domingo, 25 de marzo de 2012

La Zanja

Hace muchos años, quien esto suscribe trabajó en la construcción. Era uno de esos empleos veraniegos con los que sacar pasta para pagar la matrícula de la universidad, así que por las noches, cuando llegaba a casa con arena y cemento hasta en los calzoncillos, me quedaba el consuelo de saber que la condena a trabajos forzados acabaría en septiembre. Aquellos meses aprendí mucho, de obras, de materiales, de lo humano y lo divino. Realicé tareas de todo tipo, pero sobre todo recuerdo la semana que pasé en La Zanja.
Por aquel entonces, la principal misión de nuestra cuadrilla era hacer canalizaciones eléctricas, o sea, hacer una arqueta, luego una zanja hasta otra arqueta, meter el tubo corrugado que ha de contener el cableado y cerrar la zanja. Teníamos una máquina, una zanjadora, hermosa, con una enorme rueda dentada que destrozaba el asfalto y lo cortaba como quien corta una pizza. Avanzaba implacable e imparable, pero muy despacio, tanto que a veces el tipo que la conducía se echaba una cabezadita, sin que el ruido infernal o el material que salía disparado le afectase. Pero hete aquí que un día la zanjadora se rompió.
Como siempre que se trata de obras, se iba con retraso respecto a los plazos programados, y justos de presupuesto, así que el jefe descartó alquilar otra máquina. En aquella fase sólo faltaba por trazar una calle, por lo que se decidió hacerlo a la vieja usanza. Y dado que el resto de la cuadrilla era necesaria en otra parte, se resolvió que un solo peón se encargase de cavar la susodicha zanja. El elegido, como no podía ser menos, fue el novato.
La faena no podía llevarme más de dos o tres días, me dijeron. Me entregaron un pico, una pala, una legona, un capacho y una botella de agua y se fueron a la otra punta del pueblo. La Zanja tenía que atravesar un cruce en diagonal, en lo que era el comienzo de una urbanización a las afueras, por lo que el tráfico era prácticamente nulo. Por allí no pasaban coches, ni peatones, ni las águilas. Las viviendas cercanas estaban deshabitadas.
Hay dos aspectos que me impresionaron, al ser profano en estas lides, cuando comencé a hacerme callos en las manos en este trabajo. El primero, que debajo del liso asfalto hay tierra, piedras, raíces, tuberías y mierda de todo tipo. Bajo la fina película de civilización, pervive la agreste tierra, dura, vengativa y cruel. Salvaje e indomable, encantada de ponértelo difícil. La segunda cuestión fue el volumen. La Zanja debía medir unos quince metros de largo –creo-, por medio metro de ancho y metro y medio de profundidad. Según mis cálculos, debía desalojar el equivalente a 3.712,5 tercios de cerveza en tierra.
Romper el asfalto fue lo más fácil. Conseguí que me prestasen el motonabo, también conocido como martillo neumático, y despellejé el tramo en toda su longitud en apenas un rato. Lo peor vino después. Cavar bajo el abrasador calor de finales de julio hizo de aquel un día infernal, pero nada comparado con los cuatro siguientes.
La rutina era la siguiente: me descargaban en La Zanja con los aperos a los ocho de la mañana. Me recogían a la una para comer, me devolvían a las tres y volvían a por mí a las siete. Siempre era el primero el bajar y el último en subir a la furgoneta. Entre viaje y viaje mi espalda se combó, y mis manos se convirtieron en garras entumecidas más parecidas a las de los playmobiles, donde sólo encajaban los mangos de las herramientas. La tierra se convertía en barro sobre mi dermis al mezclarse con los litros de sudor que perdía, y que me costaba horrores recuperar porque allí no había ninguna parte de la que sacar agua. Me acostumbré a llevarme las botellas de cinco en cinco. No hablaba con nadie durante horas. Ni siquiera veía a otro ser humano. Y lo peor es que La Zanja parecía llenarse por la noche. La tierra de los lados se desprendía a mis espaldas con lo que nunca lograba alcanzar la profundidad preceptiva, aunque ahondé lo bastante para que, encorvado como un seis, no se me viera la cabeza –aunque no podía girarme, lo que convertía la maniobra de sacar la tierra en un infierno-.
Y mi mente se perdió. Táchenme de exagerado, pero La Zanja anuló mi voluntad; me transformó en un infraser de cerebro lavado, como un robot programado para una sola tarea. Mi tarea era un ejercicio repetitivo, constante, hipnótico. Un trabajo mecánico de pura fuerza y resistencia que provocó una desconexión mental en mi cabeza. Cuando llegaba a casa, mi señora se esforzaba en desprogramarme, y no siempre tenía éxito. Pero así, retraído al estado más primitivo de consciencia, sin distracciones de ningún tipo, logré el objetivo. Terminé.
Todavía recuerdo cómo el viernes, justo antes de comer, apareció el jefe con el técnico del ayuntamiento, detuvieron su inmaculado automóvil ante mi faraónica obra y bajaron para echar un vistazo. Derrengado, aún tuve fuerzas para empujar las grandes chapas, abrasadoras como parrillas bajo el sol, y cubrir una parte de la Zanja para dejar pasar al tráfico. Y me senté al borde del agujero, con las piernas colgando, a esperar no sé qué. Entonces pasó algo. El técnico se detuvo a escasos metros de La Zanja, miró a un lado y otro y corrió al vehículo, ante el pasmo del jefe. Regresó el primero con los planos, nervioso, y gritando algo así como “¿pero qué habéis hecho aquí?”. Apoyó el plano en el capó y clavó el índice sobre el papel. El jefe acudió a mirar, sin entender nada. Y el otro, aún más alto, vociferó “¡Pero si este cruce va aéreo!”.
Aéreo. No subterráneo. De un poste a otro. No a través de una zanja.
Ni que decir tiene que, después de comer, me hicieron rellenarla.


El Pueblo de Albacete, 25 de marzo de 2012

2 comentarios:

  1. ¿Todavía permanecen los cuerpos de tu jefe y el técnico enterrados en la zanja o ya confesaste el crimen?

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  2. Solo hablaré en presencia de mi abogado, ejem...

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