera de comer, beber o mantener una conversación en condiciones. Porque lo que tú quieres es sentarte de verdad. Y por eso la gente acaba por echarse una silla plegable al coche cuando va a la playa o a la piscina.
Sillas con brazos y sin ellos. De madera, de mimbre o de plástico (letales en verano). Con ruedecicas o giratorias. De las que apenas te cabe el culo a tresillos en los que desparramarse a gusto. Una mecedora es ya el summun. Mirad a los abuelos sentados en las noches de verano en sus sillas a la puerta de sus casas. Eso es la felicidad. Y me despido por hoy con una cita atribuida a Benjamín Franklin: “El hombre descontento no encuentra silla cómoda”.




domingo, 7 de julio de 2013

El bosque en el bosque de neón


Salvo los renegados del arado, los albaceteños tenemos querencia por el campo y la naturaleza, querencia que se refleja en nuestros parques, supervivientes del esquilme municipal de décadas. Nos gusta lo verde, aunque sea porque contrasta con el terruño ocre y el asqueroso gris del asfalto. Tampoco es que seamos un prodigio de ecologismo, pero estoy convencido de que la mayoría trata de comportarse ante el medio ambiente.
Nos gusta el césped, y adoramos los árboles. Puede que no les prestemos mucha atención, pero sí que nos percatamos de su ausencia, y los echamos de menos, cuando por una u otra circunstancia, desaparece uno de nuestras calles. Pero pijo, decimos ante el alcorque vacío, o rellenado de cemento, si aquí había un árbol. Y nos preguntamos quién se lo ha llevado y por qué. Y lo normal es que no encontremos ninguna respuesta satisfactoria.
Hasta ese momento, para el ojo del vecino el árbol no es más que parte del mobiliario urbano. Como una farola, una papelera o la máquina de la zona azul, tan presente en nuestras vidas. Se nos olvida que es un ser vivo, que probablemente lleve en el barrio más tiempo que tú, pero por aquello de que los entes vegetales no votan –aunque tú sí puedes votar a berzas y alcornoques- no se les tiene en consideración. Si acaso, si alguien humano levanta un poco la voz para salvaguardar su integridad, pueda llegar a recibir algo de atención, pero lo normal es que sea tratado como un objeto inanimado, una cosa que lo mismo que está, desaparece.
Un árbol menos. Una sombra menos. Y anda y que no las echas de menos en nuestros asfixiantes veranos. En esas calles donde el sol estival de mediodía cae en picado y no hay ni una mala zona de sombra que alivie el camino, pararse de pronto al pie de un árbol con algo de verde en la copa, le revive a uno unos minutos, lo justo para coger aire, añorar la gorra y apretar el culo para el resto del camino.
A mí, que ya me impresionan los árboles en la ciudad, verlos sueltos por ahí, tanto solitarios en mitad de un sembrado como en manadas, formando densos bosques que se expanden entre los campos, por encima de los cerros, me sobrecogen. Ganas me dan de parar el coche, y dar media vuelta hacia ellos, para caminar entre sus altos troncos, sus mosquitos, y el murmullo de sus hojas mecidas por el viento. Por lo general, al estar en terreno privado, contengo estos arrebatos waltwhitmanos, no vaya a llevarme una perdigonada; pero si el lugar está abierto al público, cosa que no abunda, y con razón, por culpa de tanto guarro y tanto imprudente, sí que me pierdo un poco en la arboleda, dejando volar mi imaginación de friki hacia mundos de fantasía, o al medievo, o a cualquier lugar en donde pudiera desenvainar una espada en un bosque. Sólo me pasa esto en los bosques y en los castillos, por cierto.
Y por eso mismo se me cae el alma a los pies cuando, desde la ventanilla, veo los efectos de los incendios forestales. Esa tierra negra devastada como un cáncer que lo haya devorado todo es una imagen terrible que se te queda grabada en la cabeza. Si además el incendio está fresco y encima te llega el olor a quemado, la sensación es escalofriante. Es imposible considerarlos nunca más como meros objetos. Esa destrucción te cala muy dentro -o al menos debería hacerlo si no eres un psicópata-, y cuando vuelves a la ciudad , miras a los cuatro o cinco árboles más cercanos a tu casa con otros ojos. Con ojos más humanos. Qué cosas, ¿no?




Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...