domingo, 5 de agosto de 2012

La fotografía digital mató a Deckard


Qué obsesión tiene la gente por llevarse la cámara de fotos a todas partes. Y no lo digo sólo por la que llevan los teléfonos móviles incorporadas, que también, sino las supercámaras digitales que ahora cualquier hijo de vecino se cuelga del cuello en una carísima funda y carga con ella a poco que salga de casa. Cual plaga de langosta, esta nueva especie de personas parece prodigarse más en verano, y da lo mismo que las temperaturas superen los cuarenta grados, o que el lugar en el que estén retratando tenga el mismo interés artístico o histórico que una mierda pinchada en un palo, el caso es que ahí están, por decenas, por cientos, miles, apretando el botón de disparo.
Nunca entendí el valor de la fotografía doméstica. Se me pierde el sentido de para qué quiere conservar la gente una imagen, suya, de sus parientes o del sitio donde ha pasado el fin de semana, para qué inmortalizar tiempos pasados en los que gozabas de menos entradas y más abdominales, de tu primera mujer en la puerta de una catedral en tu viaje de novios, de los amigos a los que ahora solo ves por facebook. Conservar imágenes del pasado solo tiene sentido si eres un Nexus 6 y no lo sabes, o padeces problemas de memoria.
La técnica es la culpable. Ahora todo el mundo se cree un as de la fotografía por culpa de las cámaras digitales, que han simplificado y abaratado las máquinas. El problema es que, por mucha reflex de Mediamark que gastes, para esto de la fotografía, como en la música, hay que tener talento, y lo mismo que para una no basta con saberse cuatro notas y tres acordes, para la otra se requiere de algo más que saber poner el autoenfoque, el flash automático y el filtro de ojos rojos. Para colmo, al reemplazar los carretes por tarjetas de memoria de tropecientas gigas que te permiten hacer medio millón de fotos a máxima resolución sin esfuerzo, por la fuerza de la estadística alguna buena captura habrá entre 500 fotos del mismo sitio. Como en el grosero chiste del cazador con párkinson, logras matar al pato porque en realidad apuntas a todas partes a la vez. Como encima tirar la foto sale gratis, pues nadie se corta un pelo a la hora de apretar el disparador. Esto con los carretes esto no pasaba. Cuando revelar treinta y seis fotos te costaba casi mil duros -pero que frase más vieja- ya mirabas por que no saliera nadie movido.
Pero si hay un responsable máximo de la fiebre fotográfica ese es el maldito Photoshop. Este programa, herramienta imprescindible y cuasi perfecta del retoque fotográfico, también es la culpable de que millones de giliflautas con sus megacámaras hinchadas de megapíxeles inunden sus vidas y las nuestras de imágenes banales, insulsas y prescindibles, retocadas para aparentar todo lo contrario. La magia del Photoshop es que con apenas cuatro nociones y tres tutoriales de filtros, un tipo que no sabe lo que es mandar un mail con copia oculta, se crea el Dios de la Informática al convertir cualquier foto mediocre de sus vacaciones en una postal del National Geographic. O casi.
Tema aparte son los móviles con sus supercámaras y sus superaplicaciones, donde se mezclan los dos conceptos anteriores en un solo enunciado: cualquiera puede ser un fotógrafo profesional. Una afirmación estúpida, que se acercaría más a la realidad reemplazando el “ser” por “parecer”. En realidad, con estos chismes, la labor humana se reduce a apretar el botón o la pantalla de turno. Al simplificar tanto las cosas, al ponerlas a prueba de tontos, lo único que se consigue es idiotizarse, deshumanizarse. Convertirse en un robot.
Desde un punto de vista mundano, estas fotos son tan efímeras como un pedo en un huracán, así que no sirven para nada. Mi señora madre tiene en su casa las fotos de sus padres y abuelos, las de su boda, las de las comuniones de sus hijos. Y una con Bono. Todas ellas fruto del siglo XX. Pero cuántas de las digitales tienes puestas tú. Salvo que seas un hortera sin principios morales y/o un psicópata de esos que poseen un mal llamado “marco digital”, lo normal es que, como mucho, te hayas hecho imprimir alguna de las primeras fotos que hiciste, las más bonitas, en tamaño gigante, las hayas llevado a enmarcar y las hayas colgado por casa para fardar ante las visitas. Pero cuando echas cuenta de lo que te ha costado la broma, no repites. Y así, vas acumulando en los discos duros imágenes de tus vacaciones, tus viajes, las cenas de navidad, las borracheras insospechadas... El documento gráfico de una vida que, de tan retratada, pierde todo interés.
¿Qué sentido tiene entonces toda esta vorágine de millones de imágenes capturadas por segundo? ¿Cuál es la intención? ¿Qué se reivindica, qué se pretende? A un nivel introspectivo, diría que dar fe de que se es, de que se está. Aportar pruebas gráficas de la propia existencia en un mundo que se mueve tan rápido que, todo lo que se queda quieto un instante, se convierte en un borrón.



El Pueblo de Albacete, 6 de agosto de 2012

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