domingo, 19 de agosto de 2012

El Chico Amarillo

Joseph Weil no era mala gente, a pesar de ser uno de los más famosos estafadores de la historia del crimen estadounidense. Nacido en Chicago en 1875, cuentan las crónicas que tenía una inteligencia avivada e inquieta, como demuestra que fuera miembro del Dill Pickle Club en 1920, uno de los círculos filosóficos y bohemios de la época. Pero, claro, por encima de todo Weil era un timador que se especializó en vender inexistentes pozos de petróleo y filones de minerales a banqueros y empresarios, los gremios a los que odiaba con toda su alma. Se calcula que durante su carrera delictiva llegó a estafar hasta ocho millones de dólares de la época.
Durante la década de 1890, Weil vende acciones falsas, participa en carreras de caballos amañadas, y vende por ferias y circos el magnífico y milagroso Elixir Meriwether, que todo lo cura, y cuyo ingrediente principal era agua de lluvia. Pronto comienza a despuntar como timador audaz e ingenioso, ideando formas geniales de sacarle los cuartos al personal. Por ejemplo, en una de sus giras de charlatán, pregunta a un granjero con problemas de visión si este había perdido un costoso par de gafas bañadas en oro. Weil se las coloca al hombre y le enseña una revista. El tipo no se da cuenta de que Weil ha trucado la revista poniendo ciertas páginas con la tipografía más grande, así que piensa que su visión ha mejorado enormemente por las gafas. Por supuesto, se las compra a Weil por tres o cuatro dólares –un elevado precio porque tiene “oro” en la montura-, con la promesa de devolvérselas a su legítimo dueño “si aparece”. Por lo visto, a Weil las gafas le costaban quince centavos.
Pero pronto se cansó de hambrear por los pueblos y decidió montárselo mejor. Es aquí cuando conoce a otro colega del oficio, Frank Hogan, y cuando de esta fructífera unión obtiene su afamado apodo Yellow Kid, el personaje de la tira de prensa de Richard F. Outcault, archifamosa por ser el primer cómic en usar bocadillos de texto y por dar lugar al término “prensa amarilla”, que siempre iba acompañado de un tal Frank Hogan. Así, el Chico Amarillo operaba por todo el Medio Oeste y sobre todo en su estado natal, asociándose con todo tipo de personas de diverso pelaje del submundo del crimen. Rateros, prostitutas, mendigos... todos conocen a Weil y están deseosos de colaborar en uno de sus montajes. Incluso convierte al policía que le buscaba en su socio tras un soborno de 8.000 dólares.
Su modus operandi más habitual consistía en hacerse pasar por un banquero, o un ingeniero de minas, o cualquier otro experto respetable, para lo cual era capaz de interpretar con perfecta convicción los acentos de las distintas regiones norteamericanas. Alquilaba oficinas comerciales en los más importantes edificios, lo mismo falsificaba letras de crédito que testimonios de importantes financieros, con ayuda de los mejores tramposos y falsificadores de la época. En una ocasión reprodujo los artículos de una revista reemplazando la fotografía del autor genuino por la suya. Todo en aras de respaldar su historia y teniendo mucho cuidado de borrar toda evidencia documental de fraude después de dar el golpe.
Weil se convirtió pronto en leyenda. Legendaria es su estafa del perro con pedigrí, una especie de tocomocho con estos animales. No obstante, sus mejores palos incluyen hacerse pasar por representante financiero de Von Papen, predecesor de Hitler en la Cancillería alemana; propuso un esquema para una República del Lago Michigan que debía cobrar vida bajo el Programa de Ayuda Exterior; estafó a Mussolini en Italia sacándole dos millones de dólares para adquirir unas minas en Colorado; y una vez poseyó en Chicago una sucursal del Banco del Estado Americano, donde alquiló y restauró todo un edificio para hacerlo pasar por una oficina bancaria genuina y estafar a un millonario al que sacó 350.000 dólares en una operación inmobiliaria falsa.
Pero si por algo Weil debe ser recordado en esta columna es por ser el artífice real del timo del telegrama de la película El golpe. Una obra maestra de la estafa, en una inolvidable cinta que, además, bebe en muchos más aspectos de la biografía de este delincuente.
Como en tantos casos de timos, muchas de sus víctimas fueron incapaces de denunciarle. Sin embargo, en 1940, después de haber pasado una temporadita a la sombra en las cárceles de Atlanta y Leavenswoorth, Weil decidió enmendarse y se retiró, viviendo de los pocos ahorros que le quedaron tras una vida de derroche en juegos de azar, hoteles, caballos de carreras, y altas y voluptuosas amantes de pelo rubio sacadas de los mejores clubes nocturnos de Chicago. Irónicamente, acabó por perderlo todo en malas inversiones en empresas legales. Weil murió a los cien años de edad, en 1976, y fue enterrado en una fosa común. Jamás se arrepintió de lo que hizo porque, según sus propias palabras, sus víctimas eran gente deshonesta que “deseaban algo a cambio de nada, y yo les daba nada a cambio de algo”.



 El Pueblo de Albacete, 20  de agosto de 2012

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