domingo, 30 de junio de 2013

Por el mocho hacia la Revolución

Leí en alguna parte que la mayor parte del polvo que tiene una casa proviene de las células muertas de sus inquilinos. Es decir, que eres doblemente culpable de la polvisquera que acumulan los muebles de comedor, porque ese polvo proviene de ti, y porque aún no lo has limpiado.
Al hilo de esta reflexión, recuerdo otra que le escuché a la madre de alguien, no recuerdo quién, que decía que nadie debería tener una casa que no puede limpiar por sí mismo. A juicio de esta buena mujer, las personas que se compran grandes mansiones, áticos descomunales, duplex, triplex y casas henchidas de metros cuadrados, y luego pagan a otros para que les pasen el mocho y el plumero son gentuza. No por el hecho en sí de subcontratar los trabajos domésticos, sino por no ser capaces de hacerlos ellos mismos. Por hacer gala de ostentación, por presumir de billetes, por no saber ser ricos.
Parece razonable que alguien que tiene una casa tan grande, tan grande que es incapaz de mantenerla en orden sin ayuda profesional, sea un idiota. Primero, porque denota que no ha hecho el esfuerzo de limpiarla en su vida, lo cual ya es una mala señal, porque eso solo puede significar que no sabe apreciar lo que es el trabajo, que es un gandul acomodado al que se lo han dado todo hecho. Uno de esos que se gana el pan con el sudor de la frente de los demás. Por eso es rico, claro. ¿Y quién quiere ser rico, pudiendo ser honrado?
Y segundo, porque no hay nada mejor para conocerse que limpiar tu propia porquería. No hace falta recurrir a la escatología para haceros entender que, cuando descubres el calcetín que te faltaba debajo de la cama, secuestrado por un cartel de pelusas, es que eres un poco dejado. Tu personalidad, tu auténtica forma de ser se ve en lo que vas dejando por medio, lo que manchas, lo que recoges, lo que tienes y cómo lo tienes.
Limpiar una casa a fondo no es una actividad recreativa. Es un tostón infernal que requiere, en nuestra actual sociedad de vagancia e inmediatez (lo queremos ya y que nos lo traigan a casa), un esfuerzo titánico de paciencia y voluntad. Por mucho que uno diga que le encanta fregar o planchar, cuando hay que hacerlo todos los días, o cuando toca zafarrancho de temporada, y quitarle el polvo hasta a los marcos de las puertas, a más de uno se le cae la casa encima. Ahí plantado, con una bayeta en la mano y mirando al vacío, te acuerdas de cómo tu madre se lo ventilaba todo en una mañana de sábado y aún le daba tiempo a hacer la comida. Y tú, de pie, con la resaca sabatina, apenas distingues el Pronto del Cristasol y te preguntas si el telepizza cierra a las tres. Ahora, aquel que saca fuerzas de flaqueza para limpiar todas las semanas, y no sea un caso patológico, será imparable. Con semejante disposición tiene que lograr lo que se proponga en la vida.
En esa filosofía, ahora al parecer de moda, que es el decrecimiento, que (para los amigos desactualizados, os lo explico) consiste en ser menos consumidores de cosas, para que así se reduzca la producción de cosas, y dejemos de sobreexplotar al planeta y sus ya exangües recursos –antes de que nos toque hacerlo porque no hay más remedio-, encajaría perfectamente como ejercicio de concienciación limpiar tu casa. Límpiala a fondo, a conciencia, hasta el último rincón, y dime que no tirarías la mitad de chismes que tienes a la basura con tal de no volver a pasarles el trapo del polvo. Dime que no te desharías de la mitad de tu biblioteca, de los adornos, de los cuadros y las fotos, de tres cuartas partes de tu armario. Dime que no mandarías al pijo todo lo que te sobra, lo que no usas, no lees, ni miras ni necesitas para nada.
Así, lo mismo que inundas tu hogar de tus propias células muertas, lo haces con quincalla igualmente muerta, excrecencias consumistas a las que luego habrás de dedicarles un ratico para sacarle el lustre. Ahí tienes el secreto de la celeridad de la limpieza materna: entonces teníamos menos cosas. Si los que manejan la panoja fueran conscientes de estos valores intrínsecos de la limpieza doméstica, quizás si podríamos empezar a cambiar el mundo.

1 comentario:

  1. Nota: he estado a punto de titular esta columna "Tú pasa el Pronto que yo te apaño"...

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