martes, 4 de enero de 2011

El legendario mono que fuma (Sesenta mil satanases, 44)

Si había en la infancia ochentera un animal más español y entrañable que el silueteado toro de Osborne en nuestros horizontes viarios, o el gorrino en sus múltiples despieces cárnicos, ese era el mono. A priori, puede resultar chocante esta afirmación, puesto que, salvo los macacos que roban y se cagan en los turistas de Gibraltar, los monos nunca han sido una especie autóctona de estos lares. Lo cierto es que la influencia de los primates se dejó notar, y mucho, en nuestro acervo cultural durante años, hasta que fueron reemplazados, sobre todo por la influencia anglosajona que nos vino de internet, por los gatos y los perros.
La invasión simia nos llegó en nuestra niñez, principalmente, a través de la pantalla. El pequeñote Amedio de Marco, la vivaracha Chita de las películas blanquinegras de Tarzán, el viejo salido de King Kong y el legendario mono Tobías de La Cometa Blanca, cuyo muñeco/marioneta se convirtió en objeto de deseo ferial mucho antes que la Chochona. En el campo del ocio, aparecía el gorila Donkey Kong, y no el fontanero italiano, como titular de esos primeros videojuegos en los que se entretenía tirando barriles a lo hooligan.
Ya entrando en el bizarrismo ilustrativo, estaban los chimpancés de calendarios y pósters, los cuales aparecían retratados en ademanes humanos para hacernos de reír y recordarnos que, en el fondo, todos venimos del mismo árbol. Especialmente famosa era la imagen del mono sentado en la taza del váter, que lo mismo adornaba la pared de un bar, que la de un taller junto al cardado en tetas de Samantha Fox.
Pero por encima de todos ellos, estaba el mono que fuma.
Místico animal de la talla del Ligre, y a la vez tan cercano y humano como tu tío de Valencia, con quien compartía demasiados rasgos, era habitual ver a este animal adicto a la nicotina —es de suponer que no existía un solo espécimen—, en circos y similares donde, tras los barrotes, o de la mano de un cuidador de astroso aspecto, el mono sostenía un cigarro cual Bogart peludo, y lo chupaba con deleite, y exhalaba señorial el humo, confirmando el mito de que un cigarrillo te hacía parecer interesante. Por supuesto, al mono podían darle también una cerveza, con lo que tras el Bisonte o el Celta de rigor, tenías el doble espectáculo de un animal practicando el fumeque y el bebercio como si se tratase de una persona.Ver a un mono —animal fetiche para los menores— practicar ese placer misterioso reservado a los adultos era una escena fascinante, hipnótica. O al menos lo era durante los primeros cinco minutos, pasados los cuales aquello comenzaba a perder efectividad y al final era como ver a un pariente del pueblo a la hora del aperitivo. Pero hasta la llegada del hastío, o la indiferencia, el mono que fuma era una distracción.
Extravagante, como los espectáculos de monstruos ambulantes, por el que había que pagar, yo al menos recuerdo abonar entrada por vislumbrar a este y a otros animales de parecida ralea. El que yo vi de chiquillo era un orangután de greñas rojizas, primo hermano del Clyde de Duro de pelar. Cogió un Ducados prendido y se puso a hacer anillos de humo azulado mientras se rascaba el culo con la otra mano. Hoy día sería impensable ver algo así fuera del youtube.
Monos fumadores ha habido desde que hay tabaco. Puede que el más mediático a escala mundial fuera Charlie, el chimpancé fumador, la atracción más grande del zoológico de Mangaung, Sudáfrica, que falleció este año. A pesar de la malignidad del tabaco, Charlie llegó a la edad de 52 años, diez años más de las expectativas de vida de un chimpancé, sin pagar una sola cajetilla. A Charlie, que sabía hasta encenderse los cigas, trataron de desintoxicarlo sin éxito, cuando fumar se convirtió en el globalizado octavo pecado capital y aquel show pasó de divertido a denigrante. Omega, otro monete de 12 años con idénticos hábitos tabaquistas que el sudafricano, y cuyo caso copó minutos en los telediarios este pasado 2010, tuvo más suerte, suponemos. Omega, cuyo peso ronda los 60 kilogramos, nunca subió a un árbol ni vio a otros chimpancés, pero con frecuencia fumaba los pitillos encendidos que los visitantes le lanzaban a su jaula de un zoológico en el Líbano.
Unos defensores de los animales pensaron que era un abuso lo que se le hacía y partieron a liberarlo, para enviarlo a un santuario en Brasil donde, en principio, no podrá fumar.
Famoso, a la par que demencial, es también el juguete del mono tocado con un fez que fuma, que muchos vimos en Los Simpson, y que realmente existe y se puede adquirir en Amazon por seis pavos, pese a las protestas de ciertos grupos de presión proanimales.
Pero sin duda, el ejemplo más épico y estrafalario de la relación entre el hombre y el mono fumador lo encontramos en la anécdota del avión XP-59A que recoge el blog http://newtonlaspelotas.blogspot.com/, donde -en 1943- una formación de cazas P-38 que sobrevolaba el desierto de Mojave, topó por accidente con un aparato que volaba ¡sin hélice! y tripulado por un mono con sombrero, que además fumaba un puro. El mono hizo un ademán con el sombrero, ante el pasmo general, y se alejó a una velocidad impresionante. El primate no era otra cosa que un piloto de pruebas disfrazado, por cuestiones de seguridad, a los mandos de un aparato pionero en el vuelo a reacción, pero esto lo supimos muchos años después.

El Pueblo de Albacete, 8 de enero de 2011
La Gallina 2010

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