lunes, 15 de noviembre de 2010

Recuerdos con resquemor (Sesenta mil satanases, 37)

En mi adolescencia, llegó un momento en que, con los dados de diez en la palma de la mano, y a la vista del montón de fotocopias, los libros de reglas, las tablas de críticos y la compañía de cuatro maromos roleros que me rodeaban, había que plantearse echarse novia. No sólo porque era lo que paternal y socialmente se esperaba de nosotros, sino porque el jugar se parecía demasiado a estudiar, y porque había un vacío que llenar dentro de nosotros (o, más bien, justo al revés), que no podían satisfacer ni las novelas, los tebeos o la pornografía. Y es que entonces no había internet.
Es ley de vida que la amistad, forjada en mil campos de batalla, tabernas y tableros hexagonales, sucumbiría ante el poder hormonal. Esas largas tarde-noches de discusiones por la interpretación de una regla, de meriendas insalubres, de buscar el dado perdido por debajo de los sofás, y demás, se perderían, como una meada en la piscina municipal, en cuanto el sexo pasase a ser, de una aspiración, a una posibilidad real en nuestra existencia. Y ya todo estaría perdido cuando el “posiblemente folle” se convirtiera en “con suerte repito”.
El problema, que no era nimio, era cómo se lo iban a tomar los colegas de partida. Todos teníamos asumido que aquello ocurriría, de hecho, todos ansiábamos en secreto que pasase, pero era complejo plantearlo encima de la mesa. Nos mirábamos unos a otros por encima de las hojas de personaje, pensando quién sería el traidor, el primero en dar el paso fuera del sagrado círculo de la mesa de la salita en pos de unas nalgas femeninas. Ese -por pura envidia-, sería estigmatizado, el apestado del grupo. La señal, el séptimo sello roto, de que el fi n del roleo ha llegado.
Y es que el rol es una amante insaciable que exige de sus jugadores dos cosas: tiempo y dinero en exclusiva, lo que resulta imposible de satisfacer si pretendes mantener una mínima relación con una mujer de verdad. Así, tus pobres ahorrillos son intercambiados por unos pendientes de plata, o una cena en un sitio con cubiertos de verdad, en lugar de adquirir un Grimorio de Vampiros, o la fi gura del enano Trisker el Capadragones. Sin que uno se dé cuenta, abandona rituales como acudir a la tienda de tebeos los sábados, por incursiones a establecimientos de ropa femenina, experiencias infernales que ningún diseñador de rol se ha atrevido a plasmar en juego alguno. Así las cosas, comienza uno a faltar a las partidas, lo que dentro del credo rolero es un pecado mortal -y más en plena campaña-, y entonces... llega. Llega la terrible y traumática expulsión del grupo. Y el ennoviado, ese ser feliz y cuasi pleno, con toda su superioridad moral y sexual, siente que ha perdido una parte de sí mismo para siempre. Como si Los Doce del Patíbulo se quedarán repentinamente en once, como si los Siete Magníficos se contentaran con ser media docena, como si faltase el tipo de la ametralladora giratoria en el grupo
del Chuache en Predator. Con la treintena, calvo y casado, este fulano procurará de recuperar ese espíritu jugador con el Colonos de Catán u otros eurogames del estilo pero, igual que ocurre con tu abdomen, ya nunca será lo mismo.
Y ahí estábamos, llevando una doble vida entre el coleguismo más hetero y varonil, y el coqueteo más ridículo con las chicas del instituto o las amigas de tu prima, pasando de hablar del alcance máximo de un arco largo élfico al último disco de Pearl Jam (con suerte) o Manolo García (fail). Alternando las cocacolas y la cerveza con los calimochos; acongojado porque todas esas horas de vuelo teóricas en esos mundos roleros de dios no servían -si acaso La Llamada de Chtulhu- para escudriñar la mente femenina.
Finalmente, ese día llegó. Uno de nosotros se convirtió en Judas, se vendió por la perspectiva de tocar una teta por encima del jersey, un beso con carmín en la oreja, y un refrote en el portal. Adiós a esos mundos imaginarios y a la ficción interpretativa, bienvenida fuera la carne cálida, sonrosada y vibrante de una muchacha.
Dos puntos para acabar. No, no fui yo. Y fue entonces cuando nos pasamos a las cartas de Magic Doom Tropper.

El Pueblo de Albacete, 15 de noviembre de 2010

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