lunes, 21 de enero de 2013

El hombre que mató a Franco

Aquí os dejo este divertimento escribo a propósito para el Reto Fanzine 2013, como nº1 de la colección Dalacín Distópico.




EL HOMBRE QUE MATÓ A FRANCO

LO IBA A HACER. IBA A MATAR A FRANCO. No hacía ni dos semanas que los camaradas del Partido se habían reído de Mi plan, y luego, cuando vieron que no desistía, me amenazaron, me «prohibieron » seguir adelante. Que les jodan. Ellos solo hablan y hablan, intrigan, pero no tienen intención de hacer nada. Pero yo siempre he sido un hombre de acción, así que cuando llegaron mis manos los planos de los subterráneos de Madrid, y vi que se podía acceder al palacio del Caudillo sin dificultades, no me lo pensé dos veces. Sin discursos, sin apoyos, sin conspiraciones, ni traidores. Para cumplir aquella misión suicida sólo hacían falta cojones y una pistola.
Liberar a España del yugo fascista estaba en mi mano.
Siguiendo la ruta que había memorizado, me arrastré por los inmundos túneles como una rata durante cuatro horas, sin más luz que la de que me daba —de tanto en cuando— un mechero. Al final, si no me había equivocado en algún cruce, aparecí en lo que debían ser los mismísimos sótanos de El Pardo. El silencio era absoluto. Mi mano derecha, la que sostenía el revólver con el que libertaría al pueblo, palpitaba de impaciencia.
Tanteando con cuidado a mi alrededor di con una pequeña linterna metálica con dinamo, que funcionaba accionando una palanca. A su pálida luz vi la svástica nazi grabada en una serie de cajas cerradas dispuestas por todas partes. Algunas estaban abiertas, y en su interior sólo encontré lo que parecían matraces y tubos de ensayo.
De repente, oí algo. Dirigí el haz de la linterna en dirección al extraño sonido. Descubrí un pasillo que terminaba en una pesada puerta de acero, cerrada con un enorme pasador. Mi primera impresión fue que había dado con un calabozo. Con todo el sigilo que pude reunir, arrimé la oreja al metal pero no escuché nada. Entonces… ¡Sí! Ahí estaba, una especie de cántico
que, a priori, no conseguí identificar. Pero me era familiar, y así, al cabo de unos segundos, reconocí la melodía como La Internacional. No puede ser, me dije, entre asombrado e inquieto. La inesperada presencia de un camarada encarcelado podía afectar gravemente a la consecución de mi objetivo, pero aún así, consideré que era mi deber liberarlo de inmediato.
Descorrí el pasador y empujé muy despacio el portón.
Como había sospechado, se trataba de una celda. Por el mugriento suelo se encontraban decenas de libros y panfletos, entre los que distinguí El estado y la revolución, de Lenin, y una edición en francés del Manifiesto Comunista. El trémulo círculo de luz de mi linterna recorrió la hedionda estancia hasta dar con el prisionero, arrinconado en una esquina. Al verme, se puso en pie de un salto y me amenazó con un puntiagudo trozo de madera, probablemente arrancado de su catre.
⎯¡Alto, perro fascista! ⎯me dijo con una voz rota pero firme. El individuo era bajito, calvo y con una espesa barba que, a pesar de todo, no ocultaba a mis ojos la irrealidad de sus facciones. Me invadió una súbita sensación de vértigo, se me revolvieron las tripasy a punto estuve de caer, mareado. Aturdido porla impresión, encañoné como pude al prisionero.
Al mismísimo Franco.
Lo miré y remiré, y era indudable que se trataba del mismo hombre al que había jurado matar, y sin embargo, su miedo era genuino, así como la forma despectiva en que se había dirigido a mí, creyéndome otro discípulo del fascio. Aquello parecía una pesadilla. Sin dejar de apuntarle con la linterna y el revólver, le pregunté quién era.
⎯Soy Francisco Franco Bahamonde ⎯dijo, también con la confusión inscrita en la cara⎯. Prisionero del fascismo desde… ¿En qué año estamos?
El vértigo de apoderó de mí. Cerca estuve de caerme redondo, mientras mi cabeza bullía de pensamientos contradictorios. ¿Qué burla era aquella? ¿Qué maldita locura era esta? El vago recuerdo de mis lecturas infantiles, de aquel folletín de Alejandro Dumas titulado El Hombre de la Máscara de Hierro, hizo que me plantease si no estaría frente a una macabra
versión actualizada y aplicada al maldito tirano. ¿Sería posible?
De inmediato, bajé el arma. Me identifiqué como miembro del Partido y entonces nos apretamos en un fuerte abrazo, llenos de honda emoción. No entendía cómo ni por qué, pero este Franco era un camarada de los de verdad y necesitaba mi ayuda.
Atropelladamente, me explicó que tenía problemas de memoria y no sabía cuánto tiempo llevaba encerrado, que le daban de comer pan y agua una vez al día, que llevaba meses sin ver ni hablar con otra persona… No parecía enfermo ni débil, aunque sí estaba extremadamente delgado, y tenía una fea cicatriz en la parte posterior del cráneo. De su confusa verborrea discerní que no sabía ni quién, cómo o cuándo le habían encerrado, ni nada acerca de su hermano gemelo, el que me aguardaba en los pisos superiores.
Ahora tenía que enfrentarme al problema de qué hacer con aquel individuo. Por sí solo jamás encontraría la forma de salir de la red de túneles que me había traído; tampoco era buena idea que me acompañase en mi misión, y en verdad me dio miedo dejarle solo, aguardando mi regreso. Después de sopesarlo un rato, decidí llevarlo conmigo. Así, su sosias podría arrojar algo de luz a aquel misterio antes de morir.
Así que los dos nos encaminamos a través de nuevos y retorcidos pasillos, ya iluminados con luz eléctrica, pero sin ninguna señal de escaleras que ascendieran a los pisos habitables de arriba. Tampoco tropezamos con ningún guardia ni alarmas, lo que no dejaba de ser inquietante.
Tras media hora de vagar por los intestinos del palacio, persiguiendo un misterioso zumbido que nos condujo a unos enormes generadores eléctricos, nos encontramos ante una puerta entreabierta. La empujé un poco y me asomé por el estrecho hueco.
Habíamos dado con una especie de sala de control, con varias puertas, las paredes forradas de mapas y extraños aparatos, un gran escritorio en el centro lleno de teléfonos y, sentado en medio, estaba él. Ni siquiera me detuve a comprobar si había alguien más. Irrumpí como una furia, grité ¡Libertad!, y le volé la cabeza con el primer disparo. A continuación, le puse dos medallas de plomo en el corazón. Estaba frenético, fuera de mí. Sonreí con sádico agrado al ver cómo manaba la sangre a borbotones.
¡Lo había hecho!
¡Franco estaba muerto!
Pero mi exultante momento de gloria terminó con una detonación a mis espaldas, seguida de un terrible alarido. Me volví sin despegar el dedo del gatillo.
Horrorizado, vi como el camarada Franco caía abatido por un tiro a quemarropa, en tanto su asesino, otro Franco, este con uniforme de general de Brigada, se desplomaba hacia atrás con el puñal de madera del otro incrustado en el corazón. Una voz gangosa me dio el alto a mi derecha. Giré automáticamente el brazo en esa dirección y abrí fuego sin mirar. Un cuarto Franco, vestido de paisano, recibió mi descarga de balas. Lancé el revólver ya sin munición hacía uno de los accesos, y me arrojé sobre el cadáver del Franco más cercano para recoger su Astra. Rodé por el suelo. Dos Francos más me estaban esperando con ráfagas de ametralladora y de nuevo vacié el cargador contra ellos mientras corría en retirada. A la vez, notaba como la cordura me abandonaba como el aire un globo pinchado. Aún así, no dejé de luchar, de asesinar a Franco una y otra vez, una y otra vez, hasta que mi mente y mi cuerpo no lo soportaron más y sufrí un violento ataque.
Ahora estoy en un cuarto de paredes blancas y acolchadas, con una camisa de fuerza. No he sido ejecutado y no dejan que me mate. No seré indultado cuando el tirano muera y mis camaradas ya me habrán olvidado.
Pero yo soy el hombre que mató a Franco.
Diez veces.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...