domingo, 24 de marzo de 2013

El nombre de ciertas cosas


1. Me preguntaba un amigo mi opinión sobre cierta polémica que había despertado su interés, un animado debate en uno de los millones de insondables foros de Internet, sobre si a las vacaciones de Semana Santa deberían llamarse vacaciones de primavera, por aquello de ser una pizca más laicos. Le contesté que tenía cosas más importantes en qué pensar. Pero hoy no tengo nada mejor que hacer y, tras meditarlo un poco, creo que me da lo mismo. ¿Vas a ganar algo con eso? ¿Nos darán más días libres? ¿Llamarás luego a las de Navidad vacaciones de invierno? Si eres de esos a los que les gusta enfrascarse en batallas absurdas aquí tienes un tema apasionante. Podrás debatir acerca de religión, política, economía, historia, tradición y cultura. Antes de ponerte a buscar el foro en cuestión, casi te recomendaría crear uno propio, y así te será más fácil banear a los que pierdan las formas o discrepen, en lugar de ser tú el expulsado. Y todo ello para nada, porque si el nombre ha de cambiar ya lo irá haciendo la gente sobre la marcha, con el tiempo.
2. Esta historia me ha recordado cuando en 2001 entró el euro en vigor. Para aquellos que se hayan olvidado, con la peseta perdimos además el duro. Aquella unidad de a cinco, un duro igual cinco pesetas, para los más jóvenes, era la que realmente manejábamos muchos día a día. Chicles de a duro. Cinco duros para la recreativa. Veinte duros un café con leche. Mil duros por tu cumpleaños. Los más viejos del lugar aún controlaban cantidades más altas de duros, por miles y decenas de miles, cuando hablaban de precios de coches y pisos. Entonces llegó el euro y los duros se fueron a hacer puñetas. Y entonces surgió entre los periodistas e intelectualoides un estúpido movimiento por renombrar al euro. Ponerle un mote a la moneda se convirtió en su asunto de primer orden entre columnistas y espabilados, tratado con mejor o peor disimulo, como si de un concurso de ingenio se tratase, a ver quién lograba dar con el apelativo más cachondo y popular, y pasar así a los anales de la numismática. Algunos, a fuerza de repetirlo sistemáticamente en sus artículos, ha logrado con los años cierta propagación entre sus fieles (véase los “mortadelos” perez-revertianos), pero los euros, euros son. Y de aquellos “dureuros” y demás sandeces por el estilo, nadie se acuerda.
3. Tenemos a los sustantivos sobrevalorados. Nadie niega la importancia del nombre, del cómo llamar a las cosas, pero no es menos cierto que hoy por hoy se miran demasiado, con lupa. Los nombres pronto hieren las susceptibilidades de los activistas de piel fina, esos que, ojo avizor, están atentos a que este vocablo no discrimine, margine u ofenda a su colectivo. Que no digo que no esté justificado en algunos casos, que ya se sabe que la gente es muy bruta, y tampoco le viene mal cierta programación lingüística, por aquello de saber de qué hablamos cuando hablamos. El problema surge cuando estos guardianes rescatadores se ponen a censurar y reescribir los diccionarios, y pretenden hacer lo mismo con el habla. Y así, las palabras van mutando, estas sí, por imposición y a toda velocidad, hacia conceptos más abstractos, peregrinos y difusos, pero más asépticos. Al menos, hasta que los gañanes de a pie volvemos a darles la vuelta y a utilizarlos en exabruptos y para hacer el mal, que en el fondo, es lo que nos luce.   

 

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