domingo, 16 de octubre de 2011

El Síndrome de House

Ser borde mola (it’s so cool!). Es una moda que empezó hace unos años y que no tiene pinta de que vaya a acabarse. Hay quien lo llama el Síndrome House, por el personaje de la tele, o el Risto Mode, por el otro tipo televisivo de las gafas. El caso es que de la pantalla dio el salto a la calle y ahora se lleva y se practica mucho esa manera de faltar al personal, de vacilarle con una mezcla de socarronería, ironía, mala leche y superioridad.
El principal problema que le veo yo a esta actitud radica en que no estamos en un programa o en una teleserie.
Entiendo que a los habitantes del siglo XXI le cueste más discernir la realidad de la ficción, no sé si por culpa de haber colectivizado las cámaras y las pantallas, por estar así permanentemente enfocado, retratado y grabado para la posteridad del facebook o el youtube, viviendo nuestro propio reality a propósito (y no de forma inconsciente como el bueno de Truman). En este maremagnum de telerrealidades entrelazadas en la que se ha convertido nuestra existencia, la autoestima y la personalidad se ven subordinadas a la imagen que ofrecemos al resto de los demás. Nos hemos diluido como personas para pasar a ser personajes, actores que escriben e interpretan sus propias líneas de diálogo, y luego corrigen y reescriben el papel si la respuesta del público no convence, si la crítica no es buena.
Con este panorama, lo que casi todos se les escapa es que, a pesar de lo que nos diga la tele y el cine español, para ser actor o guionista hay que saber. Y estudiar, mucho. Y que cuando no hay un director en la función –los roleros lo tienen claro-, esta se va a la mierda. Y que se necesita una escenografía ad hoc para darle empaque. Joder, y un millón de cosas más. Así pues, sin método, ni marcas, ni consciencia objetiva sobre nuestra personalidad -porque antes para saber cómo somos en verdad, vistos desde fuera, preguntabas a los íntimos, y ahora te juzgas tú mismo por lo que ves en el monitor y los comentarios de internet-, ni pollas en vinagre, acudes al plagio, a emular los arquetipos molones que ofrece la pantalla, figuras más o menos bien construidas por todo un equipo de escritores y asesores de imagen.
En este punto está la mayoría, creyéndose los Al Pacinos del barrio, cuando ya ni siquiera Al Pacino es Al Pacino, viviendo en la constante imitación, tan falsos como un chándal Abidas. Y descontextualizados dentro del duplicado, porque House tiene gracia en el Princeton-Plainsboro, pero no la tendría en el Perpetuo Socorro, igual que gusta ver a Dexter matando en Miami, pero otro gallo te cantaría si te esperase en el Altozano; y si os digo la verdad, no me imagino a Bernie Stinson trabajándose el esparto en la Zona, sin que al final acabara recibiendo una manita de hostias en las inmediaciones de Villacerrada.
Aún así, está ocurriendo, los clones están ahí fuera, con otras caras, en otros decorados, haciendo el gilipollas, poniéndose bordes como House, pero sin cojera, sin moto, sin Cuddy, y sin el límite de 45 minutos por episodio. Porque esa es otra, ni siquiera Goyo se aguantaría a sí mismo más de una hora, pero los imitadores lo son a tiempo completo, aferrados al clavo ardiendo del personaje de moda, ignorando aquello de que lo poco agrada y lo mucho cansa.
Y lo que es peor, somos los demás quienes los sufrimos y salimos perjudicados por estos tontacos de lo cool, tan vacíos de personalidad como el personaje de Eliza Dushku en Dollhouse. Nosotros, que no tenemos culpa, tenemos que apechugar con estos cansinos personajes que piden a gritos un mando a distancia con el que cambiar de identidad, o una somanta palos que los espabile.


El Pueblo de Albacete, 16 de octubre de 2011

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