lunes, 15 de abril de 2013

Hogar, dulce hogar

Observé el otro día como un conocido diferenciaba al hablar de dónde vivía entre “el piso” y “su casa”. Tardé un poco más de la cuenta en darme cuenta de que, en realidad, se estaba refiriendo a dos sitios distintos. El piso era un piso en donde vive de alquiler con su novia aquí en la ciudad. La casa era otro piso, el de sus padres, en el pueblo, adónde sólo iba algún que otro fin de semana al mes. En el primero tenía todas sus cosas de ahora, vive, come y duerme, con su chica. En la segunda están las cosas viejas, lo que no se trajo, y suele ir más bien solo.
Me interesaba el matiz del posesivo. Por qué no sentía el piso en el que vive y convive a diario desde hace más de cinco años como suyo, y sí lo hacía con el del pueblo, donde apenas debía caber en su viejo dormitorio. Hablé con él, a ver si me lo explicaba, pero en realidad no tenía ni idea. Ni siquiera era consciente de aquella peculiaridad hasta que yo se lo dije.
Más tarde, llegué a mi casa y me detuve en la entrada con la llave en la mano. Qué es lo que te hace sentirte en “tú” casa, pensé. Los recuerdos, las vivencias, tienen su parte de culpa, pero no dejan de ser algo accesorio. Hay que buscar una causa más profunda, algo más intrínseco, algo que te cale hasta un nivel subconsciente de tal manera que te afecte, sin percatarte, en el habla.
Abrí la puerta y eché un vistazo. Los cuadros, las fotos, los libros, centenares, miles de pequeños detalles construidos día a día saltaron a mis ojos. Pero, como este amigo, la casa de mis padres también rebosa quincalla emocional por doquier, así que tampoco debía ser eso. Tuve en consideración la baza monetaria, en mi piso había más propiedades mías, pagadas de mi agujereado bolsillo, que en el domicilio paterno, donde, por lógica, habían sido mis progenitores quienes habían aflojado la mosca. Pero reducir la sensación hogareña a una cuestión de almacenaje materialista era ridícula. Aún había más cosas mías en el trastero y eso no lo convertía en mi hogar.
Vi el televisor apagado. Pensé si poseer el poder del mando a distancia sería la piedra de toque de la sensación hogareña. Tendría que preguntárselo a mi chica más tarde. Sentía que estaba cerca. Describamos esa maldita sensación. Seguridad, familiaridad, calidez, intimidad… Eh, ahí sí que tenía algo. Porque intimidad en la casa paterna, la justa y necesaria, y en la vivienda de uno te puedes dar el gustazo de andar en pelotas por el salón o probar eso del centrifugado erótico-festivo. Pero, de nuevo, al considerar la situación de mi amigo, que se iba al pueblo sin su novia, me resistía a reducirlo todo a un argumento hedonista.
Fue entonces cuando, ya en el dormitorio, me senté en la cama para descalzarme y tuve una iluminación. Ahí estaba la respuesta. Me tumbe y lo vi claro como el día. La cama. La cama es ese lugar donde pasas un tercio de tu vida, donde puedes llegar a hacer de todo, y además dormir, al que acudes cuando estás enfermo, cansado, o con ganas de juerga. Todos sabemos el mal que puede hacernos una mala cama, y no digamos ya el bien de una buena. Mi amigo dormía en una cama que no era de su agrado y por eso regresaba al pueblo, para tumbarse en su cama. Y de “su” cama, la de toda la vida, la que conocía hasta el último muelle, por extensión hacía de aquel piso “su” casa.
Y así, reconfortado, me eché la siesta tan a gusto.
Más tarde, contemplé la posibilidad de que el váter también podía tener algo que ver en esta cuestión, pero esa es otra historia.

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