domingo, 7 de julio de 2013

El bosque en el bosque de neón


Salvo los renegados del arado, los albaceteños tenemos querencia por el campo y la naturaleza, querencia que se refleja en nuestros parques, supervivientes del esquilme municipal de décadas. Nos gusta lo verde, aunque sea porque contrasta con el terruño ocre y el asqueroso gris del asfalto. Tampoco es que seamos un prodigio de ecologismo, pero estoy convencido de que la mayoría trata de comportarse ante el medio ambiente.
Nos gusta el césped, y adoramos los árboles. Puede que no les prestemos mucha atención, pero sí que nos percatamos de su ausencia, y los echamos de menos, cuando por una u otra circunstancia, desaparece uno de nuestras calles. Pero pijo, decimos ante el alcorque vacío, o rellenado de cemento, si aquí había un árbol. Y nos preguntamos quién se lo ha llevado y por qué. Y lo normal es que no encontremos ninguna respuesta satisfactoria.
Hasta ese momento, para el ojo del vecino el árbol no es más que parte del mobiliario urbano. Como una farola, una papelera o la máquina de la zona azul, tan presente en nuestras vidas. Se nos olvida que es un ser vivo, que probablemente lleve en el barrio más tiempo que tú, pero por aquello de que los entes vegetales no votan –aunque tú sí puedes votar a berzas y alcornoques- no se les tiene en consideración. Si acaso, si alguien humano levanta un poco la voz para salvaguardar su integridad, pueda llegar a recibir algo de atención, pero lo normal es que sea tratado como un objeto inanimado, una cosa que lo mismo que está, desaparece.
Un árbol menos. Una sombra menos. Y anda y que no las echas de menos en nuestros asfixiantes veranos. En esas calles donde el sol estival de mediodía cae en picado y no hay ni una mala zona de sombra que alivie el camino, pararse de pronto al pie de un árbol con algo de verde en la copa, le revive a uno unos minutos, lo justo para coger aire, añorar la gorra y apretar el culo para el resto del camino.
A mí, que ya me impresionan los árboles en la ciudad, verlos sueltos por ahí, tanto solitarios en mitad de un sembrado como en manadas, formando densos bosques que se expanden entre los campos, por encima de los cerros, me sobrecogen. Ganas me dan de parar el coche, y dar media vuelta hacia ellos, para caminar entre sus altos troncos, sus mosquitos, y el murmullo de sus hojas mecidas por el viento. Por lo general, al estar en terreno privado, contengo estos arrebatos waltwhitmanos, no vaya a llevarme una perdigonada; pero si el lugar está abierto al público, cosa que no abunda, y con razón, por culpa de tanto guarro y tanto imprudente, sí que me pierdo un poco en la arboleda, dejando volar mi imaginación de friki hacia mundos de fantasía, o al medievo, o a cualquier lugar en donde pudiera desenvainar una espada en un bosque. Sólo me pasa esto en los bosques y en los castillos, por cierto.
Y por eso mismo se me cae el alma a los pies cuando, desde la ventanilla, veo los efectos de los incendios forestales. Esa tierra negra devastada como un cáncer que lo haya devorado todo es una imagen terrible que se te queda grabada en la cabeza. Si además el incendio está fresco y encima te llega el olor a quemado, la sensación es escalofriante. Es imposible considerarlos nunca más como meros objetos. Esa destrucción te cala muy dentro -o al menos debería hacerlo si no eres un psicópata-, y cuando vuelves a la ciudad , miras a los cuatro o cinco árboles más cercanos a tu casa con otros ojos. Con ojos más humanos. Qué cosas, ¿no?




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