domingo, 29 de abril de 2012

Encogiendo

La crisis ha hecho que algunos productos que habitualmente compro en el supermercado hayan encogido. No creí que llegaran a tanto, pero algunas marcas, para intentar mantener el precio, se les ha ocurrido hacer los envases más pequeños, con menos contenido, por supuesto. El problema que la crisis no corta el mar sino vuela, por lo que he visto cómo en apenas un trimestre un bote de champú ha encogido dos veces seguidas, a una por mes. Lo peor es que jamás me habría dado cuenta del caso de la botella menguante de no ser por esa tendencia absurda a conservar los botes vacíos en los bordes de la bañera. Cuando por fin me decidí a tirarlos a la basura descubrí el prodigio. Ante mí se alzaban tres recipientes iguales, pero cada uno más pequeño que el anterior, perfectamente escalados, como un juego de muñecas rusas con arginina. Pensé en conservarlos, igual que si se tratase de una irrefutable metáfora de la crueldad de la mala situación económica, donde el fabricante se ve obligado a decrecer su producto para hacerlo competitivo y el comprador se encuentra en una situación en la que debe decidir si cambiar de marca de champú y pasarse a los envases familiares de procedencia pseudochechena, comprarse su marca de dos en dos botes, o dejar de lavarse la cabeza. Mi señora, emulando a la Merkel, supongo, se me adelantó y los arrojó a lo más negro de la bolsa de basura, como hará el gobierno con todos nosotros.
Obsesionado con la idea de que todo mermaba a mi alrededor, y no hablo de la cintura de mis pantalones, decidí fijarme en qué más cosas habían sido pasto del rayo menguador de la crisis. Me concentré primero en lo que mejor conozco, esos templos del saber y del estar que son los bares y similares. Así, me encontré con que las mac-king-burguesas también han encogido. Las raciones en Albacete nunca fueron demasiado generosas, así que por ahí no aprecié nada nuevo; puede que el chusmarro pareciera una plantilla de zapato de los chinos a la plancha, pero podía obedecer al criterio del chef, que con esto de los gastrobares uno no sabe qué pensar. En otro local, un bar-bar, vi a unos amigos con unas extrañas cervezas diminutas en las manos que ellos llamaban “quintos” -pero que en realidad eran “cuartos” pues contenían 25 cl-, y aunque me juraron que aquellos envases eran más viejos que la tana, me pareció tan raro que huí de allí como si me persiguieran los marcianos de La invasión de los ultracuerpos.
Cuando busqué refugio en una librería me percaté del efecto contrario, que denominaré gigantismo dadivoso. Lo aprecié en los libros que se exponían, los best seller, los que más se venden para regalo, y me percaté de que en este caso, tratándose de libros de moda, su precio era disparatado, enorme, caro de cojones, con lo que se mostraban físicamente dignos de tales dinerales alcanzando dimensiones absurdas que, en algunos casos, los hacía inmanejables. Claro que en estos casos, con libros tratados como objetos de lujo, comprados por alguien que no va a leérselo, para regalárselos a otra persona que sólo se los leerá si está seguro de que no van a hacer la película, da lo mismo que necesites los brazos de Rafa Nadal para sostenerlos ante tus ojos con normalidad. En este caso el pensamiento del fabricante estaba claro, equiparo más o menos el contingente al precio de venta al público para que el comprador tenga la sensación de que está haciendo una buena inversión, que se note que he pagado con poderío. Es lo que se conoce en marketing como la técnica del “burro grande, ande o no ande”. Vi el mismo principio aplicado a televisores marca LaCabra, coches coreanos todoterrenos, gafas de sol y hasta en algunas tetas. En este último caso, lo que había encogido era el envoltorio vestidor, pero esa es otra historia.




El Pueblo de Albacete, 29 de abril de 2012

1 comentario:

  1. juas juas juas qué bueno nene, yo sin embargo veo que a los gilipollas los eligen cada vez más grandes, así tipo De Guindos o cosa así, con pinta de mafiochungos sicilianos. Antes era más el royo Montoro Señor Burns.

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