domingo, 12 de agosto de 2012

El último refugio

Este verano parece que ciertas empresas y lugares se han confabulado para no enchufar el aire acondicionado, o en todo caso, ponerlo tan suave hasta volverlo inapreciable. Ignoro si este modus operandi se ha extendido más allá de las fronteras albaceteñas, o por el contrario, acaso ha sido una imposición ajena a las voluntades del llano, pero el caso es que, este mes, ya de por sí insufrible debido a las estrecheces de la crisis, el coñazo de las Olimpiadas y los cuarenta grados a las once de la noche, se ha convertido en una penitencia. Durante estos días en los que andar por la calle te hace pensar en la suerte del fogonero del infierno, antaño acudíamos a ciertos templos del frescor poco menos que gritando aquello de “me acojo a sagrado”. Esto es, cines y centros comerciales.
Nuestros cines multisalas siempre se habían caracterizado en estas fechas por escarcharnos el sudor en la piel durante los trailers y luego, durante la película, someternos a un proceso de animación suspendida, en donde las bajas temperaturas ralentizaban nuestras constantes vitales a niveles sólo al alcance de ciertos yoguis. Una cinta de dos horas te garantizaba cierta iluminación mística sobre el sentido de la vida y una ronquera que duraba hasta después de Feria. Sin embargo, este año, lo único que hemos sacado es un vacío existencial en el bolsillo de unos siete euros y una sesión de cocimiento al vapor sudorífico, envueltos en olor a gimnasio de instituto. Genial.
En cuanto a los centros comerciales, siempre se caracterizaron por ser ese oasis de frescor en nuestros veranos de fuego. Hemos caminado bajo el sol abrasador, esperado estoicos en las paradas del autobús, soportado el cóctel de efluvios corporales de los pasajeros, sólo para traspasar el umbral del edificio que te transportaba a otra dimensión, a esa Narnia helada que nos devolvía la vida y la sonrisa. Y, ajeno a la tortura del camino de vuelta, éramos felices, deambulando entre las mieles del consumismo, dejando que el aire frío congelase nuestras neuronas y nos animara a comprar algo que ni queríamos ni necesitábamos. Incluso podíamos rizar el rizo y adentrarnos en el supermercado, y pasear por la sección de congelados hasta que los labios se nos pusieran azules. Ahí, en pleno proceso de convertirnos en una judía Findus, elevábamos desafiantes un brazo al cielo, orgullosos del intelecto humano, escupiendo frigorías al rostro del sol y de la mecánica celeste. Ahora, nos da la bienvenida un tenue soplido, que incentiva menos al consumo que el gobierno y que refresca tanto como el extractor de una forja. Los que antes nos erguíamos como reyes, qué pijo, como dioses, este agosto nos hemos convertido en sumisos esclavos, cabizbajos subhumanos oprimidos por una flamígera bota, movidos por el impulso de comprar lo más rápido posible los cuatro víveres de primera necesidad y regresar, corriendo, al ventilador hogareño de nuestra madriguera. Ni las bolsas de congelados ofrecen un triste consuelo ni aunque te los restriegues por el cogote, práctica que -por cierto-, no agrada a los encargados.
Me resbalan los argumentos económicos que pretenderían justificar esta medida inhumana. Tienen el mismo fuste que las explicaciones para cobrarte las bolsas del super. Que uno no encuentre amparo climatizado en una ciudad asorratada como la nuestra sin duda debe ser una decisión fruto de las mentes reptilianas más perversas, una conjura que ríase usted de JFK. Quieren putearnos un poco más y punto. Por fortuna, aún quedan algunos lugares donde, ajenos a esta “ley cálida”, podemos hallar cierta protección helada, donde reencontrarnos con nuestro témpano interior. Pequeños establecimientos, sitos en recónditos chaflanes y callejones, en los que organizarnos como resistencia. El último refugio, donde echar una caña bien fría.



El Pueblo de Albacete, 13 de agosto de 2012

1 comentario:

  1. Y luego están esos maravillosos bares, que cuando no hay nadie tienen el aire puesto, pero en cuanto se junta algo de clientela lo apagan, y te abren las puertas de par en par (según ellos porque así corre más el aire y se está más fresquito), dejando que entre esa maravillosa brisa sahariana de 40 grados y que hace que calzoncillos y pantalones se vuelvan uno.
    Un saludo señor Juan.

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