Es evidente que, a bote pronto, a uno le faltarían manos, y aún hasta vidas, para repartir tanta estopa como hace falta, pero en frío, y no siendo gilipollas, cuesta decantarse por un solo objetivo. Considérelo detenidamente: si tuviéramos la oportunidad, que digo, el milagro, de poder atizarle en todos los morros a una única persona, una sola vez, de verdad, ¿no merecería la pena escogerla con cuidado y justificadamente?
Cuando uno es una persona normal, un vecino de a pie, no es tan sencillo plantarse ante un prójimo y partirle, sin provocación previa, la cara. En este caso, habríamos que tener las razones muy claras e interiorizadas, puesto que más que la ira, habría de movernos un afán ajusticiador, y no es sencillo ejercer de juez y verdugo, aunque la sentencia sea una guantá.
Sin embargo, aunque nos costase un tiempo, que duda cabe que la lista de candidatos acabaría por reducirse a uno, y entonces sí, a ese se le atizaría. Unos para desfogarse, otros como compensación por las putadas padecidas, habría incluso quien lo haría para tratar de enmendar al hostiado -aunque sabemos que este sistema no funciona ni prolongándolo en el tiempo-, pero seguro que todos se relamerían después de gusto tras el golpe, mientras meten la mano en hielo.
Dar una hostia en estos términos debería ser un derecho constitucional, regido por un Ministerio o una Consejería de la Hostia. O mejor aún, por aquello de poder saltarle los empastes a otras gentes allende las fronteras, debería estar recogido en la declaración de los Derechos Humanos y defendido por la ONU. Bastaría con presentar una instancia y coger cita, como en el médico. Sin exponer motivos, que eso ya lo llevaría uno por dentro bien consensuado, y además nadie es quien para juzgar las razones que le llevan a enmendarle la plana a otro.
La hostia en cuestión podría retransmitirse en directo por televisión, y ante la cámara ya tendría ocasión el hostiador de exponer lo que le ha llevado hasta allí. El recinto ideal para hacerlo sería en nuestro país, por antecedentes y referencias culturales, la plaza de toros. El que pone el carrillo se situaría en el centro del coso, firme aunque sea amarrado a un palo, y el que pone la mano en frente, saludando a los tendidos y a quienes, desde sus casas, se agolparían frente a las pantallas de plasma. En los corrales, dos largas colas de dadores y recibidores, y todo ello presentado por alguien sobrio y familiar como Constantino Romero (escuchar su potente voz exclamando “y ahí va esa hostia de padre” estremecería de emoción al más pintado). Ojo, habría que evitar los circos mediáticos del tipo Telecinco, que desvirtuarían las propiedades aleccionadoras y redentoras de este acto; quizás lo suyo sería que lo echaran por La 2, en lugar de la misa.
¿Y el hostiado qué? Pues no se podría negar a prestar este servicio a la comunidad, ni alegar nada, ni aún en el supuesto de que sean más de uno los que le tuvieran ganas. Como dice mi madre, algo habrá hecho cuando tantos le quieren tan mal. A fin de cuentas, una leche con preaviso es más fácil de asumir que una inesperada, a traición, además que nuestro hipotético hostiódromo contaría con la necesaria atención médica. Estamos para dar y para recibir. No hay que ser tan egoístas.
Pero sobre todo, habría que ser absolutamente democráticos, o sea, todos estaríamos en la lista negra, del Papa p’abajo aquí no se escaparía nadie, ni por sexo, religión, profesión, o número de boina. Cumplidos los 18 años, eres apto para llevarte una galleta con cinco dedos. De hecho, y siendo introspectivamente sinceros, todos hemos hecho algo para merecernos tan distinguido premio.
Así que, después de todo lo dicho, ¿tienen ya claro a quién eligen?