domingo, 29 de julio de 2012

Servilletas


En mi casa usamos servilletas de papel. Sé que hay de las otras, de las de tela, pero ignoro dónde las esconde/guarda mi señora. Creo que las vi una vez las pasadas navidades, o en alguna fiesta similar, pero no consigo recordar de ellas ni el color. En casa de mi madre sucede tres cuartos de lo mismo. A la hora de comer, servilletas de papel. Allí sí sé dónde están, porque durante casi dos décadas las estuve sacando del cajón a la hora de poner la mesa. Tenemos varios modelos, los de diario y los de las celebraciones especiales, o lo que es lo mismo, las malas y las buenas. Las primeras son a cuadros; las segundas, rojas. Incluso hay unas blancas -del ajuar de mi señora madre, supongo- que jamás han sido usadas. Las servilletas de todos los días rascaban al limpiarte los morros; las buenas estaban suaves y olían a limpio, al menos antes de empezar la pitanza.
Ahora ya sólo hay de papel. Si quieres restregarte la grasa del pollo de los dedos con una pieza de tela tienes que irte a un restaurante, y allí también están en peligro de extinción.
Compras un enorme paquetón de servilletas de papel, que contiene cien o doscientas, de una, dos o tres capas, y las llevas a tu casa. Las pones en la bandeja donde comes, -porque los treintañeros no comemos a la mesa, sino en bandejas, sentados en el sofá-, y cuando llega la hora de limpiarte una miaja, el papel se deshace entre tus dedos como... bueno, como lo que es, papel. Y entonces coges otra, y luego otra, y así vas juntando un montón  de basura superior al de los propios desperdicios de la comida.
Esa montaña de celulosa semiviscosa que descansa al lado del vaso de agua se supone que tenía que ahorrarte penurias económicas y laborales. Se supone que son muy baratas, y que no hay que lavarlas, ni plancharlas –cosa que he visto hacer a ciertas señoras con estos ojitos miopes-, que son de usar y tirar. Pero ¿dónde están estas ventajas si al final tienes que usar el cuádruple en una sola comida? Y lo peor es que sigues teniendo algo de roña en la mano, pijo. Porque las de tela, las que rascaban, te arrancaban la suciedad a tirones, pero estas cosas de papel se espizcan al primer roce.
Todas las virtudes que tienen los pañuelos de papel frente a los de tela, sobre todo el no tener que llevar tus mocos en el bolsillo todo el santo día, no se pueden extrapolar a las servilletas. Y da lo mismo usar las de siete capas, el papel es papel, y si se empapa, se desintegra como una galleta en un tazón de leche (Ley Fontaneda de la disgregación de la materia). Aún sí las seguimos empleando porque nos hemos acostumbrado a ello, y porque lo de meter las de tela en la lavadora no nos va demasiado, eso son “cosas de madres”. Y nos dejamos engañar un poco por los fabricantes, que conocedores de nuestros deseos más íntimos, ya las fabrican en todos los colores, formas y texturas para que se parezcan a las servilletas de hilo maternas. Pero madre y sus servilletas no hay más que una.
Hay un tipo de servilleta de papel que no sirve absolutamente para nada. Todos las conocemos de sobra porque casi todos nuestros bares favoritos las tienen. Los esas servilletas que suelen llevar el nombre del local en ellas, y/o un rebordecito azul o rojo que parecen ligeramente enceradas, y que están encerradas en dos lados de unos monstruosos cajones de plástico o metal. Son una mierda. No limpian. No absorben. No sirven absolutamente para nada. Sólo comiéndote unos caracoles puedes llegar a gastar centenares y te irás de las tascas con los dedos amarillos y oliendo a especias. Todos hemos cometido el terrible error de arrojarlas a puñados encima de una bebida derramada y sólo hemos conseguido un bonito e inmenso moco blancuzco que se alza como un islote asqueroso en medio de una laguna de cerveza. ¿Quién fabrica esto? ¿Un genio del mal?
La única forma de hacer de estas servilletas de bar algo atractivo era ensartándolas en un gancho de acero en cuya base había un palillero, y de estos, desde que cerró el Monterrey, no he vuelto a ver jamás. 


El Pueblo de Albacete, 30 de julio de 2012

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