sábado, 27 de noviembre de 2010

Veste a la mierda (Sesenta mil satanases, 39)

Ustedes, inteligentísimos lectores, se habrán percatado de que, ante el tópico navideño de los buenos deseos, la exaltación del amor fraternal, la paz y la felicidad con el que nos machacan de aquí hasta San Antón, ha surgido de unos años a esta parte un movimiento igual, pero de sentido contrario, que también ha alcanzado ya la categoría de tópico. No es sino el de arrojar vinagre sobre tanto sentimiento edulcorado y ciscarse en la alegría de vivir y en la madre que nos trajo a todos.
Tan típico de estas fechas como el árbol, el belén o los polvorones, son los más variados insultos como defensa ante la avalancha desbordante de gilipollez extrema que destila la Navidad por doquier. La películas con milagros del Papa Noel desde nuestras pantallas, los enervantes villancicos cantados por diablos de voces aflautadas que lo invaden todo -hasta las calles-, los adornos del chino, las luces parpadeantes que convierten cualquier sitio respetable en un burdel de Las Vegas, la tensión de las compras de regalos y de rebajas, la siempre incómoda y agotadora presencia de los parientes... Todo un buenrollismo que se confabula para envenenar nuestra ya de por sí tensa vida diaria, y con el que acaba uno deseando fervientemente convertirse en el Michael Douglas de Un día de furia.
No obstante, como eso de liarse a tiros es muy melodramático, además de estar mal visto y ser perjudicial para la salud, el único recurso que nos queda es el insulto. Es gratis, es fácil y es cómodo. Ordinario y soez, quizá, pero terapéutico.
Y dentro de la amplia variedad de exabruptos que podemos utilizar para golpear, manquesea verbalmente, en defensa propia, los más socorridos y liberadores son los viajeros, aquellos en los que envías al interfecto, ya sea persona, animal o cosa, a un destino no muy halagüeño. Simplificando, mandar a alguien a la mierda.
Las cualidades de la procacidad viajera radican en que no ofende al insultado per se, sino por el destino que se le desea, así, la mierda, en abstracto, no es un final de partida deseado para nadie. Sólo quienes han sufrido los hediondos efluvios del canal de María Cristina, retestinados bajo un sol veraniego, puede hacerse una idea aproximada, de la verdadera dimensión, de lo que sería tomar esta expresión de una forma literal.
Uno puede mandar a otro(s) a muchos sitios, siempre con el sano objetivo de que nos dejen en paz; desde ir a freír espárragos o morcillas, al quinto pino, a paseo, al infierno, a hacer puñetas o a hacer gárgaras, a la susodicha mierda y sus sinónimos, al pijo y sus derivados, y por supuesto, a tomar por culo y sus giros eufemísticos. Vemos cómo el acervo popular combina con sabiduría los más dispares objetivos, ya estén relacionados con la cocina o las funciones corporales, siempre con el ánimo de sacarse de encima, bien lejos, ese lastre que nos oprime, que nos envenena la sangre.
Merece especial atención el dicho metafórico tan nuestro de ir a zurrir mierdas con un látigo, que despierta en nuestra psique una poderosa imagen mental, dado lo escatológico, fatigoso e inútil de dicha tarea, para la que no acierto a encontrar una explicación razonable de su origen, salvo que fuera una especie de tortura medieval, como presumiblemente ocurriera con esa otra maldición albaceteña que habla de meter por vía rectal una caña rajada y llena de hormigas. Escalofriante.
Sin embargo, el destino anal es el preferido por los españoles en cuanto a envíos groseros. Y no precisamente porque se le desee al objeto de nuestras iras una experiencia sexual, sino en una apreciación de lejanía, puesto que "a tomar por culo" siempre se ha equiparado con distancias tales como años-luz. Que luego allí, en lontananza, a uno lo pongan, o no, mirando a Cuenca, es secundario.
Mi recomendación para estas fiestas es que, por higiene mental, todos nos apliquemos el cuento y mandemos y nos dejemos mandar al cuerno, a cagar a la vía, y a tomar por saco. Qué mejor respuesta para esos infumables mensajitos SMS en cadena que nos llenan la memoria del móvil, más falsos que un euro de madera, que una expresión sincera de desahogo. Mande a la mierda al jefe, a la suegra, al Gobierno, a quien quiera, con la contundencia y el savoir faire que Marcial el Gañán (Ernesto Sevilla) le dedicaba a su cuñado (Joaquín Reyes) en Muchachada Nui.
Quizá así cojamos la cuesta de enero con renovadas fuerzas.


El Pueblo de Albacete, 28 de noviembre de 2010

martes, 23 de noviembre de 2010

Reto Fanzine 2010

Tras largas deliberaciones, y tras la votación pertinente:
Se convoca el Reto Fanzine 2010 para el jueves 30 de diciembre.
Lugar y hora: cafetería Aqua, a las 19.30 horas (los jueves hay Mahou Clásica y tapa a 1 euro), con cena en chino posteriormente.
Recordar las Tres Reglas de Oro:
1. Los fanzines no se regalan al público en general, salvo expresa indicación del autor. Los colaboradores son caso aparte. O se intercambian (pero no es obligatorio), o se pagan -en dinero o cerveza-.
2. No es una competición.
3. Se ruega puntualidad.
Fanzineros reuníos!!!

PD: Recordaros también que en diciembre tendrá lugar la presentación de LA SAGA DE LA CIUDAD OSCURA IV, y alguna cosica más que anunciaremos, como siempre, el día de antes.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Reloj, marca las horas (que para eso te pago) (Sesenta mil satanases, 38)

Hay gente que puede vivir sin reloj. Lo cuento aquí porque me parece extraordinario. E irresponsable. Primero, porque los relojes están por todas partes: en el ordenador, en el móvil, en las calles, en los escaparates, en el coche, en el dvd… Ignorarlos a todos requiere de un verdadero esfuerzo de voluntad. Pero es que, además, toda nuestra vida adulta, socializada y moderna está estructurada y sistematizada en función de un rígido horario que te dice cuándo comer y cuándo dormir, cuándo trabajar y cuándo no. Es más fácil renegar de la existencia de Dios que del reloj, de ahí mi sorpresa mayúscula cuando compruebas que hay a tu alrededor, en ocasiones más cerca de lo que crees, personas que marchan por la vida sin preocuparse de la hora en la que viven.
No sé si los envidio o los temo. Para mí son como de otra dimensión, como metahumanos con súperpoderes -de hecho, ¿han visto a algún superhéroe con reloj?, y no me vale Ben 10-. La atemporalidad total es una tentación demasiado peligrosa para arrojarse a ella sin pararse a considerar las consecuencias. Me da que debe ser más complicado que inyectarse heroína con una flauta. Sin horarios, que a fin de cuentas forman parte de la cimentación de la interacción social, uno se aboca a la anarquía, a la confusión, a la destrucción de la propia personalidad y, fi nalmente, a la locura. Ejemplos los hay a patadas.
Sin embargo, por algo los despertadores incluyeron el modo Snooze. Y es que uno se rebela contra la dictadura del segundero con pequeños gestos, las más de las veces involuntarios; llegar tarde a una cita, remolonear en el tiempo del almuerzo, dejar que suene el teléfono tres o cuatro veces, son detalles insignificantes, a priori, que rebelan ese impulso primario de resistencia ante una fuerza externa, en este caso, el mismo tiempo. Puede que el estreñimiento de algunos sea sólo a consecuencia de una dieta escasa en fibra, pero quizá sea la forma que tiene el sistema digestivo de amotinarse contra el yugo mecánico temporal.
Los relojes miden el tiempo en algo más que horas, minutos y segundos. Su esfera, o su pantalla de cristal líquido, también calcula, por ejemplo, lo coñazo –disculpen, feministas- que es algo. Como malo se nos hace eterno, es algo se expresa en horas, o ¿acaso no han escuchado nunca un diálogo tal que así: “-¿Te gustó Luna de avellaneda. -Dura tres horas.” Está todo dicho. También sirven para calcular en qué punto de compromiso estás en tu relación de pareja, porque cuando llega ese momento en que la otra persona te regala un reloj -uno de los caros, de acero o titanio, no una mierda taiwanesa-, lo que en realidad te está dando a entender es que quiere a cambio un anillo de compromiso.
Otro momento típico de la vida que indica un reloj es cuando tus padres te regalan el primero. Sólo es comparable a cuando te hacen un juego de llaves de la casa o cuando te compran tu primera caja de condones. Supone una señal de que estás haciéndote adulto, de que debes empezar a pensar en abandonar Nuncajamás. A los de mi quinta, esos primerizos relojes nos solían llegar como regalo de primera comunión y solían romperse en el primer partido de fútbol que jugabas. Ahí aprendías la fragilidad del tiempo y que las palabras antishock y water resistance son publicidad engañosa. Por supuesto, son indicativo -como el calzado- de a qué clase social pertenece uno. Es algo que saben los narcos, y los ricos en general, por eso, en lo primero que suelen invertir sus pingües beneficios es en lujosos cronómetros de pulsera. Bastaba un vistazo al reloj de tu padre, o al de tu abuelo, para saber qué clase de vida habían tenido y la que te esperaba a ti.
Por cierto, que va siendo hora de acabar, así que concluiré afirmando que el tiempo es lo más valioso que tiene una persona. No controlarlo es como derrochar el dinero, como encenderse puros con billetes de cien. Por eso creo que es necesario tener un reloj. Ahora están de moda. Después de aquellas aberraciones de silicona, ahora le ha tocado el turno a las imitaciones chinas de plástico de colores. Desconfíen de quienes los llevan, porque no ven en ellos más que una pulsera con numericos. Desconfíen, en general de quien no lleva reloj (y de quien no come pan con la tortilla, y de los fumadores con complejo de culpa…); alguien a quien no le importa una de nuestras dimensiones, la temporal, no es un antisistema ni un anarquista, sino un malqueda que nunca llegará a tiempo a las citas. Y a nadie le gusta esperar.

El Pueblo de Albacete, 21 de noviembre de 2010

lunes, 15 de noviembre de 2010

Recuerdos con resquemor (Sesenta mil satanases, 37)

En mi adolescencia, llegó un momento en que, con los dados de diez en la palma de la mano, y a la vista del montón de fotocopias, los libros de reglas, las tablas de críticos y la compañía de cuatro maromos roleros que me rodeaban, había que plantearse echarse novia. No sólo porque era lo que paternal y socialmente se esperaba de nosotros, sino porque el jugar se parecía demasiado a estudiar, y porque había un vacío que llenar dentro de nosotros (o, más bien, justo al revés), que no podían satisfacer ni las novelas, los tebeos o la pornografía. Y es que entonces no había internet.
Es ley de vida que la amistad, forjada en mil campos de batalla, tabernas y tableros hexagonales, sucumbiría ante el poder hormonal. Esas largas tarde-noches de discusiones por la interpretación de una regla, de meriendas insalubres, de buscar el dado perdido por debajo de los sofás, y demás, se perderían, como una meada en la piscina municipal, en cuanto el sexo pasase a ser, de una aspiración, a una posibilidad real en nuestra existencia. Y ya todo estaría perdido cuando el “posiblemente folle” se convirtiera en “con suerte repito”.
El problema, que no era nimio, era cómo se lo iban a tomar los colegas de partida. Todos teníamos asumido que aquello ocurriría, de hecho, todos ansiábamos en secreto que pasase, pero era complejo plantearlo encima de la mesa. Nos mirábamos unos a otros por encima de las hojas de personaje, pensando quién sería el traidor, el primero en dar el paso fuera del sagrado círculo de la mesa de la salita en pos de unas nalgas femeninas. Ese -por pura envidia-, sería estigmatizado, el apestado del grupo. La señal, el séptimo sello roto, de que el fi n del roleo ha llegado.
Y es que el rol es una amante insaciable que exige de sus jugadores dos cosas: tiempo y dinero en exclusiva, lo que resulta imposible de satisfacer si pretendes mantener una mínima relación con una mujer de verdad. Así, tus pobres ahorrillos son intercambiados por unos pendientes de plata, o una cena en un sitio con cubiertos de verdad, en lugar de adquirir un Grimorio de Vampiros, o la fi gura del enano Trisker el Capadragones. Sin que uno se dé cuenta, abandona rituales como acudir a la tienda de tebeos los sábados, por incursiones a establecimientos de ropa femenina, experiencias infernales que ningún diseñador de rol se ha atrevido a plasmar en juego alguno. Así las cosas, comienza uno a faltar a las partidas, lo que dentro del credo rolero es un pecado mortal -y más en plena campaña-, y entonces... llega. Llega la terrible y traumática expulsión del grupo. Y el ennoviado, ese ser feliz y cuasi pleno, con toda su superioridad moral y sexual, siente que ha perdido una parte de sí mismo para siempre. Como si Los Doce del Patíbulo se quedarán repentinamente en once, como si los Siete Magníficos se contentaran con ser media docena, como si faltase el tipo de la ametralladora giratoria en el grupo
del Chuache en Predator. Con la treintena, calvo y casado, este fulano procurará de recuperar ese espíritu jugador con el Colonos de Catán u otros eurogames del estilo pero, igual que ocurre con tu abdomen, ya nunca será lo mismo.
Y ahí estábamos, llevando una doble vida entre el coleguismo más hetero y varonil, y el coqueteo más ridículo con las chicas del instituto o las amigas de tu prima, pasando de hablar del alcance máximo de un arco largo élfico al último disco de Pearl Jam (con suerte) o Manolo García (fail). Alternando las cocacolas y la cerveza con los calimochos; acongojado porque todas esas horas de vuelo teóricas en esos mundos roleros de dios no servían -si acaso La Llamada de Chtulhu- para escudriñar la mente femenina.
Finalmente, ese día llegó. Uno de nosotros se convirtió en Judas, se vendió por la perspectiva de tocar una teta por encima del jersey, un beso con carmín en la oreja, y un refrote en el portal. Adiós a esos mundos imaginarios y a la ficción interpretativa, bienvenida fuera la carne cálida, sonrosada y vibrante de una muchacha.
Dos puntos para acabar. No, no fui yo. Y fue entonces cuando nos pasamos a las cartas de Magic Doom Tropper.

El Pueblo de Albacete, 15 de noviembre de 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

Cuando la RAE se las trae

Al hilo de las últimas noticias, que en realidad no son tales, que han ido apareciendo en prensa sobre los cambios que la RAE piensa incluir en su nueva versión de la Ortografía, quisiera aportar mi modesto punto de vista de escritor y corrector profesional. Para aquellos despistados que no se han enterado de la película, aquí van unos enlaces informativos:
Un artículo resumen de El PAIS: http://www.elpais.com/articulo/cultura/i/griega/llamara/ye/elpepucul/20101105elpepucul_9/Tes
Desde la Fundeu: http://www.fundeu.es/Noticias.aspx?frmOpcion=NOTICIA&frmFontSize=2&frmIdNoticia=3310;
http://www.fundeu.es/Noticias.aspx?frmOpcion=NOTICIA&frmFontSize=2&frmIdNoticia=3309
RAE noticias: http://www.rae.es/RAE/Noticias.nsf/Home?ReadForm
Lo ridículo del tema es que lo que ahora se destaca ya aparecía en la Ortografía de 1999, que supongo apenas tres o cuatro tipos nos hemos molestado en leer, así que a mí no me ha cogido por sorpresa ni me provoca reacción polémica alguna.
Quienes me conocen saben mi opinión de la RAE, que no es demasiado favorable, sobre todo en cuestiones de transcripción de palabras extranjeras al castellano sin respetar la raíz léxica original. O lo que es lo mismo, la RAE, aunque se empeña en decir aparcamiento por parking, cosa que no hace nadie, opta por escribir absurdamente parquin, como si la K no fuera una letra española. Yo le quito la g final y santaspascuas. El caso más flagrante es el de marketing, que no creo que nadie jamás la haya reemplazado por mecadotécnia, y que opino debería escribirse márketin. Y rankin. Sin cursivas ni pollas en vinagre. Porque las cursivas idiotizan al lector, y en una sociedad globalizada, eso de los "extranjerismos" en cursiva no tiene mucho fuste, porque los asimilamos casi instantáneamente. Ahora me dan parcialmente la razón y admiten Irak, en vez de Iraq; veremos qué hacen con las palabras antes mencionadas (y con otras como póker, que siempre me he negado a escribir con q).
Así que, que le quiten la tilde a los demostrativos, pues vale. En realidad, casi nadie lo hacía ya, y quien los ponía solía equivocarse.
Ídem para la ó de 40 o 50. ¿De verdad hay alguien tan idiota de leer ahí 40050? En este error de la ó, por cierto, incurren casi todas las agencias de prensa y organismos oficiales, y es fuente de eterna discusión entre mis colegas de redacción. No sé qué mierdas enseñan en las facultades de periodismo, pero ortografía y gramática no, desde luego. Un último toque para los futuros plumillas: pese a lo que os digan vuestros profesores. LAS MAYÚSCULAS SE ACENTÚAN SIEMPRE (y desde 1974!).
Que la Ch y la Ll no sean letras del alfabeto, eso ya viene de muy lejos y no sorprende más que a los muy abuelos. No hay problema. Otro cantar sería tocarnos la ñ.
Guion y solo. Gilipollez suprema quitarles la tilde por simple vagancia. En el primer caso, podría entender lo de guion como monosílabo, pero que ahora su forma tildada pase a ser falta de ortografía, aquí sí discrepa esta nueva Ortografía de la anterior, y para mí, es pasarse siete pueblos.Otras que pierden su condición de tildadas son hui, riais, truhan y fie.
Respecto a sólo, aquí sí que no han tenido huevos de prohibirla. El consabido, y citado en el artículo de El País, ejemplo del café solo, evidencia que esta tilde sí es necesaria para diferenciar entre solo y sólo. Ellos no la escriben, y casi ninguna agencia de prensa tampoco. Yo sí (y obligaré a hacerlo en mi trabajo).

Pero la soplaflautez suprema, y de la cual me hago objetor desde ya, es llamar "ye" a la y griega. ¿Por qué? ¿Quién ha demandado esto? Es una estupidez que, en un afán por sistematizar en un modelo único nuestro idioma, se impongan los nombres de las letras. Quizás no lo entienda porque nunca he llamado a la V be baja, y a la W la llamo uvedoble, y no dobleuve (como el whisky, y no el ridículo güisqui -inciso: ¿se atreverá la RAE algún día a respetar la W como parece haber hecho con la K, y dejar de reemplazarla con la GÜ?-). Pese a lo que digan, era del todo innecesario.
Sea como sea, espero con verdadera ansia esta nueva edición de la Ortografía, que pagaré religiosamente y estudiaré. Y creo que la próxima edición del diccionario RAE también me la llevaré. Me da en la nariz que va a tener su gracia. Como la tendrá el tener que aprender a escribir un montón de palabras que creíamos conocer.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Más ketchup y mostaza (Sesenta mil satanases, 36)

A mí me gustan las hamburguesas. Eso no quita que las prefiera antes que un bocadillo de lomo o uno de jamón –discusión absurda por otra parte, puesto que cada comida tiene su momento y lugar-, pero lo cierto es que las cadenas de hamburgueserías han salvado mi vida en más de una ocasión. No acabo de entender, si no es como la enésima muestra de esnobismo barato, a aquellos quienes las critican porque alegan que no son sanas –como casi todo lo que nos rodea-, no están buenas –pues mejor que algunos platos de nueva cocina-, las hacen con carne de rata o terneras torturadas –vete al campo, hippy, y fúmatelo-, o simplemente, están afectados por el síndrome de la estupidez antiamericana, que lo mismo te rechazan un Halloween, que Papa Noel. Pues qué quieren que les diga, a mí las hamburguesas me parecen bien. Y puesto que de pequeño me enseñaron a comer de todo, pues no les encuentro ningún problema a esos bocatas redondos que se montan como un lego, se preparan en cinco minutos y son BARATOS.

De hecho, me las como de dos en dos.

Me dan igual las patatas y la bebida del menú, y la ensalada siempre ha sido para mi novia, a mí lo que me gustan son las de ternera, grandes y jugosas, que te chorreen brazo abajo hasta el codo. No hay Feria completa sin aplicarse una Uranga especial de madrugada. El resto del año tenemos cuatro sitios en Albacete donde las preparan estupendamente; dos son públicamente notorios, Pokins y Panchos, y los otros dos me los reservo para que no se me llenen de mordernos gastroturistas. Y por supuesto, también tenemos las nobles franquicias de producción en cadena harburguesil, bien representadas en toda la ciudad.

Estas cadenas me han dado de comer en muchos de mis viajes, porque está muy bien eso de probar la cocina local, pero está mejor mirar por el bolsillo de uno, y ante el dilema de un plato de fabes de quince euros y un MacMenu de siete, pues mandas al pijo las esencias asturianas, que el viaje de vuelta es muy largo, y cuando se trata de dinero, es mejor emular a “El último superviviente” que a Juan Echanove.

También he de reconocer que no me gusta comer en estas hamburgueserías, más que nada por la masificación, y porque parece que comer despacio está mal visto. Prefiero llevarme la comida a la pensión o a un banco de la calle antes que encajarme en esas sillas y mesas pensadas para personas de menor estatura y masa corporal. Además que mi fobia natural a las masas me ha hecho pasar malos ratos en sitios como Madrid y Valencia, donde recuerdo con especial cariño la lucha por una mesa, en el Mac Donald frente a la plaza de toros, más encarnizada y peligrosa que el desembarco en Omaha Beach cierto día D.

Pero lo que más molesta en estos sitios, y lo que ha motivado verdaderos torrentes de furia en mí, es la puta manía de racanear el ketchup y la mostaza.

Veamos, ya me parece indignante que no te den la mostaza si no la pides expresamente, cosa que además no está indicada en ningún cartel –y mira que hay carteles-, pero que

para un pedido normal de dos menús, la cantidad de sobres de ketchup, y en esto coinciden las dos principales cadenas, es dar tres, lo que resulta a todas luces insuficiente y estúpido, puesto que llevas al menos cuatro cosas (dos hamburguesas y dos de patadas) a las que, hipotéticamente, se puede añadir el tomate.

¿Acaso darte más sobres llevaría a la ruina a MacDonals y Burguer King? ¿Es un complot internacional para arruinar a Heinz?

Señores de ambas franquicias, les voy a dar la fórmula correcta para calcular cuántos sobres de ketchup y mostaza hay que darle al cliente: Por 1 hamburguesa, 2 de ketchup y 1 de mostaza. Por cada ración normal de patatas, 1 de cada. Si las patatas son súper o maxis, pues otros 2 sobres más. Y así hasta el infinito.

Porque esta es la cantidad que quiero, y que siempre pido. De hecho, junto a mis pedidos añado la frase “y ocho sobres de ketchup y cinco de mostaza, por favor”, aunque jamás me han hecho caso, lo que me cabrea aún más y ha dado lugar, a mi pesar, a broncas antológicas (con hoja de reclamaciones de por medio y todo).

Es incompresible que pueda elegir el tamaño de la cerveza, de las patatas, los ingredientes, sin pegas, pero cuando se trata de esos diminutos sobrecitos, entonces hay que ponerse a medir quién los tiene más gordos. Repito aquí lo que ya le dije a un encargado excesivamente listo: ¿quieres cobrarlos?, como me cobras la mayonessa, pues échale huevos y cóbramelos. Estoy dispuesto a pagar por ellos un precio razonable, pero no me racanees. No juegues con la comida de un hombre hambriento que no tenía para unas fabes.



El Pueblo de Albacete, 7 de noviembre de 2010

Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...