domingo, 26 de febrero de 2012

Tres chispazos rumiables

Uno. Es muy común cuando estamos en un proceso selectivo para un puesto de trabajo la visita al psicólogo de la empresa. Por lo general se limitan a hacernos varias preguntas estúpidas y, si acaso, nos hacen el Test del Árbol. Tú, que estás hasta las narices de aguantar tontunas, te lo tomas un poco a cachondeo eso de pintar un arbolico en menos de media hora y trazas lo primero que se te viene a la cabeza… Pues acabas de caer en la trampa. El del árbol es un test proyectivo de la personalidad profunda, y por mucho que pienses que las apreciaciones psicológicas tienen el mismo valor científico que las pulseras power balance o las cartas del tarot, estás jodido porque ese brujo de la mente es quien redacta el informe que ha de dejarte o no pasar al siguiente nivel.
Así que recuerda que, según los grimorios de psicología, dibujar un árbol representa al sujeto, su vida interior, sus traumas y sus recuerdos. Ojo que todo es interpretable, desde el grosor del trazo, el número de ramas, la altura o anchura del tronco, la distancia entre la base y el primer nudo, la flexibilidad de las ramas, las raíces, el suelo, o lo que dibujes alrededor… Riéte tú del test de Turing o el Voight-Kampff, este sería el mejor sistema para detectar inteligencia artificial, psicópatas, o clones extraterrestres criados en vainas. Como curiosidad, me gustaría saber cómo serían los árboles que dibujasen nuestros dirigentes políticos. Lo mismo nos llevábamos un susto.

Dos. El otro día me encontré una moneda de veinte duros. Fue como reencontrarse con un amigo del colegio, un pariente lejano de esos que no ves desde tu comunión. Te hace gracia tenerlo delante, pero no sabes muy bien qué hacer con él. Pero ahí la tenía, tan inútil como hermosa, una moneda de cien pesetas, doradica a pesar de los años, fuerte y compacta, con el perfil del Borbón en una de las caras. Veinte duros. Adorable sonoridad la de su nombre, la de contar en duros, que te une a tu pasado. Pensé que si bajaba a la calle y me acercaba a un instituto a preguntarles a los chavales si sabían qué era aquella moneda no encontraría una sola respuesta afirmativa. No lo hice, claro, porque, que un adulto enseñe dinero, aunque sea fuera de circulación, a menores no es una buena idea. Y porque recordé lo extraño que era cuando, siendo crío, los yayos me hablaban de reales, perras gordas y chicas.
En lugar de eso busqué en mis bolsillos una moneda de euro y la coloque al lado. Un euro contra veinte duros. En su momento, cuando hicimos el tránsito de uno a otro recuerdo haber leído decenas de artículos, a favor y en contra del cambio; ahora, una década después, solo podía sentir añoranza por las viejas cien pesetas.
Las dos monedas enfrentadas producían un extraño efecto. Y es inevitable echarle la culpa de todo al euro y a la satánica morfometría con la que fue diseñado. Porque si no fuera casi igual a la de veinte duros, a lo mejor hubiéramos evitado la equiparación psicológica del cambio, y por tanto el redondeo y la inflación, de una moneda por otra. Quizá hubiéramos evitado, si no los cinco millones de parados, sí que al menos estos pudieran echarse un café a la mitad de precio que ahora.

Tres. Mucho se ha escrito sobre la erótica del poder, que no voy a negar. Quién no se ha estremecido ante la fotografía de tal consejera regional o cual concejal. Hay quien suda como un caballo percherón en celo sólo con pensar en la gente y los presupuestos que los políticos tienen a su cargo, en la viruta que manejan, en ese poder de decisión... que por mucho estado democrático y voluntades sujetas a congresos, consejos y parlamentos, siempre hay resquicios para ejercer de minireyes, de califas en lugar del califa.
Pero a otros niveles más básicos, más instintivos, hay otros oficios con igual o mayor carga erótica, más desconocidos por ser menos mediáticos, como por ejemplo el de panadero. He podido constatar cómo el panadero se ha asentado como mito erótico español, entre un amplio sector femenino. El sicalíptico panadero ha sabido imponerse ante otras profesiones antaño más populares dentro del imaginario libidinoso, como el clásico butanero o el fontanero, el más moderno monitor de gimnasio, o el casi extinto corrector de prensa.
Desde –y tal vez por culpa de- Chema, el de Barrio Sésamo, el panadero ha pervivido, pues, en el subconsciente hipotalámico de las féminas. Nos costará encontrar una confirmación al respecto, bien porque avergüenza revelar las fantasías de índole sexual, bien porque uno desconoce ciertos recovecos de su propia mente, pero no hay más que verlas pedir una baguette para darse cuenta de que no están pensando en saltarse los preceptos de la dieta Dukan, sino en esas poderosas manos amasando sus carnes como si se tratase de una chapata. Algo que empezase con una escena a lo Ghost, pero con masa de harina en lugar de arcilla, y que culminase con la escena de El cartero siempre llama dos veces, versión 1981.
Ah, pero el maldito pan industrial, ese hecho a granel por máquinas en los polígonos, está poniendo en peligro la evocadora lubricidad de este oficio. Puede que, si ellos fueran conscientes del poder afrodísiaco del amase casero, o ellas les confesasen sus húmedas fantasías entre roscas y hogazas, comiéramos pan más caro, pero vive dios que estaría hecho con más amor, y por tanto, mejor.



El Pueblo de Albacete, 26 de febrero de 2012

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo, tengo debajo de mi colchón una revista de concejalas, consejeras y presidentas que saco para mi deleite cuando mi señora se va de paseo con mis hijos, laksjdf

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