domingo, 13 de enero de 2013

El Mal político (I y II)

En un país donde todavía se vota al partido político contrario a aquel que fusiló al bisabuelo contra la tapia del cementerio hace casi ochenta años está visto que no hay demasiada conciencia política. Y si no la hay entre la población, menos entre quienes se supone que deben ostentar esa responsabilidad. A los políticos les interesa este juego para mantener su estatus privilegiado, amparado por las leyes que ellos mismos han construido y que sólo modifican cuando les interesa, convirtiendo lo que debería ser una democracia en un remedo del senado de “Yo, Claudio”, donde los miembros de las élites se defienden contra quienes querían serlo, mientras pelean entre sí los puestos preferentes y las migajas que les cede el poder económico, que a fin de cuentas es quien manda ahora. En esta mascarada de democracia, los ciudadanos no son más que carne de urna a la que hay que prestar atención una vez cada cuatro años.
Sin embargo, la política y los políticos se ha convertido, por culpa de la crisis, en una de las principales preocupaciones de los españoles. Una turbación motivada principalmente por simple envidia. Y es que cuando medio país anda sin trabajo, sin hogar, sin ahorros, sin perspectivas de futuro, es inevitable no volver la vista a esas caras peripuestas que se asoman cada día a nuestras pantallas, tengan las pulgadas que tengan, para recordarnos que, mientras nos recortan de aquí y nos cobran más de allá, nos amenazan con esto, y nos piden esto otro, a ellos no les va a pasar nada.
Ellos son la élite de este país, los bendecidos por nuestros votos. Los que, como las cucarachas en una hecatombe nuclear, siempre sobreviven. Los que gozan de privilegios exclusivos, elitistas y que conforman un lacerante agravio comparativo respecto al común de los mortales, prebendas que no acaban cuando abandonan el cargo, sino que les acompañan a la tumba y aún después. Sueldo fijo, jugosas dietas opacas, el dedo sagrado de otorgar cargos de libre designación al gusto, etc. Una situación intolerable a ojos de los ciudadanos y cuya erradicación ningún partido político se ha implicado en serio porque, claro, quién iba a tirar piedras contra su propio tejado.
En las últimas semanas estamos viendo un claro ejemplo de esta situación respecto al salario de los altos cargos de la administración y el eterno debate de si a nuestros dirigentes hay que pagarles más o menos. Quienes defienden que deberían cobrar más, lo justifican bajo la premisa de que una nómina abultada atraería a la palestra política a profesionales de alta cualificación, gente externa a los anquilosados aparatos de los partidos. Personas competentes, con estudios serios, con idiomas, con criterio propio.
Pero los hechos evidencian que, a) siempre se ganará más en el sector privado que en lo público; b) la independencia de un gestor proveniente de lo privado respecto de sus antiguos jefes es muy cuestionable. Si las empresas privadas ya recompensan a los políticos retirados con cargos puramente nominales muy bien remunerados, si ya entran en el hemiciclo puestos en nómina solo significa más beneficios para ellos, y otra palada de estiércol en nuestras caras. Además, viendo cómo se está restringiendo el acceso a la educación superior por parte de las élites políticas y económicas para garantizar su pervivencia en las altas esferas, llegará un momento en que la elección de líderes se reduzca a una mera cuestión de nombre, puesto que los apellidos serán siempre los mismos. La política se ha convertido en el nuevo sacerdocio al que los nobles destinan uno de sus hijos, tendiendo así nuevas cabezas de puente con el poder.
Dado que a los “genios” no les interesa ni compensa lo público, qué nos queda: los políticos de carrera. Burócratas sin una trayectoria profesional de interés fuera del partido, que han prosperado a base de reverenciar al líder y reproducir sus consignas hasta la saciedad, sin que importe los idiomas que hable o lo duro que trabaje, sino lo rápido que pases por el aro. Personas que, cuando comienzan en esto, fuera de sus siglas, hambrean. Si les pagásemos en función de su cualificación tampoco querrían saber nada de la función pública.
***
También he leído por ahí el argumento chantajista de que un buen sueldo evitaría la corrupción política. Esto es un error. Y una soberana estupidez, que evidencia el total desconocimiento de la raíz de la naturaleza humana: la ambición. La supervivencia de nuestra especie se asienta en la ambición; si nuestros ancestros se hubieran contentado con comer bayas y apedrear conejos la civilización se habría estancado ahí, pero no fue así. Ambicionaban una vida mejor, más fácil. De la misma manera, el político no se contenta por ponerse al servicio de su comunidad, de su barrio, sino que aspira a más, a la alcaldía, a las cortes regionales, a las nacionales, hasta donde sea capaz de llegar. A esa ansia innata hay que añadir, además, la desaforada presión del entorno del partido, que azuza al individuo regazado –como una descarga eléctrica en los genitales- a seguir trepando por la cuerda sin que importe sobre qué o quién se pase por encima.
Las posibles excepciones son insignificantes, porque lo que un tipo rechace, cincuenta habrá que lo acepten, y lo que tu partido no quiera, otro lo cogerá y te pondrá en desventaja. El bipartidismo de facto, además, fomenta este estado de permanente guerra fría entre bloques que no se caracteriza, precisamente, por el juego limpio.
Vistos así, los políticos se asemejan a terribles crápulas, sociópatas sin alma que sólo piensan en el beneficio propio... No lo digo sólo yo, otras voces como la del neuropsiquiatra mexicano Jesús Ramírez-Bermudez afirman que “la mayoría de políticos son narcisistas y sociópatas, es decir egoístas que viven para sí, además de ser manipuladores que ocultan sus trastornos y recurren a fármacos cuando se frustran sus deseos”. Y sí, no hay muchas razones para pensar lo contrario.
Los sociópatas carecen de socialización y empatía,"incapaces de calcular racionalmente las consecuencias de sus decisiones a largo plazo en un contexto social". El mal endémico del cortoplacismo político se debe a quienes nos dirigen. "Anteponen el pragmatismo inmediato frente a la perspectiva futura, sobre la que nadie les va a pedir responsabilidades, o si lo hacen, ya les quedará lejos, sus pecados habrán prescrito, y si no, siempre habrá devotos nostálgicos que ensalcen su triste legado". La burbuja inmobiliaria que nos ha metido en este pozo ciego es el ejemplo más inmediato.
De ahí que, volviendo al tema del salario, hay que tener claro que no existen los políticos buenos a bajo coste. Pero tampoco hay que pagar caro a los malos, así que, hasta que se demuestre su valía, y dado que nadie debe nunca trabajar gratis, lo mejor es optar por aquello del mal menor y que el pueblo, al que va a acabar por traicionar, le pague lo menos posible: el salario mínimo interprofesional, que si es bueno para motivar que un obrero realice su faena, no veo por qué no habría de hacer lo mismo con un alcalde, senador o presidente del Gobierno. Eso, y un control férreo y exhaustivo de dietas, ventajas fiscales, control de cuentas de ahorro, nada de puestos de libre designación ni demás prerrogativas ventajistas. Al gobierno, como al campo, se viene a trabajar, no a hacerse rico.
Y al que no le guste, que se vaya. Porque lo que nos sobran son políticos. En concreto, 350.000 según un artículo en la red titulado “Rescatemos España despidiendo 350.000 políticos”, de Antonio Romero, ingeniero de Telecomunicación y MBA por el Instituto de Empresa. Según sus cálculos, con lo que cuestan esos miles de cargos públicos podrían crearse 1.050.000 de nuevos puestos de empleo, que dejarían de cobrar un desempleo de 800 euros. Una teoría tan turbadora como interesante.

1 comentario:

  1. Cada uno de los párrafos merece un comentario aparte, así que no lo haré, pero bien, veo que vas pasando por el aro, amiguete. Pero no te lleves mis lectores, ¿eh?

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