lunes, 22 de noviembre de 2010

Reloj, marca las horas (que para eso te pago) (Sesenta mil satanases, 38)

Hay gente que puede vivir sin reloj. Lo cuento aquí porque me parece extraordinario. E irresponsable. Primero, porque los relojes están por todas partes: en el ordenador, en el móvil, en las calles, en los escaparates, en el coche, en el dvd… Ignorarlos a todos requiere de un verdadero esfuerzo de voluntad. Pero es que, además, toda nuestra vida adulta, socializada y moderna está estructurada y sistematizada en función de un rígido horario que te dice cuándo comer y cuándo dormir, cuándo trabajar y cuándo no. Es más fácil renegar de la existencia de Dios que del reloj, de ahí mi sorpresa mayúscula cuando compruebas que hay a tu alrededor, en ocasiones más cerca de lo que crees, personas que marchan por la vida sin preocuparse de la hora en la que viven.
No sé si los envidio o los temo. Para mí son como de otra dimensión, como metahumanos con súperpoderes -de hecho, ¿han visto a algún superhéroe con reloj?, y no me vale Ben 10-. La atemporalidad total es una tentación demasiado peligrosa para arrojarse a ella sin pararse a considerar las consecuencias. Me da que debe ser más complicado que inyectarse heroína con una flauta. Sin horarios, que a fin de cuentas forman parte de la cimentación de la interacción social, uno se aboca a la anarquía, a la confusión, a la destrucción de la propia personalidad y, fi nalmente, a la locura. Ejemplos los hay a patadas.
Sin embargo, por algo los despertadores incluyeron el modo Snooze. Y es que uno se rebela contra la dictadura del segundero con pequeños gestos, las más de las veces involuntarios; llegar tarde a una cita, remolonear en el tiempo del almuerzo, dejar que suene el teléfono tres o cuatro veces, son detalles insignificantes, a priori, que rebelan ese impulso primario de resistencia ante una fuerza externa, en este caso, el mismo tiempo. Puede que el estreñimiento de algunos sea sólo a consecuencia de una dieta escasa en fibra, pero quizá sea la forma que tiene el sistema digestivo de amotinarse contra el yugo mecánico temporal.
Los relojes miden el tiempo en algo más que horas, minutos y segundos. Su esfera, o su pantalla de cristal líquido, también calcula, por ejemplo, lo coñazo –disculpen, feministas- que es algo. Como malo se nos hace eterno, es algo se expresa en horas, o ¿acaso no han escuchado nunca un diálogo tal que así: “-¿Te gustó Luna de avellaneda. -Dura tres horas.” Está todo dicho. También sirven para calcular en qué punto de compromiso estás en tu relación de pareja, porque cuando llega ese momento en que la otra persona te regala un reloj -uno de los caros, de acero o titanio, no una mierda taiwanesa-, lo que en realidad te está dando a entender es que quiere a cambio un anillo de compromiso.
Otro momento típico de la vida que indica un reloj es cuando tus padres te regalan el primero. Sólo es comparable a cuando te hacen un juego de llaves de la casa o cuando te compran tu primera caja de condones. Supone una señal de que estás haciéndote adulto, de que debes empezar a pensar en abandonar Nuncajamás. A los de mi quinta, esos primerizos relojes nos solían llegar como regalo de primera comunión y solían romperse en el primer partido de fútbol que jugabas. Ahí aprendías la fragilidad del tiempo y que las palabras antishock y water resistance son publicidad engañosa. Por supuesto, son indicativo -como el calzado- de a qué clase social pertenece uno. Es algo que saben los narcos, y los ricos en general, por eso, en lo primero que suelen invertir sus pingües beneficios es en lujosos cronómetros de pulsera. Bastaba un vistazo al reloj de tu padre, o al de tu abuelo, para saber qué clase de vida habían tenido y la que te esperaba a ti.
Por cierto, que va siendo hora de acabar, así que concluiré afirmando que el tiempo es lo más valioso que tiene una persona. No controlarlo es como derrochar el dinero, como encenderse puros con billetes de cien. Por eso creo que es necesario tener un reloj. Ahora están de moda. Después de aquellas aberraciones de silicona, ahora le ha tocado el turno a las imitaciones chinas de plástico de colores. Desconfíen de quienes los llevan, porque no ven en ellos más que una pulsera con numericos. Desconfíen, en general de quien no lleva reloj (y de quien no come pan con la tortilla, y de los fumadores con complejo de culpa…); alguien a quien no le importa una de nuestras dimensiones, la temporal, no es un antisistema ni un anarquista, sino un malqueda que nunca llegará a tiempo a las citas. Y a nadie le gusta esperar.

El Pueblo de Albacete, 21 de noviembre de 2010

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