lunes, 7 de noviembre de 2011

Leyendas urbanas

Me cuentan en un bar la última leyenda urbana que circula por la ciudad. Quien me la cuenta sabe que yo no me creo estos bulos, así que me narra la historia con timidez, casi convencido de que se la voy a chafar. Y aunque me contengo unos cinco segundos después de que haya terminado de explicarse, no puedo más que responderle que eso es mentira, que, en efecto, no es más que la actualización de un viejo chisme.
Recuerdo que hace unos años, quizá una década, el tema de las leyendas urbanas se puso de moda, y se publicaron varios libros muy interesantes al respecto, muchos de los cuales tuve la oportunidad de leer –hasta cayó alguno hacia mis estanterías, “Leyendas Urbanas en España”, de A. Ortí y J. Sempere-. Lo que en ellos se exponía se puede resumir en que “si parece mentira, seguramente lo sea”. Y no es que me niegue a creer que vivimos en un mundo donde puede pasarnos cualquier cosa, porque estoy harto de leer noticias curiosas, bizarras y escalofriantes, pero eso no quiere decir que tenga que creer a pies juntillas lo que dice mi madre que dijo que vio el cuñado de la Antonia. Albacete es un magnífico criadero de estos bulos, posee esas cualidades entre rural y urbanita que permite, como decía antes, que nuestra madre nos hable del familiar de una vecina, al que acaso identificamos vagamente, como si se tratase de un testigo fiable. Cualquier mentiroso, cuentista o pareja infiel sabe que para camuflar una historia extraordinaria hay que enmarcarla en un entorno conocido, familiar, vulgar…
Mi experiencia como testigo de hechos que se salían medianamente de lo normal, y no hablo de hechos sobrenaturales, sino de accidentes e incidentes, puede confirmaros que uno no retiene ni recuerda un pijo de lo que ha visto, y ni un habilidoso interrogatorio policial serviría para extraer detalles concretos que sirvieran en un juicio. Para fiarse de los testigos oculares, oiga.
Luego está el problema de cuando la realidad imita, si no supera, a la ficción, enturbiando entonces la frontera entre lo que es y lo que parece. Basta un caso, o una presunción de culpa, que nuestro sentido de la generalización convertirá en norma, en certeza, dándole alas a aquellos que creen en las tetas de silicona que explotan en los aviones, que no hay chinos enterrados en España, o que las calcamonías tienen droga.
Las leyendas urbanas funcionan como los romances juglarescos de antaño, corren de boca en boca, con una especie de advertencia o moraleja final frente a los peligros de la ciudad. Son fruto de nuestras pequeñas psicosis, y por eso triunfan y se extienden como el petróleo en el mar. Lo peor, sin duda, es el impresionante número de personas que, al contrario que mi amigo, no dan su brazo a torcer y están convencidos de que su verdad es la verdad, ciegos a las pruebas que demuestran lo opuesto, o peor aún, pseudo conspiranoicos amigos del cuando el río suena.
Pero los libros y la casuística están ahí para quien quiera investigarlo. Las mismas historias siniestras, repetidas en diferentes países, en distintos momentos, con sus variantes, claro, pero con raíces comunes. No secuestran a mujeres en los todo a cien de los chinos. No hay un violador en serie que marque a sus víctimas con la “sonrisa del payaso”. No se cuelgan unas zapatillas viejas de un cable para marcar el punto donde se vende droga o donde murió un miembro de una banda latina. No hay un hombre del saco en los parques tratando de llevarse a tu hijo. Ni siquiera llevar el teléfono móvil en los pantalones te va a provocar cáncer o te va a dejar estéril.
Nos creemos muy listos, rodeados de información, con tanto periódico, radio, televisión, internet… que la mayoría no sabe –ni tiene tiempo de- manejar, ni interpretar, ni mucho menos criticar. Pensamos que a nosotros no nos pueden engañar, ni manipular, cuando ocurre precisamente todo lo contrario, somos incapaces de discernir entre tanta fuente cuál es la de fiar. Al final, te quedas con la colorida anécdota que te cuenta tu amigo en el bar, o tu madre en la comida del domingo, formando parte de la cadena de propagación del bulo, extendiendo la leyenda urbana. Somos críos, en el fondo, asustados por que viene el coco.


El Pueblo de Albacete, 6 de noviembre de 2011

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