domingo, 31 de marzo de 2013

Atrapado en azul

Me molesta pagar en la zona azul. Me molesta no porque tenga que pagar, por mucho que digan que en España lo que nos gusta es el todo gratis, sino porque siempre tengo la impresión de que estoy pagando de más. Con los parquímetros estos me ocurre lo mismo que con las cabinas de teléfono. Antes del móvil, cuando utilizábamos estos chismes callejeros, nunca te devolvía el cambio. No tengo ni idea de cuánto dinero logró Telefónica con esta burda trampa de no darte las vueltas de la llamada, pero tuvieron que ser millones, porque millones fuimos sus víctimas. Echabas una moneda de veinte duros, hablabas durante treinta o cuarenta pesetas y si colgabas, adiós al resto del dinero. Había quien trataba de rentabilizar ese dinero extra con otra llamada, pero si no andabas listo, simplemente se cortaba la línea y sanseacabó.
Con el coche tengo una impresión parecida. Logro estacionarlo después de media hora de dar vueltas y vueltas -¿pero no decían que con la zona azul se facilitaba el aparcamiento?-, busco la máquina, leo sus instrucciones y, como no suelto tener una hoja de ruta predefinida, tengo que calcular in situ cuánto tiempo voy a tardar en volver antes de que el ticket caduque y me multen.
Precisar en fracciones de minutos el tiempo que voy a necesitar para realizar los recados de ese día no es cosa fácil, puesto que existen infinidad de variables que pueden obligarte a ralentizar, e incluso desviar tu marcha. Qué ocurre si, de camino a la óptica, te encuentras con un amigo que hace tiempo que no ves, o un familiar al que quieres evitar. Tanto pararte a saludar como huir por la primera esquina supone perder unos minutos preciosos, minutos que cuestan dinero, eso que tanto escasea hoy en día. De pararse a mirar escaparates, ni hablamos. Una hojeada rápida a las novedades de la librería que te pilla de paso. Anatema. Un café rápido porque vas en ayunas. ¡Penitenciagite!
Nada. Hay que ponerse en modo Terminator y avanzar de forma imparable hasta acabar con Sarah Connor, que en nuestro caso puede ser cualquier tarea absurda para la cual parecía, a priori, una buena idea venirse con el coche.
Eso, o pagar de más. El maldito por si acaso, de nuevo, nos empuja a echar otra moneda más. Pequeña, de cinco o diez céntimos, para alcanzar la paz de espíritu de saber que a nuestro vehículo no le pasará nada. Que seguirá estacionado tan tranquilo, con sus abolladuras y sus arañazos habituales, en el lugar donde lo dejaste, sin nada más en el limpiaparabrisas que algún folleto de un Compro Oro. O tal vez, para estar más seguro aún, en lugar de diez, que sean veinte céntimos. O cincuenta. Y entonces, cuando aprietas el botón verde sintiéndote un estratega, el hombre que ha derrotado a la máquina, el chisme vomita el papelillo y ves, con cara de gilipollas, que la hora del fin del estacionamiento autorizado y la fecha son ya de mañana. Pecaste de prudente y te has pasado. Y has acabado regalándole dinero a la empresa de la zona azul. Porque no vas a dejar en esa callejuela de mala muerte, oscura y frecuentada por personas de mal carácter, tu flamante utilitario de tres puertas a medio pagar, a tan solo veinte minutos andando de tu hogar, sólo porque lo tengas pagado. 
La única alternativa a no pagar es no coger el maldito coche. Y los recados, en bicicleta o andando. 




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