lunes, 19 de marzo de 2012

Nos sermonean

Me molesta que me sermoneen. Sobre todo que lo hagan los políticos, pero sobre todo al cuadrado que lo hagan los artistas, los gurús de la cultura y la modernidad. Me cabrea que gente que se cree superior tenga a bien descender de su olimpo para reprender a los simples mortales, sin comerlo ni beberlo.
Sermonear es dar un sermón, y la definición académica de este último es, en su primera acepción, “discurso cristiano u oración evangélica que predica el sacerdote ante los fieles para la enseñanza de la buena doctrina”. Basta cambiar la religión de la oración por la filosofía del sermoneador, y ampliar los destinatarios más allá de los fieles, para tener una definición perfecta de lo que sucede.
Porque a los fieles, a los seguidores, les parecerá bien. Lo disfrutarán, incluso. Pero los que pasábamos por ahí, no. Nos sermonean por todas partes. Bancos, políticos, anuncios, ayuntamientos… Como una plaga, peor que el virus que ha de convertirnos a todos en zombis. Los sermones están por todas partes, en especial en televisión e internet. No creo que nadie ponga en duda el poder adoctrinador de ambos medios, los más visionados, de ahí que aparezcan como el nuevo púlpito de estos cansinos predicantes que se empeñan, ya sea a través del discurso directo o indirecto, casi subliminal en ocasiones, en meternos, a cuantos más mejor, su “buena doctrina” en el cerebro, al más puro estilo candidato de Manchuria.
Pero no se trata de una conspiración reptiliano-comunista, sino de simple y llano ego mezclado con insano paternalismo. Porque hay tanto sermón, tanto discurso, como personas convencidas de estar en posesión de la verdad, o al menos, que creen poseer un conocimiento profundo de alguna cuestión vital que ha de ser, no ya compartido, o proclamado a los cuatro vientos, sino interiorizado y asimilado necesariamente por el resto. El problema radica en que ese conocimiento puede que sea erróneo, o menos profundo que la bañera de playmobil, una verdadera sandez o, simplemente, algo no solicitado, que ni quiero, ni necesito, ni he pedido, ni me hace gracia.
Y ya digo, de los políticos es de esperar, a fin de cuentas, la pervivencia de sus cuentas corrientes depende de ello, de cuántas voluntades atraen al lado oscuro. Los peores son los otros, artistillas, intelectuales, culturetas, gurús, “licenciaos” todos, emperrados en caparnos la capacidad de crítica con su prédica, que en el fondo no es más que una proyección de lo que se dicen a sí mismos para justificar su labor ante los demás. El conflicto llega porque un sermón no se puede rebatir. Es unidireccional, no hay respuesta. Es como la lluvia, llega, cae, te moja y se va. No puedes mostrarle lo erróneo de sus ideas; joder, ni siquiera puedes decirle que se calle, que no te interesa.
Como los vendedores que llaman a la puerta de tu casa, no entienden que no te pueda interesar su producto, pero insisten, te piden la factura, piden hablar con alguien más de la casa... Y cuando les cierras la puerta en las narices, su cara es la descripción de la perplejidad y la incomprensión. Y después se enfadan, porque saben que ellos venden “lo mejor”, y tú te has atrevido a rechazar “lo mejor”. Lo cual, para sus mentes cuadriculadas, no tiene sentido. ¿Quién rehúsa “lo mejor”, “lo nuevo”? No es lógico. Cual vulcanianos, entonces, deducen que estás tú equivocado porque eres un ignorante, porque tu creencia es errónea. Adoras a falsos dioses, amigo, y no hay nada que guste más a un predicador que demostrar que no hay más dios que el suyo, y que los demás los encontraste en la calle.
A modo de conclusión, y evitando ser yo quien sermonee al sermoneador, lo mejor que se me ocurre, como remedio o consejo para esta gente, es recurrir a la siguiente coplilla popular: 
Asómate a la ventana
y saca medio cuerpo fuera
luego saca el otro medio
ya verás que ostia te pegas.



El Pueblo de Albacete, 18 de marzo de 2012

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