domingo, 28 de abril de 2013

El saco de harina de Gridley

En esa magnífica red de historias y anécdotas del lejano oeste de Mark Twain que es “Pasando fatigas”, he encontrado el fabuloso relato del Saco Sanitario de Harina que no me he resistido a compartir con vosotros. Nos explica el fabuloso cuentista americano que en la ciudad de Austin, en el condado del río Reese, vivía un antiguo compañero de clase suyo, el señor Reuel Gridley, que se presentó un día para alcalde. El otro candidato y este Gridley hicieron algo así como una apuesta, según la cual el perdedor de las elecciones sería obsequiado públicamente por el vencedor con un saco de harina de unas cincuenta libras (unos 22,6 kilos), que tendría que llevarse a cuestas hasta su casa. Como se veía venir, Gridley perdió y se tuvo que llevar sobre el lomo el condenado saco, con la banda de música y todo el pueblo detrás, para más cachondeo general. Y cuando llegó a su casa cayó en la cuenta de que no necesitaba tanta harina para nada. Entonces, alguien sugirió que la vendiera a beneficio del Fondo Sanitario –algo así como la Cruz Roja, que se encargaba de prestar asistencia médica a los soldados veteranos de la Guerra de Secesión Americana-, y lo cierto es que no era mal plan. Sin moverse del sitio, Gridley se subió a una caja y comenzó a subastar el saco de harina. Entre risas y guasas, el caso es que la harina fue vendida en doscientos cincuenta dólares. Cuando le preguntaron al comprador dónde quería que le enviaran su adquisición, el tipo dijo que e ninguna parte, ¡que lo subastara otra vez! Si hacemos caso del relato, según Twain, Gridley se pasó todo el día subido en la caja, subastando una y otra vez el saco de harina hasta que se puso el sol. Se lo había vendido a trescientas personas, había cobrado ocho mil dólares y aún tenía el saco en su poder. La noticia de la venta del saco corrió como la pólvora por todo el territorio y reclamaron desde Virginia, ciudad donde Twain ejercía de periodista, a Gridley y a su saco para repetir la hazaña. En dos días, con recepción oficial con cabalgata incluida y discursos, se sacaron cinco mil dólares el primer día y el segundo, con una ruta por las vecinas poblaciones de Gold Hill, Silver City y Dayton, más de cuarenta mil dólares en billetes y monedas de oro. Gridley y su saco recorrieron en tres meses buena parte del país, de costa a costa, hasta Saint Louis, donde al fin la harina fue utilizada para fabricar pasteles, que también fueron vendidos a un precio elevado. Según los cálculos finales realizados, el saco de Gridley se había vendido por una suma total de ciento cincuenta mil dólares de 1864. Hasta aquí el relato de Twain. Basta un vistazo a la red, por aquello de corroborar la historia, para encontrarnos en la edición en inglés de la Wikipedia con un retrato de Reuel Colt Gridley con el famoso saco al hombro. También se nos dice que la cantidad definitiva de tanta subasta superó el cuarto de millón de dólares y que, aparte de declarar su casa como lugar de interés histórico, desde hace unos años tiene su propia estatua y es un héroe local en Austin. Asimismo, descubrimos que cuando Gridley logró deshacerse del saco de harina y regresó a su casa, dado que se había pagado los viajes de su propio bolsillo, se encontró con que estaba en la ruina y no le quedó otra que emigrar a California, donde murió en la pobreza seis años después. Un triste final para un hombre que hizo mucho bien y que supo sacar el lado solidario a un país destrozado por la guerra civil.

domingo, 21 de abril de 2013

Libros, libros

De un tiempo a esta parte, desde que irrumpió en nuestra vidas el libro electrónico, y llega el Día del Libro, se promueven  en los medios de comunicación absurdos debates entre quienes prefieren la edición digital y la de papel. Absurdos, porque a estas alturas de la película están muy claros los distintos usos y mercados de cada uno, que no son los mismos.
Los libros electrónicos, los ebooks, que no ereaders, que son los aparaticos, los lectores electrónicos, se han convertido en un recurso fácil y cómodo para leer. A la inmediatez de poder comprar y leer al segundo siguiente las últimas novedades editoriales vía internet, generalmente por wifi, tiene la gran virtud del ahorro de espacio y de peso, la modificación del tipo de letra, y el ahorro monetario que supone. Más ahorro, si cabe, puesto que la inmensa mayoría de poseedores de  los ereaders se descargan los libros gratis, que otros lectores han escaneado, maquetado y convertido antes.
Llamadlo piratería, archivo compartido o como quiera, pero lo cierto es que cualquier elemento susceptible de ser digitalizado acaba por encontrarse gratis en la red de redes, y a poco que se busque en la Gran G, uno se lo descarga y lo mete en el aparato para leérselo después. 
Ayuda mucho a este trapicheo el que cuando los editores marcan los precios de las versiones electrónicas, lo fijen alrededor de los diez o quince euros, el precio estándar, cuando la edición en papel cuesta casi veinte. Y por cierto, a veinte euros de media el libro de papel también se me figura caro. Culpen ustedes a la idiosincrasia hispana, a los hackers o a Perico de los palotes, clamen al cielo y a las autoridades, argumenten todo lo que quieran sobre el trabajo de los maquetadores, traductores, ilustradores y escritores, que sí, pero nadie en su sano juicio paga diez euros por algo que no existe físicamente, y que puede encima encontrar gratis. Para esto es mejor no venderlos. En serio, señores editores, si no es a un euro, no vendan ebooks. No solucionarán nada, porque siempre habrá un tipo con un escáner y tiempo libre, pero se ahorrarán disgustos.
Los libros en papel se dividen ya en dos tipos: el primero, el bestseller de turno, de edición relativamente barata y asequible, de fácil lectura, servido por una salvaje campaña de marketing donde te lo ponen hasta en la sopa y que acaba siendo masivamente regalado en cumpleaños, navidades, diasdellibro y demás, hasta ser adaptado al cine. Estos son los libros que acaban por ser pasto de OCR, servidos en carpeta comprimida y descargados, lentamente pero gratis, previa resolución del código captcha, pero se venden tantos en papel en los centros comerciales que el daño que puede hacerles el ebook gratis es mínimo.
Luego están los otros, los LP, los blue-rays edición coleccionista, los libros caros, objeto de deseo de los lectores con una miaja de criterio, modernos, especializados, los que tienes que pedir al librero que te traigan porque no están en la mesa con las sombras de Grey y los juegos de tronos. Estos no los escanea ni el Tato, primero por el dinero que valen, y segundo porque quien lo quiere lo quiere en la mano, con sus sobrecubiertas, su lomo y su panceta y sus páginas bien cosidas y encoladas. Libros que te regalas a ti mismo, o tienes que engañar a cuatro amigos para que te lo compren en tu cumpleaños. Estos son los libros en que pensamos cuando pensamos en libros.
¿Quién demonios va a descargarse -para leerlo- Por el camino de Swann? El que quiere leer a Proust lo hace pagando gustoso por un tocho que a duras penas cabrá en la estantería.
Son estas ediciones y estos lectores, dos de ambos tipos, quienes garantizan la pervivencia del libro de papel. Cómo van a desaparecer, si dan dinero. Son las (falsas) ediciones de bolsillo la que están condenadas a la perdición, sus textos, reeditados en ocasiones hasta la saciedad, los que se encuentran mayoritariamente en los discos duros de los ereaders.
El lector omnímodo, así, se encuentra en su casa un día con que puede elegir entre un libro en papel de El maestro del Prado, regalado por un amigo invisible; la trilogía de Grey, que, en un arrebato de curiosidad, se descargó gratis por USB en el Kindle; o la bonita edición de Valdemar de Centauros del desierto. Eso en teoría, en la práctica casi estaríamos hablando de tres tipos de lectores distintos que no se interrelacionan a los que el mercado editorial debería prestar más atención.


jueves, 18 de abril de 2013

Hacha

Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo? (...) Un libro tiene que ser el hacha que rompa el mar congelado que llevamos dentro.
Franz Kafka



lunes, 15 de abril de 2013

Hogar, dulce hogar

Observé el otro día como un conocido diferenciaba al hablar de dónde vivía entre “el piso” y “su casa”. Tardé un poco más de la cuenta en darme cuenta de que, en realidad, se estaba refiriendo a dos sitios distintos. El piso era un piso en donde vive de alquiler con su novia aquí en la ciudad. La casa era otro piso, el de sus padres, en el pueblo, adónde sólo iba algún que otro fin de semana al mes. En el primero tenía todas sus cosas de ahora, vive, come y duerme, con su chica. En la segunda están las cosas viejas, lo que no se trajo, y suele ir más bien solo.
Me interesaba el matiz del posesivo. Por qué no sentía el piso en el que vive y convive a diario desde hace más de cinco años como suyo, y sí lo hacía con el del pueblo, donde apenas debía caber en su viejo dormitorio. Hablé con él, a ver si me lo explicaba, pero en realidad no tenía ni idea. Ni siquiera era consciente de aquella peculiaridad hasta que yo se lo dije.
Más tarde, llegué a mi casa y me detuve en la entrada con la llave en la mano. Qué es lo que te hace sentirte en “tú” casa, pensé. Los recuerdos, las vivencias, tienen su parte de culpa, pero no dejan de ser algo accesorio. Hay que buscar una causa más profunda, algo más intrínseco, algo que te cale hasta un nivel subconsciente de tal manera que te afecte, sin percatarte, en el habla.
Abrí la puerta y eché un vistazo. Los cuadros, las fotos, los libros, centenares, miles de pequeños detalles construidos día a día saltaron a mis ojos. Pero, como este amigo, la casa de mis padres también rebosa quincalla emocional por doquier, así que tampoco debía ser eso. Tuve en consideración la baza monetaria, en mi piso había más propiedades mías, pagadas de mi agujereado bolsillo, que en el domicilio paterno, donde, por lógica, habían sido mis progenitores quienes habían aflojado la mosca. Pero reducir la sensación hogareña a una cuestión de almacenaje materialista era ridícula. Aún había más cosas mías en el trastero y eso no lo convertía en mi hogar.
Vi el televisor apagado. Pensé si poseer el poder del mando a distancia sería la piedra de toque de la sensación hogareña. Tendría que preguntárselo a mi chica más tarde. Sentía que estaba cerca. Describamos esa maldita sensación. Seguridad, familiaridad, calidez, intimidad… Eh, ahí sí que tenía algo. Porque intimidad en la casa paterna, la justa y necesaria, y en la vivienda de uno te puedes dar el gustazo de andar en pelotas por el salón o probar eso del centrifugado erótico-festivo. Pero, de nuevo, al considerar la situación de mi amigo, que se iba al pueblo sin su novia, me resistía a reducirlo todo a un argumento hedonista.
Fue entonces cuando, ya en el dormitorio, me senté en la cama para descalzarme y tuve una iluminación. Ahí estaba la respuesta. Me tumbe y lo vi claro como el día. La cama. La cama es ese lugar donde pasas un tercio de tu vida, donde puedes llegar a hacer de todo, y además dormir, al que acudes cuando estás enfermo, cansado, o con ganas de juerga. Todos sabemos el mal que puede hacernos una mala cama, y no digamos ya el bien de una buena. Mi amigo dormía en una cama que no era de su agrado y por eso regresaba al pueblo, para tumbarse en su cama. Y de “su” cama, la de toda la vida, la que conocía hasta el último muelle, por extensión hacía de aquel piso “su” casa.
Y así, reconfortado, me eché la siesta tan a gusto.
Más tarde, contemplé la posibilidad de que el váter también podía tener algo que ver en esta cuestión, pero esa es otra historia.

jueves, 4 de abril de 2013

200: La aventura del Borges sherlockiano inédito (y falso)

Esta entrada tiene miga, así que me permitiréis, amigos, que prolongue unas líneas su ya de por sí abultada extensión con unas cuantas líneas más. Hay que explicar qué es esto, de dónde sale y por qué ahora. Pues bien, se trata de un cuento sherlockiano inédito de Borges, una ficción de las que le gustaban al Maestro, que escribí en 2006, entonces XX aniversario de la muerte de Borges, para mi fanzine Barcacola. Después de eso, perdí el texto y perdí el fanzine y nunca más lo volví a encontrar. Hasta hace unos días que, mirando en una carpeta del disco duro, hallé el pdf de aquel fanzine (entitulado Con buena polla bien se Borges) y he recuperado aquellos burdos textos, donde sobresale este, para que lo leais ahora, en la que es la entrada 200 de este humilde blog.

 * * *
Introducción: Elemental, Mr. Borges: la aventura del pastiche perdido
Jaime Gil-Bouza
 
Conocí al profesor Mauro Gusenberg hace siete años. Ambos habíamos sido invitados por la Feria del Libro de Amsterdam para participar en un ciclo de conferencias, que se ofrecían entonces por el centenario de Jorge L. Borges. Fue en una mesa redonda en la que íbamos a tratar la conexión entre el maestro argentino y la literatura policíaca donde coincidí con este gran filólogo e investigador, catedrático de Lenguas Hispanas en la Universidad Presbiteriana de Los Angeles. He de confesar que Gusenberg y yo monopolizamos el uso de la palabra, convirtiendo la reunión en un debate a dos; sin embargo, nadie protestó, supongo que porque el público asistente y el resto de miembros de la mesa permanecían absortos en el meollo de nuestra discusión. Agotado el tiempo del evento, el profesor y yo nos reunimos en la cafetería, donde proseguimos la charla rodeados por cierto número de discretos espectadores. No fue hasta el final de la noche cuando Gusenberg me hizo partícipe de la confidencia que ha terminado por desembocar en el descubrimiento que se ofrece a continuación.
Para cualquier mínimo conocedor de la obra del maestro, es evidente que Jorge Luis Borges dedicó gran parte de su tiempo y de sus obras al género policial, desde la escritura de reseñas y críticas para El Hogar, a la publicación de este tipo de narrativa a través de la publicación Séptimo Círculo, codirigida con Bioy Casares entre 1945 y 1955. Y por supuesto, con sus propias aportaciones al género como El jardín de senderos que se bifurcan (1941), Honorio Bustos Domecq y sus Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) creado junto a Bioy Casares, y Benito Suárez Lynch y su Un modelo para la muerte (1946). Cita Pablo A.J. Brescia, amigo y colaborador de Gusenberg, en su ensayo Borges, el policial y la teoría del cuento (2003) la respuesta que los creadores de Isidro Parodi dieron en 1961 a la eterna pregunta de qué es el género policial: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde, solamente porque le falta el prestigio del tedio. Paradójicamente, sus detractores más implacables suelen ser aquellas personas que más se deleitan en su lectura. Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio.”
Brescia centra la atención de su estudio en Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, quizá a sugerencia de Gusenberg, pues ya veremos que es este y no otro el relato del que parte toda la historia. Resulta paradójico que sea este cuento, casi maldito y desconocido por la mayoría, paradigma de la narrativa borgiana policial, pero resulta aún más increíble si conocemos lo que me refirió quedamente el profesor Guserberg aquella fría noche holandesa, según el cual existía una pretérita versión del relato, un pastiche de juventud donde uno de los protagonistas era nada menos que Sherlock Holmes. Puede imaginarse mi ansiedad ante semejante noticia. Los avatares que se han venido sucediendo a lo largo de más de un lustro de investigaciones, necesarios no sólo para localizar y obtener el manuscrito, si no para su autentificación, han sido largos y difíciles —como se podrá ver, junto al exhaustivo estudio que esta obra merece, en el libro que el profesor y yo preparamos para el próximo año—, pero creemos que ha merecido la pena.


La aventura del primo asesinado
(de los archivos de John Dunraven, Poeta)
Transcribo este relato a partir de las excitadas notas que tomé en su día, y aunque he de admitir que los volubles hados favorecen más mi mano cuando lo que escribo se compone de métrica y ritmo, no ha de pensarse que lo aquí expuesto carezca de calidad, y mucho menos, que sea una falsedad. Dos son los inconvenientes que hasta el día de hoy me habían impedido plasmar como merecían los trágicos hechos acaecidos en Londres hace seis años. El primero, mantener en el anonimato el buen nombre de los implicados. El segundo, es el doctor, y ahora escritor, John H. Watson. El doctor Watson, a través de su agente, el célebre escritor Conan Doyle, ha editado a lo largo de los últimos años algunas de sus correrías junto al lamentablemente finado detective Sherlock Holmes en The Strand Magazine, y de alguna manera ha creído imprescindible erigirse en su único biógrafo oficial, amenazando y descalificando a quien, como es mi caso, también tuviera ocasión de conocer al gran investigador y pretenda poner aquellas experiencias negro sobre blanco.
Sin pretender entrar en más disputas legales con estos dos señores, me considero perfectamente legitimado a plasmar ahora, a mi antojo, pero sin faltar a la verdad, los trágicos sucesos de agosto de 1887. Por aquel entonces, el doctor Watson llevaba apenas unos meses casado y Holmes proseguía con su actividad indagadora, las más de las veces en solitario. Acababa de culminar con éxito la titulada como “La Aventura del Hombre del Labio Retorcido”, y a punto de implicarse en los funestos sucesos descritos en “Las Cinco Semillas de Naranja”. Por aquel entonces andaba yo ocupado en la construcción de una forma poética proporcional al soneto shakespeariano, pero empleando únicamente fonemas. Mi vida era un tanto bohemia y disoluta, no me avergüenza decirlo; derrochaba gustoso, y aún hoy lo hago, el fruto de mis heredadas rentas en los vicios y caprichos más absurdos. El nombre de Sherlock Holmes y sus extraordinarias habilidades sonaba en los círculos más insospechados que frecuentaba. Tanto las gentes de buen yantar, como los desdentados borrachos del East End, referían extravagantes historias sobre un sujeto alto y desgarbado cuya inteligencia superaba a la del mismo diablo. Yo, que me preciaba de conocer a todo personaje interesante de la City, no pude menos que visitar el 221B de Baker Street y presentarme ante él. Cinco días me costó ser recibido. En mis frustradas idas y venidas al domicilio, apenas pude entresacar algo de información a Mrs Hudson sobre su inquilino, pero bastó para decidirme a plantarme ante la puerta durante el tiempo que hiciera falta. Fuera por aburrimiento, o por el ánimo de poner fin a mi asedio, al cabo de una hora recibí de un chiquillo harapiento el recado de Holmes, que a la postre me recibiría el viernes a la hora del té.
Vestido para la ocasión, y con un pequeño libreto de mis poemas más aclamados bajo el brazo a modo de presente, me adentré puntualmente en el apartamento del detective, el día y la hora designada. Y si el doctor Watson ha demostrado no tener una prosa muy pulida, hay que otorgarle el buen ojo clínico para las descripciones, pues no vi nada en el salón que no haya sido bien descrito por el viejo médico. Al punto que, dentro de lo que parecía un sistematizado desorden, si tal término puede aplicarse, se hallaban allí los artilugios científicos, el violín, los gruesos volúmenes de las más diversas ciencias en multitud de idiomas, un revólver, y un legajo de cartas bajo una navaja clavada en el estante de la chimenea. Todo ello envuelto en un indescriptible olor, mezcla de tabaco de pipa y de algún apestoso experimento químico. Holmes estaba de espaldas a mí. Miraba por la ventana con fijeza y apenas me gruñó un saludo. Cuando se hartó de observar, se giró y clavó en mí sus penetrantes ojos grises. La mirada logró arrancarme un fuerte escalofrío. Sin decir una palabra, me indicó que tomase asiento en el sillón.
—Mr Dunraven —me dijo. Tuve la sensación de que estaba irritado—. No tengo mucho tiempo para tonterías cortesanas… He decidido concederle cinco minutos, tras lo cual, espero que se marche de aquí y no vuelva a importunarme.
Yo estaba como hipnotizado. Era como estar frente a un halcón transubstanciado en hombre. Su dureza policial me intimidaba y me fascinaba a la vez. Un personaje digno de llevar a mi club.
—¿Sabe usted algo de poesía? —me atreví a decir, sin pensar en lo que hacía. Del mismo modo, le tendí mi librito, que ni siquiera miró.
—La aborrezco. Los poetas no son más que escribanos sin capacidad para hilar una frase con otra, de ahí que sus párrafos se corten antes de llegar al margen de la página y traten de llenar el vacío de sus argumentos con temas supuestamente “universales” como el amor o la muerte.
—¡Bravo! —exclamé, al tiempo que procuraba memorizar toda la parrafada. Holmes se sonrió y se sentó en su butaca—. Hace tiempo que intento convencer a mis colegas de que la poesía, tal y como la conocemos, ha muerto. Yo trabajo en…
Ocurrió entonces que unos golpecitos leves nos interrumpieron. Mrs Hudson hizo acto de presencia con la tarjeta de un caballero que, según informó, aguardaba abajo con gran impaciencia. Holmes se incorporó de un salto, leyó el nombre del recién llegado y le indicó a la ama de llaves que le hiciera subir. Luego se dirigió a mí y me dijo que era mi día de suerte. A continuación, tomó una pipa y se recostó en el sillón con aire distraído. De repente, Holmes pareció llevar ahí acomodado toda la tarde, disfrutando de su tabaco y mi conversación.
El caballero se presentó como Edward Ticklingdale. Era un individuo fornido, trajeado con elegancia aunque algo desconjuntado, y estaba visiblemente nervioso. Aquel hombre tenía miedo y su organismo respondía ante la amenaza con una permanente tensión en su rostro y en sus formas. Holmes apenas le dedicó un vistazo, pero yo intuía que a los detectivescos ojos le habían sobrado segundos para hacer un análisis completo de la inoportuna visita. Casi sin pausa, enlazó su presentación con la exposición del problema que le había traído hasta allí. Venía por recomendación de Sir … y enseguida refirió los hechos. Este Ticklingdale acababa de llegar a Inglaterra proveniente de África Oriental donde había hecho una aceptable fortuna en sociedad con un medio primo suyo llamado Douglas Pemberton. Debido a una incipiente rebelión de las tribus locales en la zona donde operaban, los dos parientes decidieron disolver la sociedad y emprender el regreso a la civilización, pero cuando llegó el momento del reparto de capital, no hubo acuerdo y se enzarzaron en un temible conflicto. Finalmente, las autoridades de la Compañía Imperial Británica decretaron que todo lo obtenido pertenecía legalmente a Ticklingdale. Pemberton rechazó el veredicto, juró vengarse y desapareció. Desde ese instante, Mr Ticklingdale no había podido dormir tranquilo; se había embarcado rumbo a Europa siempre bajo la velada sombra de su primo, al que consideraba una criatura feroz e implacable, y hasta dotado de poderes “mágicos” obtenidos a través del trato con los hechiceros africanos. Así, su exabrupto de venganza había sido más una maldición, pues literalmente Pemberton había jurado que “ni la Muerte podría detener su mano”. La simple mención de una intervención extranatural incomodó a Holmes, que hizo un ademán de desprecio. A mí, en cambio, el detalle me pareció sobrecogedoramente atrayente, pues siempre he pensado que la magia forma parte del lado oscuro de la vida.
El último encuentro entre los ex socios había sido apenas unos días atrás. De alguna manera, Pemberton, que le había seguido los pasos, logró alcanzarle en una de las etapas del viaje. Pemberton lo emboscó en el muelle con las peores intenciones. Hubo una disputa, seguida de una pelea, que se saldó con un disparo por parte de Ticklingdale y la caída al mar del asaltante. Después de la infructuosa búsqueda de su cuerpo, Pemberton fue dado oficialmente por desaparecido, y considerado muerto. Pero Ticklingdale ignoraba si había llegado a herirle de veras, y no se fiaba y aún temía por su vida. La amenaza del primo pesaba como una losa de mármol sobre él, por ello, para defenderse de una nueva agresión había arrendado Gillingham Manor considerada, más que una mansión, una pequeña fortaleza ubicada a las afueras de Londres, en la propiedad del eterno insolvente Sir …, con un criado y un feroz perro guardián. Holmes quiso tranquilizarle. Si su primo había muerto en el puerto, no había nada que temer. Si había logrado sobrevivir, la policía acabaría por detenerlo. El detective debía conocer la casa Gillingham, porque aseguró que el lugar tenía merecida fama de inexpugnable; estaba seguro de que resistiría la entrada tanto de un hombre como de una banda numerosa de bandidos. Dio algunas instrucciones de seguridad a Ticklingdale y le ratificó por enésima vez que sus servicios no podrían ir más allá de indagar en el paradero, vivo o muerto, de Douglas Pemberton. Sin más dilación, Holmes lo despidió. Yo me percaté, cuando vi salir a Mr Ticklingdale, de que este no se había sentado en ningún momento, y que toda la escena había durado apenas unos minutos. Ciertamente, la vida de detective era lo más excitante que había visto nunca. Holmes me rogó que le disculpara y se levantó para vestirse de calle. Fue la primera vez que Holmes me habló con educación. Me fui de allí con la impresión de que había sido partícipe en la génesis de un caso de investigación criminal que habría de ser legendario.
A los dos días, recibí un mensaje del mismísimo Sherlock Holmes donde se me convocaba en la estación del norte en una hora. Por suerte, no hay cochero en Londres que no fuerce el galope de sus pencos por una guinea. Encontré a Holmes a pie de andén, listo para tomar el tren de las 18:27 cuya primera parada era, según supe más tarde, el condado de …, lugar donde se alza Gillingham Manor. Evidentemente, tenía muchas preguntas que hacerle a Holmes, pero él se adelantó a darme las respuestas en cuanto nos acomodamos en nuestro departamento.
—Mr Dunraven —me dijo, en tanto rebuscaba en sus bolsillos algo con lo que encenderse la pipa. Le pasé mis cerillas—, he decidido que me acompañe en esta pequeña aventura, más que nada porque fue usted testigo de su inicio el pasado viernes…
—Así que vamos a ver a Mr Tickingdale.
—Es más apropiado decir que vamos a contemplar lo que queda de él.
—¿Cómo? —exclamé, sorprendido—. ¿Tickingdale ha muerto?
—Él, el criado y el perro. Todos asesinados dentro de Gillingham Manor. Sir … me ha enviado un mensaje comunicándomelo. Debido a los especiales componentes del caso, tanto Sir …, como la policía local han pedido mi colaboración.
—Pobre Tickingdale. Al final le atrapó la maldición de su primo.
—Ya veremos, ya veremos.
Durante el resto del breve trayecto, Holmes permaneció sumido en un tenso mutismo, ensimismado con sus pensamientos. De tanto en cuando, le vi musitar la palabra “criado”. Tampoco se inmutó cuando le pedí mis cerillas, así que tuve que buscar a alguien que pudiera darme fuego. En la estación de … nos esperaba Sir … con un coche de caballos. Recordaba al buen caballero, y él a mí; ambos frecuentábamos más ambientes insanos que los propios de nuestra cuna, con la salvedad de que las rentas de Sir … menguaban más aprisa de lo que podían regenerarse, amén de la perdición de las apuestas, a las que tan aficionado era, y que habían motivado, creo, que llegase a conocer a Holmes. Sir … nos puso al corriente de los detalles a bordo del coche que nos conducía a la supuesta fortaleza.
Había sido el propio Sir … el que había dado aviso a la policía, pues había acudido a primera hora al domicilio de Tickingdale para recibir una parte en metálico del arrendamiento de la casa, tal y como habían establecido días atrás. También tenía curiosidad por saber cómo se había desarrollado la entrevista con Holmes. Sir … llegó a la casa y lo primero que le llamó la atención fue no oír los ladridos del perro, una enorme bestia que él mismo había traído desde su cottage. Esperó casi una hora, momento que aprovechó para caminar alrededor de la mansión sin ver nada extraño. Llamó una última vez y se decidió a entrar con su propia llave, acuciado por una necesidad fisiológica. Entonces, en el vestíbulo, descubrió el cadáver del perro. Al pie de la escalera tropezó con el cuerpo sin vida del criado, y ya en la biblioteca, halló al pobre Ticklingdale tendido boca arriba y con el rostro completamente desfigurado. Horrorizado, Sir … salió de allí directo al cuartel de la policía, desde donde había escrito el mensaje. Los agentes de la ley habían retirado los cadáveres del animal y del sirviente, pero Ticklingdale seguía bajo una sábana, a la espera de que compareciera algún inspector de Scotland Yard, o Sherlock Holmes, pues ninguno se explicaba cómo había podido el asesino entrar y salir de la inexpugnable Gillingham Manor sin dejar huellas de su paso. Sir …, por descontado, estaba fuera de toda sospecha.
—Un crimen no ya de habitación cerrada —musitó Holmes—, si no de una casa entera.
Por supuesto, Sir …, que conocía la historia de Ticklindale, había puesto a la policía sobre la pista de Douglas Pemberton, el primo muerto. Tanto él como yo coincidíamos en que la causa de su muerte había sido la mano del ex socio; “viva o muerta” dije, rememorando la maldición que nos contase el interfecto. Holmes me observó con firmeza, pero no llegó a replicarme, si bien saltaba a la vista que era incapaz de considerar en serio la intervención sobrenatural.
Mi primera impresión de Gillingham Manor fue la de que estaba ante una construcción hecha para resistir el embate del tiempo siglos y siglos. Se asemejaba más a una iglesia románica que a una casa de campo. Gris y frugal como una gran muralla de piedra que hubiera sido excavada para acoger a sus habitantes. Las ventanas apenas eran ojivas, la puerta delantera era de una pesadez sobrehumana. Sin adornos, sin fisuras. Un bloque compacto inconcebible como vivienda, y sí como prisión. Holmes se mostró tan impresionado o más que yo. Antes que nada, examinó el exterior de la casa, los jardines y el resto de dependencias anexas, aunque Ticklingdale no había tenido tiempo siquiera de pisarlas. Tanto fuera, como más tarde, en la propia mansión, fui testigo de la meticulosidad con la que Holmes examinaba cada elemento en derredor. El punto donde fue encontrado el perro. La disposición del cadáver del criado. Y Ticklingdale. Le dedicó una hora al buen hombre. Yo no resistí ni cinco minutos la contemplación de aquellas facciones borradas a fuerza de golpes. Una cara convertida en una sanguinolenta masa amorfa. Creo que hasta Holmes tuvo dificultades para reconstruir mentalmente el rostro del sujeto que le había pedido ayuda hacía cuarenta y ocho horas. Cuando el detective consideró que ya había visto suficiente, apareció el inspector Dearnley, de Londres, quien pronto se hizo eco de la opinión generalizada: Douglas Pemberton, fantasma o no, era el principal sospechoso. Si bien nadie lograba explicar cómo lo había hecho.
Me resultó imposible mantenerme callado en el viaje de vuelta a bordo del tren. Sin dudarlo, había elegido la versión más escabrosa e imposible de los hechos, esto es, que el primo había consumado su venganza después de muerto y había entrado en la mansión de manera incorpórea. Fue ahí cuando consideré seriamente anotar todos los pormenores del caso para, a posteriori, elaborar un sobrecogedor relato a la manera de Mary Shelley. Esta ocasión, Holmes me sonrió, como asintiendo, y he de decir que ese ademán me llenó de pavor por un instante.
—¿Sabe una cosa, Mr Dunraven? En cierta manera, tiene usted razón…
—¿En qué sentido, Mr Holmes? ¿Acaso la lógica detectivesca puede considerar la existencia de espíritus vengadores y maldiciones?
—La pregunta que debería hacerse es por qué su “espectro” mató al perro y al criado a golpes.
Dicho lo cual, los dos tuvimos la boca cerrada hasta llegar a la estación. Antes de despedirnos, le rogué a Holmes que me avisara cuando creyera que el caso estaría resuelto. Sherlock Holmes, para mi sorpresa, me lo prometió. El sol no llegó a ponerse dos veces seguidas cuando recibí la tercera y última citación del detective, de nuevo en su despacho de Baker Street. Lo encontré de ánimo alicaído, cosa que achaqué a la posible frustración de haber topado con un caso de solución imposible. Qué poco conocía a Holmes, pues se trataba de todo lo contrario. Había resuelto el enigma, y por tanto, desvelado el misterio, por lo que este había perdido todo el interés. Yo también me sentí invadido por la melancolía, pues tuve el pálpito de que no habría más reuniones con Holmes después de esta —hecho confirmado por desgracia tras lo ocurrido en las cataratas de Reichenbach—. Así que, envueltos en un ambiente de despedida y humo azulado, Sherlock Holmes comenzó a exponer el desenlace del problema del asesinato de Edward Ticklingdale con estas palabras:
—El primo está muerto.
—¿Está muerto, ahora, o lo estaba ya antes, cuando cayó al mar?
—Mr Dunraven, olvídese ya de ese asunto del fantasma o lo echaré a patadas —refunfuñó—. Lo primero que ha de saber es que nadie que usase el nombre de Douglas Pemberton ha llegado a Inglaterra en la última semana. Lo he comprobado y supongo que lo estará haciendo ahora la policía.
—Pudo emplear otro…
—De hecho, fue así. Pero no se adelante. Los hechos previos están claros. Un primo persigue al otro desde Kenia hasta las afueras de Londres. Uno siempre va por delante, excepto en aquel puerto donde supuestamente se enzarzaron a golpes y a tiros y en donde, por descontado, ninguno murió. El que llega primero alquila la famosa “casa más inexpugnable del Reino Unido”, y se encierra con un criado y un perro. Sale sólo para hacerme una visita. Dos días después de esta, se encuentran muertos al perro guardián, al criado y al dueño de la casa. Todo indica que ha sido el segundo primo, del que desconocemos hasta la descripción, y se nos presenta el problema de descubrir cómo entró y salió de la dichosa casa. Yo se lo diré: por la puerta principal. Igual que usted y yo.
—¡Imposible! —exclamé.
—Es la única posibilidad, y por lo tanto, es la verdad. El dueño de la casa le dejó entrar…
—¿Con qué objeto haría Ticklingdale tal cosa, si temía a ese hombre más que a nada en el mundo? ¿Qué sentido tendría esconderse en Gillingham si luego le permite pasar? ¿Por qué iba entonces a matar al criado?
—Eliminó al criado porque había presenciado su entrada, y para darle ese toque fantasmagórico al crimen que tanta gracia le hacía a usted. Se fue a Gillinghan, no para protegerse, sino para tenderle una trampa a su primo, y le abrió la puerta para que el incauto cayese en ella y poder matarlo más cómodamente.
—Pero…
—No se impaciente, hombre. Decía que un primo dejó pasar al otro, lo mató y se deshizo de los testigos. Ahora bien, ¿cuál de los dos es el asesino y cuál la víctima? Es casi imposible determinarlo, pues el cadáver estaba intencionadamente irreconocible. Me mira usted con extrañeza, pero déjeme que le diga ahora el nombre con el que el segundo primo aparecía en el pasaje del barco que lo trajo hasta aquí: Edward Ticklingdale. Y aquí es donde surge el dilema: ¿era este un nombre falso o era el auténtico? O lo que es lo mismo, ¿a quién conocimos nosotros, a Ticklingdale o a un falso Ticklingdale? Sospecho que fue lo segundo, aunque no habrá manera de saberlo hasta que se atrape al asesino de Gillingham Manor, y de eso, se ocupará el inspector Dearnley. Lo que es incuestionable es que, como usted decía en el coche, uno de los primos está muerto. Corresponde a otros establecer su identidad.
Contemplé atónito a Holmes. Estaba convencido de que tenía resuelta hasta esa cuestión, pero que la falta de pruebas le hacía callar. La reunión, después de aquello, se prolongó poco más. En un momento dado, el detective dejó de hablarme para coger su violín. Después de oírle tocar magistralmente una solemne pieza, abandoné el apartamento para siempre.


El presente pastiche fue oficialmente presentado en la XIV Convención de las Letras Hispánicas celebrado en octubre de 2006, año del vigésimo aniversario del fallecimiento de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) por sus descubridores, el profesor Mauro Gusenberg y nuestro colaborador Jaime Gil-Bouza, y ahora nosotros se lo ofrecemos en exclusiva al gran público.




Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...