lunes, 27 de agosto de 2012

Cthulhu Metal

Dos son los autores que más han influido en el género fantaterrorífico del siglo XX y lo que llevamos de éste: Bram Stoker y HP Lovecraft. El primero, claro está, por Drácula y toda su caterva de hijos y descendientes; el de Providence por los mitos de Cthulhu. Dos genios y un sinfín de sucedáneos que siguen llenando páginas hoy en día y que, inevitablemente, han traspasado el papel para extender su radio de acción a dos campos artísticos paralelos como son el cine y la música.
Juntos, pero no revueltos, porque si bien el caso del traslado de los chupasangres a la pantalla grande es conocido por todos, prácticamente desde el mismo nacimiento de Drácula (el libro), lo es menos el caso de la cosmogonía lovecraftiana al terreno musical, quizá a causa de su relativa marginalidad y complejidad, subyacente en la misma obra de Howard Phillips, y que por ende se extiende a los músicos y grupos que los hacen suyos. De vampiros y afines en el cine encontrarán ustedes sesudos volúmenes, estudios y blogs, donde se analizan todas las facetas imaginables de estos no muertos sumilleres de plasma. Claro, si atendemos a los expertos, resulta que el vampirismo está enclavado en nuestra cultura desde tiempos inmemoriales, en tanto el panteón de deidades oscuras de Lovecraft es de reciente creación, y artificial, aunque bien podría enraizarse en las tradiciones más arcanas de nuestra Historia. El caso es que esos seres monstruosos, extraños y extraterrestres, que a priori podían resultarnos ajenos, son de una terrible modernidad, y como tales, necesitaban de un medio de expresión más vanguardista que el invento de los Lumiere para captar su verdadera dimensión. El cine se quedaría corto, como de hecho sucede en las pocas películas que se han ocupado de la imaginería lovecraftiana, pero la música es el vehículo perfecto para ello, la música moderna: el rock.
La mitología cthulhuesca contiene elementos muy atractivos para el mundo del rock y sus vertientes más duras y underground como el black, death o, sobre todo, doom metal. Es algo oscuro, extraño, llamativo, lo suficientemente bizarro para llamar la atención y crear una marca distintiva a la hora de vender discos. Se trata de una cosmogonía extraña (alienígena) ideal para aquellos grupos de metal ruidoso, que no se atreven a declararse abiertamente satánicos -un recurso puramente comercial-, y poder saltarse la censura religiosa que todavía impera en muchos países. Donde nunca llegaría un álbum tachado de satánico, no tiene problemas otro con temática lovecraftiana, y eso que a fin de cuentas es buscar Lucifer en las letras y reemplazarlo con Sub-Niggurath. Encima, la referencia hacia los libros de HPL queda hasta culto. También es recurrente cuando eres de Cuenca o Chipre y resulta un tanto extraño y sonrojante que te lances hacia el viking metal, aunque hay casos. Pero alcanzar musicalmente las atmósferas densas y enfermizas de Lovecraft es complejo cuando sólo sabes tres acordes y vomitar ante un micrófono, que es lo que ocurre las más de las veces, obteniendo temas sin fuste ninguno, pobres remedos de los peores Cradle of Filth.


El poder de Lovecraft radica en las palabras, guturales, indescriptibles pero poderosamente evocadoras, con las que llena sus narraciones. Desde los nombres propios de sus dioses hasta los cánticos de los obscenos rituales, todo es pasto de las gargantas quebradas de esos fanegas del metal, que si ya de por sí dan miedo, escucharlos invocando “ia Yog-Sothoth ia Sub-Niggurath” pone los pelos de punta, aunque lo más habitual es titular un tema instrumental con alguna referencia a Cthulhu o similar (as Metallica) y ya está. Los personajes de Lovecraft se vuelven locos ante el Necronomicón, y esa sensación de demencia se palpa, para bien o para mal, en muchos de los temas y de las bandas que ponen una criatura escamosa y tentacular en la portada.
Hasta donde tengo oído, estos son los mejores grupos que han seguido más o menos la pauta Black Sabbath, en su álbum homónimo, tienen Behind the Wall of Sleep; Halloween (que no Helloween; estos son franceses y hacen rock progresivo) y su disco más lovecratfiano, LazMetallica tiene en Ride the Lightning (1984) The Call of Ktulu, y en Master of Puppets (1986) The Thing That Should Not Be. Blue Oyster Cult también ha gustado de referenciar al escritor en varios discos, y lo mismo Yngwie Malmsteen y Joe Satriani. No está de más destacar al grupo australiano de rock sinfónico sesentero  H.P. Lovecraft, y al bizarrísimo conjunto punk surfero canadiense  The Darkest of the Hillside Thickets, cuyos álbumes son todos monotemáticamente cthulhuescos.
En una segunda categoría tenemos a quienes se han centrado más en la mitología, textos e ideas del de Providence, con convicción y/o por los cuartos, donde tenemos a Celtic Frost, Deicide, los recomendables EnduraEntombed, Hypocrisy, mis queridos Mercyful FateMorbid Angel o Therion.
Y por último, una parva de grupos que hacen que la Ursonate parezca una balada de La Oreja de Van Gogh, cosas como Equomanthorn, que por lo visto cantan en la lengua de los Primigenios en su inencontrable Nindinugga Nimshimshargal Enllilara (1994), Forma Tadre Garden of Delight, Manilla RoadOrphanageSacrificeSamael, Shub-Niggurath, Thergothon, Trollmann av Ildtoppberg o los imposibles Ungl’Unl’Rrlh’Chchch. Casi na.
Sea como fuere, lo que está claro es que los monstruos espaciales que nos regalara HP Lovecraft siguen vivos y presentes entre nosotros, y quizá esta oleada de cthulhu metal no sea más que una vanguardista forma de implorarles.



Nota: Debido a su extensión, este artículo aparecerá en dos partes en El Pueblo de Albacete, pero he preferido colgarlo en el blog en una sola entrada.


El Pueblo de Albacete, 27 de agosto (y 3 de septiembre) de 2012

domingo, 19 de agosto de 2012

El Chico Amarillo

Joseph Weil no era mala gente, a pesar de ser uno de los más famosos estafadores de la historia del crimen estadounidense. Nacido en Chicago en 1875, cuentan las crónicas que tenía una inteligencia avivada e inquieta, como demuestra que fuera miembro del Dill Pickle Club en 1920, uno de los círculos filosóficos y bohemios de la época. Pero, claro, por encima de todo Weil era un timador que se especializó en vender inexistentes pozos de petróleo y filones de minerales a banqueros y empresarios, los gremios a los que odiaba con toda su alma. Se calcula que durante su carrera delictiva llegó a estafar hasta ocho millones de dólares de la época.
Durante la década de 1890, Weil vende acciones falsas, participa en carreras de caballos amañadas, y vende por ferias y circos el magnífico y milagroso Elixir Meriwether, que todo lo cura, y cuyo ingrediente principal era agua de lluvia. Pronto comienza a despuntar como timador audaz e ingenioso, ideando formas geniales de sacarle los cuartos al personal. Por ejemplo, en una de sus giras de charlatán, pregunta a un granjero con problemas de visión si este había perdido un costoso par de gafas bañadas en oro. Weil se las coloca al hombre y le enseña una revista. El tipo no se da cuenta de que Weil ha trucado la revista poniendo ciertas páginas con la tipografía más grande, así que piensa que su visión ha mejorado enormemente por las gafas. Por supuesto, se las compra a Weil por tres o cuatro dólares –un elevado precio porque tiene “oro” en la montura-, con la promesa de devolvérselas a su legítimo dueño “si aparece”. Por lo visto, a Weil las gafas le costaban quince centavos.
Pero pronto se cansó de hambrear por los pueblos y decidió montárselo mejor. Es aquí cuando conoce a otro colega del oficio, Frank Hogan, y cuando de esta fructífera unión obtiene su afamado apodo Yellow Kid, el personaje de la tira de prensa de Richard F. Outcault, archifamosa por ser el primer cómic en usar bocadillos de texto y por dar lugar al término “prensa amarilla”, que siempre iba acompañado de un tal Frank Hogan. Así, el Chico Amarillo operaba por todo el Medio Oeste y sobre todo en su estado natal, asociándose con todo tipo de personas de diverso pelaje del submundo del crimen. Rateros, prostitutas, mendigos... todos conocen a Weil y están deseosos de colaborar en uno de sus montajes. Incluso convierte al policía que le buscaba en su socio tras un soborno de 8.000 dólares.
Su modus operandi más habitual consistía en hacerse pasar por un banquero, o un ingeniero de minas, o cualquier otro experto respetable, para lo cual era capaz de interpretar con perfecta convicción los acentos de las distintas regiones norteamericanas. Alquilaba oficinas comerciales en los más importantes edificios, lo mismo falsificaba letras de crédito que testimonios de importantes financieros, con ayuda de los mejores tramposos y falsificadores de la época. En una ocasión reprodujo los artículos de una revista reemplazando la fotografía del autor genuino por la suya. Todo en aras de respaldar su historia y teniendo mucho cuidado de borrar toda evidencia documental de fraude después de dar el golpe.
Weil se convirtió pronto en leyenda. Legendaria es su estafa del perro con pedigrí, una especie de tocomocho con estos animales. No obstante, sus mejores palos incluyen hacerse pasar por representante financiero de Von Papen, predecesor de Hitler en la Cancillería alemana; propuso un esquema para una República del Lago Michigan que debía cobrar vida bajo el Programa de Ayuda Exterior; estafó a Mussolini en Italia sacándole dos millones de dólares para adquirir unas minas en Colorado; y una vez poseyó en Chicago una sucursal del Banco del Estado Americano, donde alquiló y restauró todo un edificio para hacerlo pasar por una oficina bancaria genuina y estafar a un millonario al que sacó 350.000 dólares en una operación inmobiliaria falsa.
Pero si por algo Weil debe ser recordado en esta columna es por ser el artífice real del timo del telegrama de la película El golpe. Una obra maestra de la estafa, en una inolvidable cinta que, además, bebe en muchos más aspectos de la biografía de este delincuente.
Como en tantos casos de timos, muchas de sus víctimas fueron incapaces de denunciarle. Sin embargo, en 1940, después de haber pasado una temporadita a la sombra en las cárceles de Atlanta y Leavenswoorth, Weil decidió enmendarse y se retiró, viviendo de los pocos ahorros que le quedaron tras una vida de derroche en juegos de azar, hoteles, caballos de carreras, y altas y voluptuosas amantes de pelo rubio sacadas de los mejores clubes nocturnos de Chicago. Irónicamente, acabó por perderlo todo en malas inversiones en empresas legales. Weil murió a los cien años de edad, en 1976, y fue enterrado en una fosa común. Jamás se arrepintió de lo que hizo porque, según sus propias palabras, sus víctimas eran gente deshonesta que “deseaban algo a cambio de nada, y yo les daba nada a cambio de algo”.



 El Pueblo de Albacete, 20  de agosto de 2012

domingo, 12 de agosto de 2012

El último refugio

Este verano parece que ciertas empresas y lugares se han confabulado para no enchufar el aire acondicionado, o en todo caso, ponerlo tan suave hasta volverlo inapreciable. Ignoro si este modus operandi se ha extendido más allá de las fronteras albaceteñas, o por el contrario, acaso ha sido una imposición ajena a las voluntades del llano, pero el caso es que, este mes, ya de por sí insufrible debido a las estrecheces de la crisis, el coñazo de las Olimpiadas y los cuarenta grados a las once de la noche, se ha convertido en una penitencia. Durante estos días en los que andar por la calle te hace pensar en la suerte del fogonero del infierno, antaño acudíamos a ciertos templos del frescor poco menos que gritando aquello de “me acojo a sagrado”. Esto es, cines y centros comerciales.
Nuestros cines multisalas siempre se habían caracterizado en estas fechas por escarcharnos el sudor en la piel durante los trailers y luego, durante la película, someternos a un proceso de animación suspendida, en donde las bajas temperaturas ralentizaban nuestras constantes vitales a niveles sólo al alcance de ciertos yoguis. Una cinta de dos horas te garantizaba cierta iluminación mística sobre el sentido de la vida y una ronquera que duraba hasta después de Feria. Sin embargo, este año, lo único que hemos sacado es un vacío existencial en el bolsillo de unos siete euros y una sesión de cocimiento al vapor sudorífico, envueltos en olor a gimnasio de instituto. Genial.
En cuanto a los centros comerciales, siempre se caracterizaron por ser ese oasis de frescor en nuestros veranos de fuego. Hemos caminado bajo el sol abrasador, esperado estoicos en las paradas del autobús, soportado el cóctel de efluvios corporales de los pasajeros, sólo para traspasar el umbral del edificio que te transportaba a otra dimensión, a esa Narnia helada que nos devolvía la vida y la sonrisa. Y, ajeno a la tortura del camino de vuelta, éramos felices, deambulando entre las mieles del consumismo, dejando que el aire frío congelase nuestras neuronas y nos animara a comprar algo que ni queríamos ni necesitábamos. Incluso podíamos rizar el rizo y adentrarnos en el supermercado, y pasear por la sección de congelados hasta que los labios se nos pusieran azules. Ahí, en pleno proceso de convertirnos en una judía Findus, elevábamos desafiantes un brazo al cielo, orgullosos del intelecto humano, escupiendo frigorías al rostro del sol y de la mecánica celeste. Ahora, nos da la bienvenida un tenue soplido, que incentiva menos al consumo que el gobierno y que refresca tanto como el extractor de una forja. Los que antes nos erguíamos como reyes, qué pijo, como dioses, este agosto nos hemos convertido en sumisos esclavos, cabizbajos subhumanos oprimidos por una flamígera bota, movidos por el impulso de comprar lo más rápido posible los cuatro víveres de primera necesidad y regresar, corriendo, al ventilador hogareño de nuestra madriguera. Ni las bolsas de congelados ofrecen un triste consuelo ni aunque te los restriegues por el cogote, práctica que -por cierto-, no agrada a los encargados.
Me resbalan los argumentos económicos que pretenderían justificar esta medida inhumana. Tienen el mismo fuste que las explicaciones para cobrarte las bolsas del super. Que uno no encuentre amparo climatizado en una ciudad asorratada como la nuestra sin duda debe ser una decisión fruto de las mentes reptilianas más perversas, una conjura que ríase usted de JFK. Quieren putearnos un poco más y punto. Por fortuna, aún quedan algunos lugares donde, ajenos a esta “ley cálida”, podemos hallar cierta protección helada, donde reencontrarnos con nuestro témpano interior. Pequeños establecimientos, sitos en recónditos chaflanes y callejones, en los que organizarnos como resistencia. El último refugio, donde echar una caña bien fría.



El Pueblo de Albacete, 13 de agosto de 2012

domingo, 5 de agosto de 2012

La fotografía digital mató a Deckard


Qué obsesión tiene la gente por llevarse la cámara de fotos a todas partes. Y no lo digo sólo por la que llevan los teléfonos móviles incorporadas, que también, sino las supercámaras digitales que ahora cualquier hijo de vecino se cuelga del cuello en una carísima funda y carga con ella a poco que salga de casa. Cual plaga de langosta, esta nueva especie de personas parece prodigarse más en verano, y da lo mismo que las temperaturas superen los cuarenta grados, o que el lugar en el que estén retratando tenga el mismo interés artístico o histórico que una mierda pinchada en un palo, el caso es que ahí están, por decenas, por cientos, miles, apretando el botón de disparo.
Nunca entendí el valor de la fotografía doméstica. Se me pierde el sentido de para qué quiere conservar la gente una imagen, suya, de sus parientes o del sitio donde ha pasado el fin de semana, para qué inmortalizar tiempos pasados en los que gozabas de menos entradas y más abdominales, de tu primera mujer en la puerta de una catedral en tu viaje de novios, de los amigos a los que ahora solo ves por facebook. Conservar imágenes del pasado solo tiene sentido si eres un Nexus 6 y no lo sabes, o padeces problemas de memoria.
La técnica es la culpable. Ahora todo el mundo se cree un as de la fotografía por culpa de las cámaras digitales, que han simplificado y abaratado las máquinas. El problema es que, por mucha reflex de Mediamark que gastes, para esto de la fotografía, como en la música, hay que tener talento, y lo mismo que para una no basta con saberse cuatro notas y tres acordes, para la otra se requiere de algo más que saber poner el autoenfoque, el flash automático y el filtro de ojos rojos. Para colmo, al reemplazar los carretes por tarjetas de memoria de tropecientas gigas que te permiten hacer medio millón de fotos a máxima resolución sin esfuerzo, por la fuerza de la estadística alguna buena captura habrá entre 500 fotos del mismo sitio. Como en el grosero chiste del cazador con párkinson, logras matar al pato porque en realidad apuntas a todas partes a la vez. Como encima tirar la foto sale gratis, pues nadie se corta un pelo a la hora de apretar el disparador. Esto con los carretes esto no pasaba. Cuando revelar treinta y seis fotos te costaba casi mil duros -pero que frase más vieja- ya mirabas por que no saliera nadie movido.
Pero si hay un responsable máximo de la fiebre fotográfica ese es el maldito Photoshop. Este programa, herramienta imprescindible y cuasi perfecta del retoque fotográfico, también es la culpable de que millones de giliflautas con sus megacámaras hinchadas de megapíxeles inunden sus vidas y las nuestras de imágenes banales, insulsas y prescindibles, retocadas para aparentar todo lo contrario. La magia del Photoshop es que con apenas cuatro nociones y tres tutoriales de filtros, un tipo que no sabe lo que es mandar un mail con copia oculta, se crea el Dios de la Informática al convertir cualquier foto mediocre de sus vacaciones en una postal del National Geographic. O casi.
Tema aparte son los móviles con sus supercámaras y sus superaplicaciones, donde se mezclan los dos conceptos anteriores en un solo enunciado: cualquiera puede ser un fotógrafo profesional. Una afirmación estúpida, que se acercaría más a la realidad reemplazando el “ser” por “parecer”. En realidad, con estos chismes, la labor humana se reduce a apretar el botón o la pantalla de turno. Al simplificar tanto las cosas, al ponerlas a prueba de tontos, lo único que se consigue es idiotizarse, deshumanizarse. Convertirse en un robot.
Desde un punto de vista mundano, estas fotos son tan efímeras como un pedo en un huracán, así que no sirven para nada. Mi señora madre tiene en su casa las fotos de sus padres y abuelos, las de su boda, las de las comuniones de sus hijos. Y una con Bono. Todas ellas fruto del siglo XX. Pero cuántas de las digitales tienes puestas tú. Salvo que seas un hortera sin principios morales y/o un psicópata de esos que poseen un mal llamado “marco digital”, lo normal es que, como mucho, te hayas hecho imprimir alguna de las primeras fotos que hiciste, las más bonitas, en tamaño gigante, las hayas llevado a enmarcar y las hayas colgado por casa para fardar ante las visitas. Pero cuando echas cuenta de lo que te ha costado la broma, no repites. Y así, vas acumulando en los discos duros imágenes de tus vacaciones, tus viajes, las cenas de navidad, las borracheras insospechadas... El documento gráfico de una vida que, de tan retratada, pierde todo interés.
¿Qué sentido tiene entonces toda esta vorágine de millones de imágenes capturadas por segundo? ¿Cuál es la intención? ¿Qué se reivindica, qué se pretende? A un nivel introspectivo, diría que dar fe de que se es, de que se está. Aportar pruebas gráficas de la propia existencia en un mundo que se mueve tan rápido que, todo lo que se queda quieto un instante, se convierte en un borrón.



El Pueblo de Albacete, 6 de agosto de 2012

Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...