lunes, 28 de noviembre de 2011

Ojico con los villancicos

Yo ya lo voy advirtiendo para que luego no les coja de sorpresa. Que sí, que llega la Navidad y hay que crear un ambiente festivo y conmovedor para animar al consumidor a gastar, y si de paso se despiertan los buenos sentimientos, pues mejor. No tengo nada en contra de la iluminación navideña, de los arbolitos, los portales de Belén o los papás Noel que trepan por las ventanas. Cada cosa cumple su función, siendo las más extendidas la de hacer un moderado ridículo, causar daños irreparables a las retinas, o amontonar polvo. Todo sea por la paz y el buen rollo. Incluso los integristas de las buenas costumbres hispanas -esa misma gente que tuerce el morro cada Halloween-, siente el espíritu de la Navidad y acaba por mezclar árbol, belén, Reyes Magos y Santa Claus, por hacer felices a los críos.
Lo que no me explico es por qué, si de lo que se trata es de bombardear sensorialmente al individuo con oleadas de buenos sentimientos (aquí el trabajo de programación mental de las películas de la tele es impecable y necesario), de inducirlo a un trance en el que le parezca genial fundirse la paga en marisco congelado, champán toledano y regalos que apenas puede permitirse para todo quisque, por qué –insisto- ponen en todas partes villancicos.
En la guerra de Irak, los norteamericanos torturaban psicológicamente a los prisioneros de guerra haciendo sonar una y otra vez “Enter Sandman” de Metallica, en los barracones que hacían de celdas. Pero también la canción infantil de Barney el Dinosaurio Morado, y algunas de Barrio Sésamo. Mientras, las luces parpadeaban. ¿Les suena familiar? Esta forma de tortura, que ha sido ampliamente documentada, parece la base sobre la que se sustenta el empleo machacante de villancicos en navidad, pero no acabo de descubrir cuál es el propósito final de este maquiavélico plan. ¿Comprar más? ¿Comprar más rápido, sin detenerte a pensar en lo que te estás llevando o lo que te está costando, porque solo piensas en huir? Podría funcionar en los hombres, pero ellas han recibido sobrado adiestramiento en estas lides en sus tiendas de ropa y juraría que son casi inmunes.
Villancicos, no puedes escapar de ellos. Están por todas partes, en todos los comercios, tiendas, supermercados, estancos y funerarias. Los sacan a la calle, maldita sea, en altavoces gigantes por si aún no te habías dado cuenta de en qué época del año estabas. Se te meten en el sentido y se instalan en tu cerebro como un parásito que, poco a poco, pone huevos y sus larvas se alimentan de las pocas neuronas que te quedan sanas después de los excesos de alcohol y las radiaciones del móvil.
En estos sitios pinchan dos tipos de villancicos, a cual más horrible. Uno, los interpretados por coros de voces blancas, que se me antojan niños encerrados en un oscuro sótano, sometidos bajo siniestros abusos sexuales, y obligados a cantar, una y otra vez, lo de la Virgen que se está peinando. A veces, hasta creo oír que piden ayuda entre líneas. Me producen el mismo efecto en el sistema nervioso que arañar un plato con un tenedor.
El segundo tipo es aún peor, los ejecutados por una especie de coro rociero. Villancicos aflamencados cantados por Raya Real o cualquiera de sus innumerables clones. Por lo general, cualquier cosa cantada por estos grupos me hace pensar en que sería más agradable que te hicieran una gastroscopia después de una colonoscopia sin limpiar el mismo chisme.
Esta clase de villancicos me despiertan ese Hulk que todos llevamos dentro. Porque los de verdad, los cantados en vivo por los aguilanderos, los chiquillos, o tus cuñados, son otra historia. Entra dentro de lo tolerable, y hasta puede ser divertido, rememorar a voz en grito con los parientes y amigos el  incidente entre el hombre ese que hacía botas y San José, o esa crónica del tráfico de costo en borriquilla en Oriente medio, o la del tamborilero de Raphael, mientras golpeas una pandereta de los chinos. Sin embargo, esas mismas tonadas grabadas por profesionales, ya sean devotos de la Blanca paloma o efebos encadenados, son un arma de destrucción masiva.
Así que aviso, no podemos tolerar por más tiempo el bombardeo acústico constante de villancicos, esa agresión sonora a nuestra psique y a nuestro buen oído. Porque no estoy seguro de que la humanidad sucumba en un Apocalipsis Zombi, pero no descarto que los villancicos provoquen una Tercera Guerra Mundial.



El Pueblo de Albacete, 27 de noviembre de 2011

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