domingo, 20 de noviembre de 2011

Aniversario

La cosa esta de las elecciones generales ha evitado que este 20 de noviembre los medios de comunicación nos detengamos como se merece en una de las efemérides más importantes para cualquier ser civilizado. Por suerte, estaba su seguro servidor ojo avizor para evitar que tan importante fecha no pasase sin pena ni gloria, así que valgan estas líneas como modesto homenaje a un hombre cuyas ideas visionarias, entusiasmo y trabajo cambiaron, no solo un país, sino toda la civilización.
Estoy hablando –sí, lo habéis adivinado- de Garrett Augustus Morgan.
Como sabéis, el señor Morgan, tal día como hoy, del año 1923, lograba la concesión de la patente del semáforo “moderno”.
Si bien Morgan es mucho más conocido por atribuírsele la máscara de gas, hay que agradecerle que este afroamericano, el séptimo de once hijos de un matrimonio de esclavos, que se estableció en Cleveland desde Kentucky para prosperar, invirtiese sus esfuerzos en la mejora del tráfico urbano, que ya en aquellos tiempos de maricastaña debía ser fino –él fue el primer negro del estado en tener coche-. Este hombre de múltiples talentos, autodidacta, que comenzó montando su propio taller de costura y hasta creo un periódico, “The Cleveland Call”, no dejó de luchar por los derechos civiles y ha sido reconocido por autoridades y gobiernos. Falleció en 1963.
Como ocurre con cualquier invento relevante, cuesta discernir en sus orígenes al verdadero creador. Semáforos ya había antes, claro, y el honor de ser considerado el primer aparato para regular el tráfico, entonces de los carros, recae en uno de Londres, veinte años antes de los crímenes de Jack el Destripador. Existe, por tanto, cierta polémica en torno al semáforo Morgan y su supuesta relevancia, o lo que es lo mismo, hay historiadores que están en contra de considerar a Morgan como el verdadero padre de este aparato, puesto que, rebaten, mucho antes ya había muchos semáforos en desarrollo, con mejores o más modernos diseños, incluso eléctricos y automáticos, con los colores que todos conocemos. De hecho, hasta 1923 habían recogidas casi 60 patentes previas de otros tantos semáforos de distinto pelaje. Además, a la discusión se aportan dos importantes datos: uno, no hay constancia real –a pesar de lo que dice la Wikipedia-, de que dicho semáforo llegara a instalarse en alguna parte; y dos, no existe ningún registro que avale la historia -la leyenda, pues- tantas veces repetida de que Morgan vendió su patente a General Electric por 40.000 dólares.
Lo que sí nos dice el diseño de la patente es que el primer aparato de Morgan contaba con luces rojas y verdes, colocadas sobre unos soportes con forma de brazo y cambiaba de color de forma manual, con una manivela que tenía que ser accionada por una persona. Su semáforo tenía forma de cruz con tres posiciones: Stop, Go y una posición de parada en todas las direcciones, que permitía a los peatones cruzar con seguridad. El semáforo Morgan puede que no fuera el primero, pero sí fue el que supo aunar los distintos conceptos para regular el tráfico que una forma que ha perdurado hasta nuestros días.
La leyenda cuenta que se puso manos a la obra después de ser testigo de una colisión entre un automóvil y un carruaje tirado por caballos. Desde entonces, estos dispositivos se han prodigado por las calles de todo el mundo, salvando vidas. No nos damos cuenta de su existencia cuando vamos a pie, o al volante, de su presencia hasta que nos enfrentamos a un cruce. Ahí sí, en ese momento estos cíclopes electrónicos se convierten en todopoderosos demiurgos que con solo un parpadeo nos dejarán, o no, pasar, llegar a nuestro destino. Ellos permanecen impávidos a nuestras maldiciones y toques de claxon cuando nos frenan, cuando huimos acelerando del intermitente ámbar que está a punto de cambiar a rojo... y bien que los echamos de menos cuando los fitipaldis de turno nos impiden, como a la gallina del chiste, llegar al otro lado. Por todo esto, no me digan que no merecen, al menos, un puñado de párrafos. A fin de cuentas, nos recuerdan que el ser humano no sabe andar solo sin acabar chocando.




El Pueblo de Albacete, 20 de noviembre de 2011

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