viernes, 25 de enero de 2013

Quién puede matar a un elfo

Otro cuentecico realizado para el Reto Fanzine 2012, esta vez para La Gallina nº4. Inaugurando el género Anal y Brujería, también llamado Fantasía Soez, del que pienso convertirme en máximo adalid en breve.


QUIÉN PUEDE MATAR A UN ELFO
 
El sonido de una hebilla metálica despertó a Heggar el Rojo. Tendido boca arriba como estaba, cubierto hasta el bigote con una manta mimética de Kandor, sólo se arriesgó a abrir un ojo. En una noche cerrada como aquella, era imposible acertar a ver nada más que oscuras masas informes. Dejó que sus otros sentidos buscasen el origen del ruido. Percibió el roce de la tela y el suave pisar, como de una mujer descalza, sobre la tierra, de alguien avanzando hacia su posición. Estaba ya muy cerca, quizás a unos seis codos.
Eran unos pasos irregulares, extraños. El olor tampoco era común, mezcla de sudor y perfume, tirando adulce. Entonces, por todos los Viejos Dioses, retumbó una ventosidad, y estallaron las risas, las del pedorro y sus -al menos- dos compañeros más que estaban bastante más lejos. Las fosas nasales del Rojo se llenaron de pronto de un hedor nauseabundo que le dio la vuelta a las tripas y le llenó la garganta de bilis. Pero no se movió.
Ni siquiera abrió el otro ojo.
Había reconocido la lengua de los extraños y ya podía identificarlos. Elfos. Dos a unos treinta codos y un tercero a punto de cagarse sobre su cabeza.
Heggar, que siempre se había quejado de tener una suerte de mierda, estaba a punto de ser enterrado en diarrea de elfo. Y luego, esos tres cabrones lo matarían. Porque sabía que no iba a poder permanecer inmóvil mientras aquel bastardo de orejas picudas le descargaba sus intestinos encima. Porque sabía que en cuanto le descubrieran era hombre muerto, porque nunca nadie jamás había visto cagar a un elfo, y eso sería por algo.
Al Alto Pueblo le gustaba guardar las apariencias, mantener su estatus de raza superior, frente al resto de seres. Eran un pueblo en decadencia, pero se autodenominaban los Primeros Hijos para dejarlo claro. Con su lengua extraña, su aspecto entre siniestro y etéreo, su envidiada longevidad, su -ahora exangüe- magia, sus secretos y sus misterios, se mantenían prácticamente apartados del resto del mundo, odiando a todos los demás. En el tiempo de los hombres, los elfos solo eran una excentricidad del pasado, como las ruinas del templo de Misraim. Se les debía tener respeto y saber mantener las distancias, pues suyo era el control estratégico de las más importantes vías comerciales, pero en esta era, los Primeros Hijos se habían convertido en poco más que guardabosques.
Para resarcirse de este trato, humillante a sus ojos, se dedicaron a cubrir sus defectos bajo el manto de la leyenda y los cuentos, que ellos mismos alimentaban, lo mismo ayudando a un pastor que destruyendo una cosecha, como si pareciendo seres mitológicos pudieran estar más por encima, o más a salvo, de los demás.
Y Heggar el Rojo, que era humano, y no precisamente de los mejores, que llevaba huyendo doce días de los asesinos del comendador de Buchner por toda la Marca, viviendo en los bosques como un animal salvaje, comiendo carne cruda y bebiendo de charcas, era consciente de que unos tipos así no dejarían marchar a nadie que les hubiera visto hacer de vientre, porque, amigo, esa es una historia que cruzaría el mundo de punta a punta, y los Primeros Hijos serían los Primeros Cagones y, como poco, acabaría por desatarse una guerra como no se veía desde los tiempos del Graco.
Pero el Rojo no estaba para pensar en consecuencias a largo plazo. Aquel elfo se estaba desabrochando los pantalones, y salvo que las orejas no fueran su única anomalía física, no tardaría el fulano en ponerse en cuchillas ante sus morros y llenárselos de mierda.
Heggar seguía impávido, sopesando sus acciones. Sabía que debía ser rápido, jodidamente rápido, para cargarse al elfo antes siquiera de que hubiera empezado a aflojar el esfínter. Después debía cargar contra los otros dos y dejarlos secos antes de que pudieran reaccionar. Por suerte para él, el trío parecía estar colocado. No podían estar ebrios porque se suponía, o eso decían los cantares, que el alcohol no hacía mella en los elfos, así que debía de ser algo más fuerte. Setas de olmo, hierba roja de Sem, polen del loto negro, bayas del diablo… A saber qué habrían estado tomando antes de aparecer por allí. Seguro que la descomposición intestinal del elfo se debía a alguna de estas sustancias.
Otro pedo cercano, con repique de caldillo al final, marcó la cuenta atrás para Heggar. Tan despacio como supo, fue moviendo dedo a dedo la mano hacia el puñal que llevaba en el cinto. La manta mimética debía hacerle prácticamente invisible en aquella oscuridad, pero dado que no podía fiarse de lo que se contaba de los elfos y, por tanto, no estaba seguro de si podían verle u oírle en la oscuridad, toda precaución era poca. Si actuaba bien, con precisión quirúrgica, a lo mejor podía cargarse al elfo sin alertar a los otros. Salvaguardado el factor sorpresa, liquidar a los dos restantes resultaría un poco más sencillo.
Pero si la mierda llegaba a tocarle… Heggar se conocía. Sabía que había cosas que le hacían volverse loco. Que le chorreara excremento caliente de elfo en la frente, sin duda, era de las peores que podía imaginar. Y lo malo de transformarte en un demonio expulsado del infierno por ser demasiado malvado es que no hay planes que valgan, solo matar, matar y matar, con el riesgo que eso conlleva de morir, morir y morir. Y Heggar el Rojo, por muy cabrón sanguinario que fuese -como bien sabían en Buchner-, se ponía enfermo de pensar que esa podía ser su última hora.
Los dedos aferraron el cuero de la empuñadura del cuchillo. Oyó al elfo murmurar, en lengua común, una maldición. Como si el cielo quisiera echar más leña al fuego, una nube se apartó lo suficiente para que un débil rayo de luna iluminara las pálidas nalgas desnudas del Primer Hijo con diarrea a escasos palmos del Rojo, el forro lampiño de sus cojones colganderos y parte de la larga y fina polla.
Y antes de que aquel fibroso y enjuto cuerpo se estremeciera en una única convulsión que expulsase, fuera de sí, una hondonada de mierda en puré, Heggar el Rojo apretó los dientes hasta astillárselos y se lanzó al ataque.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...