viernes, 25 de enero de 2013

Cincuenta sombras de Juan

Un fanzine del Retyo Fanzine 2012. Creo que está bastante claro por donde van los tiros. No sé si google me puteará o algo por poner esto aquí, así que aprovechad para leerlo.

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La serie CINCUENTA SOMBRAS DE JUAN cuenta historias de treintañeros y sus diversos encuentros sexuales desde un punto de vista masculino. Promulgando el romanticismo poco sutil, la serie promete ser un poco fuerte, algo sucia, pero también excitante, como el sexo mismo.

En ME LA FOLLÉ ENTERA (Volumen 1 de la serie), nuestro narrador cumple uno de los sueños más morbosos y menos confesados del mundo, follarse a un compañero de trabajo.
ADVERTENCIA: Este relato contiene escenas de sexo explícito y un vocabulario poco sutil pero real. Abstenerse mojigatos y feminazis.
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Me la follé entera 
John Blackhorne 

No soy un tipo al que le gusten las cenas de empresa. Reunirte alrededor de un menú más caro que apetitoso con las mismas caras que estás harto de ver todos los días no es precisamente mi definición de pasarlo bien. Sobre todo, porque en cuanto caen las primeras botellas de vino, se caen las máscaras y se vislumbra a la persona real que hay detrás, que las más de las veces ni quieres ni necesitas conocer. La pérdida de compostura en pro de un acercamiento íntimo no deseado es una de las situaciones más embarazosas e incómodas que uno puede vivir.
Pero claro, si no va todo el mundo, los ausentes pasan a convertirse en seres invisibles. Porque después de la cena en cuestión, de pronto, y durante un par de semanas, flota un falso ambiente de colegueo entre los comensales que deja totalmente fuera de juego a los ausentes a la cena, transmutados —ahora y hasta que las aguas vuelvan a su cauce— en parias que no pueden meter baza en las conversaciones, chismes y bromas, que se originaron la noche de marras. Así que, salvo que seas un sociópata, acudes.
En estas cenas también se da el extraño, pero inevitable, juego de roles, en donde tus compañeros de trabajo interpretan espontánea y sistemáticamente una serie de determinados papeles. Está el Bebe sin sed, que está dispuesto a tomarse todo el alcohol del local aprovechando que se paga a medias. El Ninja, que desaparece en cuanto traen la cuenta. El Tragaldabas, que apura los platos, propios y ajenos, como si se fuera a acabar el mundo. El Catacaldos, que siempre pone pegas al vino y a la comida, pero no por ello deja de comer y beber. El Follador 3D, que mantiene la ilusión de emborrachar a una de las chicas para ver si se la tira, y nada. El Payaso, típico gracioso de clase que ha llegado a comercial, y que se pasa la cena haciéndose notar con sus bromas, chistes y gracietas, casi siempre a costa de los más callados. La Zorra Implacable, vestida para matar, que se deja querer un poco por la plebe antes de desaparecer en dirección a otra fiesta más de su nivel. La Blancanieves, una compañera en la que apenas habías reparado antes y que esa noche aparece guapa y radiante… En fin, da miedo seguir con la clasificación porque llega un momento en el que te planteas quién eres tú en este cuadro.
Entre la Blancanieves y la Zorra Implacable estaba Marta. Era adorable, con su melena pelirroja y sus ojazos verdes, su cuerpo de veinteañera, menudo y fibroso como de atleta, sus pechos firmes y un culo que, según con que pantalones y qué calzado, adquiría la forma perfecta de una manzana. Sin embargo, nadie más que yo parecía haberse dado cuenta de ello, y aunque no pasaba desapercibida en la oficina, tampoco despertaba el mismo interés que otras de sus compañeras, en verdad menos agraciadas.
Lo cierto es que Marta —una trabajadora excelente— llevaba casi un año con nosotros y no se le había visto demasiado cercana a nadie. Parecía mantener las distancias con todo el mundo, y en especial con las otras mujeres, pero sin llegar a resultar antipática. Su punto débil parecía ser la fotocopiadora; rara era la semana que no tenía algún problema con aquella máquina enorme. O se acababa el tóner de improviso, o se le atascaban los folios, o simplemente se negaba a encenderse. Entonces recurría a mí, y para allá que acudía yo con mi sapiencia en torno a Rank Xerox.
La noche de la cena de empresa coincidimos uno enfrente del otro, en un punto intermedio de la larga mesa, presidida en un extremo por el jefe de planta y en el otro por el Payaso. Tragaldabas se colocó junto a las féminas, con la certeza de que engulliría todo lo que los regímenes de ellas no les permitieran. Los demás estaban lo bastante dispersos para sentir su presencia más allá de un monocorde ruido de fondo. Marta estaba ante mí, con un vestido negro que, en otra no sería nada del otro mundo, pero que a ella le hacía un cuerpazo de órdago. O eso me parecía a mí, porque lo cierto es que, como en la oficina, tampoco parecía concentrar sobre sí muchas de las miradas masculinas —o femeninas, que allí había paridad—.
Y cenamos. Marta y yo mantuvimos todo el tiempo una amena conversación, un ágil intercambio de bromas y chistecitos tontos, entre platos de los que apenas probábamos bocado, y largos tragos de vino. Había un extraño buen rollo entre todos esa noche, y justo en nuestro lugar el bullicio festivo se percibía amortiguado; como en el ojo de la tormenta, imperaba la calma y se podía hablar y escuchar, casi en susurros. En medio del jaleo, la situación, paradójicamente, se estaba volviendo cada vez más íntima entre Marta y yo. Empecé a ponerme nervioso, porque yo soy así, cuando el nivel de la charla pasa de amabilidad a tonteo, mi cabeza se convierte en Deep Blue, el ordenador aquel que venció al ajedrez a Kasparov, planificando de forma simultánea los cientos de movimientos que debo dar a continuación para concretar ese tonteo en una proposición que incluya sexo. Fue inútil.
La vi levantarse e ir al baño dos veces en toda la noche, y en la segunda ocasión tuve claro que yo allí no tenía nada que rascar porque Marta ya lo había decidido todo. Fue su forma de empujar la silla hacia atrás, y su casi etérea pero cimbreante manera en que se puso en pie, a años luz de sus movimientos más rígidos del trabajo, lo que me lo dijo. Eso, y sus erectos pezones apenas disimulados bajo la tela del vestido. Pero lo que me lo corroboró fueron sus ojazos esmeraldas. Había más que un brillo de inteligencia en sus pupilas. Era malicia.
Marta había planeado todo, y seguro que desde hacía tiempo. Sólo mi torpeza me había impedido ver hasta ese momento que yo le gustaba. Y mucho, porque estaba claro que no le importaba que tuviera novia o que fuera diez años mayor que ella. De hecho, estuve seguro de que todas las incidencias con la fotocopiadora no habían sido más que una excusa para entablar contacto, una manera sutil de meterse, primero, en mi cabeza, y después, esa noche, en mis calzoncillos.
Mi mente calenturienta ya soñaba con montárnoslo en los baños del restaurante, pero claro, Marta seguro que tenía pensada una opción mejor, así que aguanté el tipo y esperé, con una erección de caballo. Por suerte la cena estaba en su punto final. Diez minutos más y todo mi autocontrol hubiera saltado por los aires para acabar follando sobre los platos del postre. Estaba cachondo perdido, tan salido como un adolescente, sobreexcitado por la promesa de poseer aquel cuerpo. Y nervioso por estar, no ya en público, sino rodeados de compañeros de trabajo, bajo la amenaza de ser el blanco de sus cotilleos y rumores durante meses.
Pero salir del restaurante no fue cosa fácil. Primero, porque mi polla se negaba a bajar, y la tenía que mantener oculta con la servilleta, formando así una perfecta tienda de campaña canadiense. Segundo, ante todo, había que guardar las formas. Así que Marta se levantó y se perdió entre el jaleo de los orujos finales y las voces de los que dividían la cuenta. Juraría que se fue sin pagar. En cuanto desapareció de mi vista, mi polla se desinfló como un globo barato. Dejé mis billetes, me acerqué a escuchar y reírle un par de chistes al Payaso y diez minutos después me deslicé con disimulo hacia la calle.
Un mensaje de Marta en el móvil me indicó que caminase hacia la esquina opuesta, lejos de los fumadores empedernidos que habían corrido a echarse el cigarro de después de cenar. Me esperaba con el coche en marcha. Apenas me senté en el asiento, metió primera y salimos disparados sin dejarme tiempo para abrocharme el cinturón de seguridad. Sonreí, y me dejé llevar, intercambiando ambos en la carrera libidinosas miradas que se fueron concretando en caricias que ahondaban en nuestras entrepiernas.
Hice todo el trayecto hasta su piso como ebrio. Apenas conservo imágenes borrosas del viaje en coche. De ese primer contacto íntimo y furtivo recuerdo el calor de sus muslos, la dureza de sus pechos, sus hábiles dedos masajeando mi polla por encima del pantalón… Me moría de ganas de besarla, pero como iba conduciendo era imposible. Sólo cuando nos detuvimos en su plaza de aparcamiento la devoré con un ansía estremecedora, que me sorprendió hasta a mí. Hubiéramos follado ahí mismo, en el coche, de no ser porque ella logró despegarse de mis brazos y tirar de mí hasta el interior del portal.
Fue en el ascensor donde recuperé una pizca de cordura. Al ver mi reflejo en los espejos, bajo aquella horrenda luz blanca, me pregunté qué estaba haciendo. Fue el único momento de la noche en el que pensé en mi novia. En mi trabajo. En qué pasaría al día siguiente. Entonces, las puertas se abrieron, Marta me agarró de la corbata y ya no hubo más reticencias. Primero, pecar, después las penitencias.
Marta tiró de mi corbata de seda y de mí hasta conducirme a su sofá de cuero. Me arrojó en él y ella se sentó en el otro extremo, coqueteando. Se quitó los zapatos y las medias, que le había roto en el coche, insinuándose todo el tiempo. Intercambiamos tres o cuatro boberías, pero estaba claro que el tiempo de los mordisquitos en los lóbulos de la oreja ya había pasado. Me acerqué y le acaricié las tetas por encima del vestido. Abrí tanto la mano que casi abarcaba los dos pechos. El contacto con sus pezones fue electrizante. Ella se relamió un poco, e hizo como que se apartaba, solo para enseñarme su magnífico culo de manzana. Mi mano fue directa a la nalga y la apreté, fuerte. La suya fue directa a mi bragueta, aun cerrada. El deseo me azotó como un látigo. Atrapé su melena pelirroja entre mis dedos y tiré con suavidad de sus vedijas hacia mi bragueta. Soltó mi cinturón. Casi sin darme cuenta, Marta se había tendido a mi lado y la polla, que la tenía para colgar un albornoz empapado, había salido de los pantalones y rozaba sus labios. Ella sacó la lengua y la enroscó como una serpiente alrededor del glande hasta que, por fin, se lo metió en la boca.
Aquello era el delirio. Me la chupaba y me la mordía con sus pequeños dientecillos blancos, haciéndome dar un respingo cada vez. Mi mano recorrió su culo hasta dar con un coño empapado y abrasador al que apenas alcanzaba. Marta, sin previo aviso, devoró mi polla hasta la raíz. Jamás hubiera creído posible que le entrara entera en su delicada boca, pero ahí estaba, hasta la garganta, en lo que era una demostración de una habilidad poco común. También clarificaba que no estaba con ninguna novicia. Ella se inclinó hacia adelante un poco más para empujar su culo hacia arriba y más hacia afuera. Se movía y retorcía, jugando a comerme la polla hasta los cojones sin dejar más que le rozase el coño con la yema de los dedos, sacudiéndome descargas en la columna vertebral cada vez que la dejaba salir para volver a metérsela. Gemí roncamente. Cinco minutos más así y me habría acabado corriendo como un caballo.
Había llegado la hora de tomar el mando.
Aparté la cabeza de Marta de mi ingle y me saqué el cinturón. Ella intentó volverse hacia mí pero la frené. Lo siento, chica, pero era mi turno. Le puse el cinturón al cuello y lo sujeté con una mano, apretando con firmeza. Ella se sorprendió e hizo ademán de quitárselo, pero enseguida me puse de pie y le acerqué la polla a sus sonrosados y finos labios, que se abrieron para comérsela con fruición.
Con la mano libre agarré el escote del vestido y tiré con fuerza hacia abajo, dejando sus hermosas tetas de piel blanca y pezones intensamente rosados al aire. El desgarrón de la fina tela no la distrajo de la mamada. Sonreí, al cerciorarme de que con Marta había vuelto a dar en el clavo. Oprimí sus pechos, acaricié y pellizque sus pezones sin aflojar la presión de la correa sobre su cuello. Dio un respingo, pero no se apartó de su tarea. La estrangulé con el cinturón un poco más y, entonces sí, dejó escapar mi polla que, cubierta de saliva, restregué por sus pechos.
Marta sacó mi bolsa escrotal fuera de la bragueta y se lanzó a lamerme los huevos mientras su mano me estrujaba la polla con movimientos circulares. Dejé caer el cinturón al suelo y enterré mis dedos en su cabellera cobriza. Le sujeté la cabeza con ambas manos y la empujé contra mi vientre una y otra vez, bombeando mi polla en su boca. Luego la tumbé boca arriba en el sofá, y la terminé de desnudar. Los restos del vestido y del sujetador, así como el tanga, salieron volando hechos trizas. La dejé solo con una pulsera en la muñeca y un insospechado piercing en el ombligo.
Le subí las piernas hasta apoyarlas en mis hombros y me eché sobreella. Nunca me había encontrado antes con una mujer tan mojada, tanto que mi polla no tuvo problemas para penetrarla hasta los huevos. No obstante, aquel coño coronado de un pequeño delta de pelo rojizo se cerró sobre mi polla como unas tenazas, prieto como un puño de acero capaz de arrancármela de cuajo. Un coño ardiente que podía volverse estrecho como el de una virgen para destensarse al segundo siguiente. Era una locura. Mientras bombeaba furiosamente en su interior, con una mano le estrangulaba la garganta, como había hecho con el cinturón, y con la otra mano le oprimía los pechos.
Borracha de deseo, Marta empezó a retorcerse y a levantar sus caderas; de pronto, arqueó su espalda y dejó escapar un poderoso gemido que indicó que se acababa de correr. Retiré mi polla de su coño chorreante y se la acerqué a la boca antes de que pudiera recuperar el aliento. Pero Marta estaba dispuesta a demostrarme toda su resistencia y, apenas la vio, se la tragó hasta el fondo, paladeando sus propias secreciones con las que iba aliñada. Sudábamos a chorros y yo aún estaba prácticamente vestido. Me aparté y dejé caer los pantalones. Ella se incorporó del sofá para quitarme los calzoncillos. Desnudo de cintura para abajo, porque no quería perder más tiempo, me senté con Marta embocada entre mis piernas, en otra de sus magistrales mamadas, con una de sus manos en mis huevos y la otra aferrada al tronco de mi polla mientras su lengua, labios y dientes se ocupaban del glande. Estaba claro que ella quería recuperar el control y devolverme el orgasmo, pero a mí toda vía me quedaba algo de aguante, así que la aparté, le di un azotazo en su culo, duro como una piedra, y la giré para sentármela encima, de espaldas a mí, y por supuesto, ensartarla a la primera en mi polla.
La dejé hacer casi todo el trabajo, moviéndose arriba y abajo, como un pistón, sin dejar de gemir ruidosamente, en tanto la sujetaba de las caderas. En esta postura, la punta de la polla incide directamente sobre el punto G y sé que las trastorna por completo. Marta estaba clavando sus uñas en mis muslos, en los que se apoyaba. De vez en cuando ella volvía la cara para mirarme y yo entonces le daba un azote. En cinco o seis embates ya se había corrido otra vez y me había dejado unos buenos arañazos en las piernas. Escuchar sus gemidos me encendía más de lo que creía posible. Me giré un poco para poder tumbarnos a lo largo del sofá. Marta abandonó mi polla y reculó sobre mí para volver a comérmela mientras me plantaba su jugoso coño en la cara.
Aunque nunca fui un fan del sesenta y nueve, aquel coño chorreante que despedía un hálito abrasador era algo que no podía dejar de probar. Hundí mi lengua entre sus henchidos labios vaginales y lamí su clítoris erecto, saboreando el fuerte sabor de sus fluidos, sintiendo en la cara el mismo calor que si me hubiera asomado a la puerta de un horno. Mordisqueé sus nalgas enrojecidas por mis palmetazos. Mi polla estaba a punto de explotar en su boca. Alargué una mano y le tiré del pelo. Me puse en pié mientras a ella la dejaba a cuatro patas en el sofá. Cogí su pierna izquierda, se la sujeté entre el antebrazo y el hombro, y volvimos a follar. Mientras mi polla bombeaba, Marta se apoyaba y mordía el cuero del respaldo. Sus tetas se bamboleaban rítmicamente a la vez que los cojones le palmoteaban
la carne interna del muslo y la ingle. Le metí un dedo en la boca y ella lo chupó con lujuria. Estaba a punto de correrme. Noté cómo todo mi organismo se amartillaba, listo para la detonación, así que, con un esfuerzo sobrehumano, retiré mi polla y dejé que Marta se diera la vuelta y terminara lo que, con tanta ansía, llevaba trabajando desde el principio.
Cogió la polla con las dos manos, me dio un par de lengüetazos desde el forro de los cojones hasta el glande y me la meneó con un movimiento de torsión mientras mantenía el capullo entre los labios, hasta que ya no pude más. Entonces, Marta se apuntó a las tetas y mi semen explotó limpiamente desde la punta de la polla a todo su pe cho y parte de su cara.
La descarga me había dejado extenuado. A Marta le dio por reír, cuando se vio pringada de lefa hasta las cejas. Mi polla todavía palpitaba en su mano. La lamió hasta dejarla limpia de semen. Después se frotó el resto sobre la piel. Sus tetas brillaban, barnizadas por el esperma caliente. Recogió con la punta del dedo los chorreones de su rostro y se los metió en la boca con una expresión de vicio absoluto. Así que esto no había terminado. Ella se plantó de pie ante mí, definitivamente hermosa en su sudorosa desnudez, oliendo a puro y febril sexo. Quería recuperar la iniciativa, pero follar es mi campo de batalla y no iba a ser tan fácil. Si bien, eso no significa que no atienda peticiones. Estaba claro que Marta todavía seguía supercachonda, y tenía el remedio perfecto para eso, y de paso, recuperar energías.
Volví a ponerla a cuatro patas en el sofá, con el culo en pompa hacia mí, entonces lancé mi lengua hacia el trozo de piel que hay entre el ano y el coño. Eso las vuelve frenéticas. Los hábiles lametazos la hicieron soltar un agudo gemido. Le acaricié el clítoris, hinchado como una pequeña uva, con el pulgar. Con lengua jugueteandoen su ojete, y el dedo gordo yendo y viniendo hacía el interior del coño, circunvalando el clítoris, la estaba volviendo loca. Reemplacé en su ano la lengua por el otro pulgar, lubricado de sobra con mi saliva y sus fluidos, y ahí la tuve, a cuatro patas, follada por mis manos por el culo y el coño.  Marta cerraba los ojos con furia, consumida por el éxtasis. Apretaba los dientes que podía astillárselos. Estaba a punto de correrse otra vez. Sus dedos también querían participar, pero no les dejé. Convulsionaba, fuera de control. Entre tanto, mi polla se había puesto de nuevo dura como el granito, pero todavía no era su momento.
Volteé a Marta para sentarla. Me dejé deslizar hasta la gruesa alfombra del suelo para seguir trabajándole el coño. Sus piernas abrazaron mi cuello en tanto mi lengua se retorcía con vida propia entre sus labios vaginales y el clítoris, bebiendo todas las secreciones que era capaz de producir. Desde abajo podía ver cómo su rostro se retorcía de placer, cómo se estremecía, se llevaba las manos a la cabeza para intentar que no saliera volando. Cuando estaba a punto de correrse, me aparté del todo para terminar de desnudarme. Marta me lanzó una mirada cargada de furia, totalmente fuera de sí. Mientras me desprendía de la camisa, metió dos de sus dedos en su vagina y comenzó a frotarse el clítoris con avidez. Necesitaba correrse ya. Sonreí. Con calma, me senté a su lado, le comí los pezones y le aparté la mano del coño para obligarla a sentarse a horcajadas encima de mí, ahora cara a cara.
Su coño empapado se tragó toda la polla con voracidad. De nuevo, su asombrosa musculatura vaginal me la apretó rítmicamente como si tuviera una prensa dentro. Culeamos con furor, el uno contra el otro. Le chupaba y le mordisqueaba los labios y los pezones, que se bamboleaban ante mi cara. Ella me tiraba con fuerza del pelo y yo le golpeaba en las nalgas. Mis manos estrujaron su culo. Logré alcanzar su ojete con un dedo y se lo masajeé. Marta era capaz de mover las caderas como en una danza del vientre, centrifugándome la polla. Jamás sentí cosa igual. Generaba oleadas eléctricas de placer cada vez más intensas con cada vaivén. Me encantaba sentir temblar en mis manos aquel cuerpo fibroso y elástico, experimentar el tremendo calor que era capaz de desprender, degustar el sabor salado del sexo en los labios, ver las marcas rojizas de mis manos en su piel marfileña.
Yo también tengo mis trucos. Me aferraba a sus caderas. Impulsaba su cuerpo hacia arriba, poco a poco, hasta liberar por completo mi polla de su presa, y luego la dejaba caer, para empalarla de nuevo. Marta gritaba cada vez que hacía esto. Volví a apretarle el cuello mientras bombeábamos más y más rápido. Dentro, fuera, dentro, fuera. Ella se llevó las manos al clítoris, estrujándolo con cada embestida. Atraje su cara a la mía. La besé con una rabia que no podría explicar de dónde o por qué salió. Las lenguas se encontraron en un electrizante segundo. Después, solo hubo las sacudidas de los golpes de la carne desnuda, jaleándonos al ritmo de nuestras aceleradas respiraciones. Un temblor acuciante que nacía en la próstata se propagaba por todo mi sistema nervioso, y se lo transmitía a Marta con cada embestida de mi polla. En su interior, la descarga tocaba tantos nervios sensibles que la dejaba casi sin sentido, dándole una nueva definición de placer. Aceleramos. Aceleramos el ritmo tanto que parecía que se nos iba a saltar la tapa de los sesos de un momento a otro. Entonces, Marta gimió mi nombre, y ya no escuché nada más que el alocado redoble de mis latidos en los oídos, sobre el gemido largo y grave que acompañó el segundo estallido de semen que desbordó su vagina.
Extenuados, nos despegamos el uno del otro. Me pareció imposible que volviera poder a andar, porque las fuerzas me habían abandonado con aquella gloriosa eyaculación. Marta aún se frotaba el coño, jugueteando con la mezcla de semen y fluidos que manaban de sus labios. De nuevo, volvió a lanzarse sobre mi polla para dejarla impoluta, haciéndome saltar con cada lametón, y cuando se dio por satisfecha, se levantó con cuidado y se fue al cuarto de baño.
Después de eso, nos dimos una ducha y, cubiertos con unos albornoces, hablamos durante horas y compartimos unos vasos de whisky. Cuando salió el sol nos despedimos, y yo volví a casa. Durante los meses siguientes no pasó nada. Ni dentro ni fuera del trabajo. Ninguna avería de impresora, ni insinuación, ni nada que delatara, por su parte, o la mía, lo que sucedió la noche de la cena. Poco después, Marta pidió el traslado a las oficinas de otra ciudad, y salió para siempre de mi vida, dejándome el recuerdo de una aventura inolvidable.

2 comentarios:

  1. Esto es peor que las pelis no consigo llegar al finall

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  2. Esto... donde pone follarse a un compañero de trabajo, no se referirá por ejemplo a una compañera de trabajo, digo yo, ejem, ejem...
    Un saludo

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