viernes, 6 de mayo de 2011

Salvemos el descampado (Sesenta mil satanases, 61)

Nos queda en Albacete ciudad un solo descampado que debería conservarse tal y como está. Frente a la locomotora del Parque Lineal, con forma de ala de avión, entre las calles Nuestra Señora de Cubas, la que va al añorado Puente de Hierros y otra que, creo, aún está por nombrar. Se reconoce fácilmente por servir, su mitad pelada de vegetación, de aparcamiento a los vecinos y a quienes van a comer al Noa Noa, aunque aquí lo que interesa preservar es precisamente el otro trozo, el de los matojos, las lomas de escombros y sus cuatro enormes árboles.

Cercado por la ferocidad urbanizadora, resiste pese a todo este cacho de campo agreste, salvaje, ecosistema de bichos y malas hierbas, en contraste con el uniforme y políticamente correcto césped del parque. Su destino parece ser el acoger los cimientos que habrían de sostener nuevas viviendas, o quizá un Mercadona, o a lo mejor, por aquello de los árboles, remodelado en jardincillo con su homologado verdín rapado al dos, sus bancos, una fuente y sus columpios de suelo de goma.

No sé qué opinión tendrán al respecto los vecinos más inmediatos, pero yo, que me he criado enfrente, cuando toda esa parte del parque sólo era bancal y escombrera ilegal, lo prefiero tal y como está, y por eso lo defiendo. Con sus ratas, sus condones resecos, sus cristales rotos y sus ortigas.

Y no se trata sólo de una cuestión de nostalgia, que la hay. De hecho, casi todos los zamarros del barrio hemos hecho el cafre entre esas piedras; nos hemos subido a los árboles, hemos inventado nuestros circuitos de bicicross, cazado insectos y lagartijas, fumado a escondidas..., en resumen, hemos hecho el cafre. Y allí, asilvestrados durante unas horas antes de subirnos a cenar, aprendimos mucho, bueno y malo, de una forma que ni los colegios, ni internet, ni los padres pueden emular hoy en día. Ahora veo los asfaltados patios de los colegios, los jardines vallados, esos parques de diseño para parecerse a la granja de Playmobil, los toboganes acolchados, y me rechinan los dientes. Observo a esos críos sobreprotegidos, con el cráneo por descalabrar de un cantazo, con las rodillas sin despellejar, sin que un cristal o un alambre les haya atravesado la carne, y el culo virgen de antitetánicas, y me pregunto, un tanto abuelizado prematuramente, si aguantarán bien las hostias que las circunstancias futuras, por no decir la vida, les calzarán en plena cara. También veo, mosqueado, cómo los perros ocupan los espacios que antes eran para los chavales, pero eso es otra historia y quizá merezca otra reflexión.

El descampado hacía su labor didáctica, nos ponía en contacto con la basura ajena, con la suciedad, con lo indómito, nos despertaba la imaginación y nos hacía más listos, y hasta más ecológicos, que pijo. Joder si les teníamos cariño que allí, lejos de miradas ajenas, nos llevábamos a las novietas y luego, ya creciditos, con el coche paterno, justo antes de que el PGOU nos lo arrebatase y nos lo llenara de farolas..., qué les voy a contar. Pura academia, parque temático y fuente inagotable de tesoros, el descampado te ofrecía desde la abandonadas pertenencias de un difunto, hasta la carcasa de un televisor, tuberías de pvc, páginas ajadas de una revista porno, el cadáver de un gato, llaves perdidas, botellas que romper, cajas de cartón y tablas de madera con las que construir una cabaña, y un sinfín de porquerías varias desechadas por los adultos pero que, en manos juveniles, cobraban nueva vida y ayudaba al desfogue mejor que cualquier spa. De hecho, todas esas giliterapias modernas para ejecutivos que consisten en romper tabiques a mazazos o estrellar la vajilla, que de tanto en cuando vemos por la tele, no son más que una falsaria emulación de estas correrías infantiles.

Hay que salvaguardar este espacio urbano de la quema, por lo mismo que se protege una fachada de especial interés histórico, y conservarlo tal que así, en su feo primitivismo. Y dejar que nuestros hijos se metan en él, jueguen y hagan el capullo, que por algo son críos. Así, de adultos, cuando se estrellen, sabrán que el suelo está duro y no lleno de bolas de colores.


El Pueblo de Albacete, 8 de mayo de 2011

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