domingo, 30 de octubre de 2011

El duelo

 El Rubio se plantó frente a mí sin decir una palabra. Hizo crujir sus nudillos muy despacio a modo de saludo. De desafío. Movió el cuello, produciendo un sonoro chasquido de sus cervicales. Así era él, usaba toda su anatomía para intimidar en las distancias cortas, pero dado que esta no era demasiado impresionante, recurría al truco sucio del restallido de las articulaciones. Un ensayado ademán de superioridad.
Una pequeña racha de viento levantó el polvo del suelo y arrastró algunos hierbajos. Una mosca se posó en el hombro de la mujer –siempre hay una mujer-, que se mordía el labio inferior. Hubiera preferido que lo hiciera más por nerviosismo que por aburrimiento. A fin de cuentas, si El Rubio y yo estábamos ahí plantados era en parte culpa suya. Ella se mantenía apoyada en el umbral de la entrada a la casa, aguardando el desenlace del duelo, en tanto el fresco del interior mantenía a raya las gotas de sudor en su tostada piel. Cruzaba los brazos, enmarcando con ellos su generoso escote, escote para el que, en ese momento, no teníamos ojos.
En este mediodía de verano, nuestras sombras habían desaparecido bajo los pies y en la piel sentíamos la mordida del sol. A lo lejos se escuchaba el murmullo de otras gentes que vivían felices ajenas a nuestros problemas y a nuestras formas de resolverlos. El Rubio y yo permanecíamos como estatuas de sal, completamente abstraídos del entorno, con las pupilas clavadas en los abismos oculares del otro.
Aquello era estúpido, pero inevitable. Y no se puede luchar contra lo inevitable. Los dos teníamos nuestras pistolas, enfundadas en nuestras cartucheras hechas a medida. Estaban cargadas con seis proyectiles aunque sólo íbamos a necesitar uno: el primero y el último. Velocidad o puntería. El dominio de estos conceptos inclinaría la balanza hacía uno u otro lado. Todos los sentimientos que hasta hacía un momento andaban bullendo en las cabezas se habían diluido en cuestión de segundos: la ira inicial, el orgullo herido, la vergüenza, la venganza… Entre El Rubio y yo ya no quedaba nada de eso, salvo un cierto miedo.
-Cuando acabe la música, dispara, si puedes -dije, y le hice un gesto a ella para que cogiera el móvil y pusiera la canción. Por supuesto, había elegido Carillon, el tema del duelo final de La muerte tenía un precio.
El tono comenzó a sonar.
Aquello, más que estúpido, era ridículo. Una gilipollez. Estábamos los dos, los tres en realidad, ahí, listos para partirnos el alma al primer tiro. Sólo que aquello no era la calle mayor de Tombstone, sino la parcela del Rubio; este no era Clint Eastwood, sino mi amigo; ella no era Claudia Cardinale, sino su novia. Y las armas en lugar de Colt Peacemakers eran dos N-Strike Maverick de simple acción cargados con seis balas de esponja. No recuerdo el origen de la discusión, lo que nos llevó a aquello, algo que dijo ella, seguro, y que él se vio obligado a defender en la calle, mientras el resto de colegas seguían dentro de la casa preparando la paella y bebiendo sin parar. En realidad, daba lo mismo, habíamos ido demasiado lejos y, poseídos por el espíritu de Sergio Leone, teníamos que llegar hasta el final.
Sonaba el reloj de Morricone, en la versión larga de casi seis minutos. Los dos minialtavoces del teléfono desgranaban las notas épicas del italiano, haciendo que la respiración y hasta los latidos se acompasaran al ritmo de la melodía.
Gotas de sudor comenzaron a correr por mi columna vertebral, axilas y palmas de las manos.
El solo de trompeta secó mi garganta. Los dedos se abrían y cerraban espásticos sobre la culata del arma de plástico amarillo, sin atreverse a tocarla.
Hasta la mujer se conmovió, por fin, por la tensión electrizante que nos embargaba.
Rl carrillón del reloj iba más y más despacio.
No respirábamos, el corazón no bombeaba sangre, sólo esperábamos la última nota. Y entonces... desenfundar, amartillar la Nerf y disparar.
El proyectil surcó el aire dejando atrás el sonido del resorte. Un instante después siete centímetros de gomaespuma gris golpearon el pecho de El Rubio y rebotaron hacia un lado, mientras su disparo se perdía por mi derecha. Soltó una maldición. Su novia se dio la vuelta y nos insultó por lo bajo, y desde dentro nos reclamaron para poner la mesa. Aunque los dos volvimos tan amigos, en mi mente él había caído fulminado, sobre el suelo polvoriento, y por eso yo sonreía como Henry Fonda.


El Pueblo de Albacete, 30 de octubre de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...