domingo, 28 de agosto de 2011

Lecturas de espada mellada (Sesenta mil satanases, 77)

De un tiempo a esta parte, los libros que mayoritariamente han pasado por mis manos pertenecen al género de la fantasía medieval. La temática está en plena efervescencia gracias a la recreación para la televisión del paradigma de la moderna fantasía heroica, o lo que es lo mismo, la saga de la Canción de Hielo y Fuego, del norteamericano George RR Martin.
Al buen conocedor y aficionado a esta materia no voy a descubrirle nada, al profano, señalarle apenas que, aunque nunca han faltado títulos en este género literario, desde que el cimmerio Conan comenzase sus andaduras en la Edad Hiboria, sin duda el éxito de las películas basadas en la obra de Tolkien han creado nuevos lectores ávidos de leer historias repletas de batallas, aventuras épicas, héroes y monstruos. Un boom que no se repetía desde que los primeros jugadores de rol compaginaron los dados de veinte caras con El Señor de los Anillos, las crónicas de la Dragonlace de Margaret Weis y Tracy Hickman, las novelas de R.A. Salvatore y las desventuras de Elric de Melniboné, de Michael Moorcock.
Y aunque desde La espada rota, de Paul Anderson, a Andrej Sapkowski y su saga de Geralt de Rivia ha llovido mucho, parece que esta última oleada de éxito -comparable al auge de la literatura zombi que estamos viendo desde hace un par de años- está asentando definitivamente el género en las librerías, más allá de ser carne para frikis y/o adolescentes. Sólo espero que el recién llegado no se desanime con la elección del folletín insufrible e inacabado de Martin, más cercano a Falcon Crest que a Ursula K. LeGuin o Robert Jordan, y acabe por abandonar, en el tomo III, tanto a los personajes de los Siete Reinos, como a todo un universo de posibilidades.
Señalaba antes a los zombis, y su conquista, lenta e inexorable, de los estantes en las librerías. La nueva fantasía épica, heroica, adulta, o como pijo quieran decirle, comparte con los muertos vivientes ese regusto realista y oscuro más propio de la novela negra que de los amanerados elfos de Rivendel, y que tanto, tanto, tanto vende en épocas de crisis. Atrás quedaron los juegos florales, los malvados caballeros negros y los eternos viajes campbellianos del héroe, al menos tal y como los conocíamos. Porque ahora esos mismos temas aparecen trastocados, reconstruidos bajo un prisma llamémoslo tarantiniano -quizás incorrecto pero muy descriptivo-, más acorde a nuestros tiempos. Considero en gran parte responsable de este trabajo de desmitificación, y de reescritura de un género que se estaba acartonando a Terry Pratchet y su Mundodisco; sin duda, al verter su corrosivo sentido del humor, su cabronía, a los arquetipos tolkianos, lovecraftianos y todo lo que se menee, da el primer paso y abre nuevos caminos para interpretar de otras formas -como ya hizo antes la New Wave en la ciencia ficción en los 60- el mundo fantástico.
Lo que leemos ahora, con Joe Abercrombie como adalid de esta nueva ola de autores, posee un realismo sucio que se plasma en la descripción de personajes de moral ambigua -o directamente unos hijos de puta como Thomas Covenant, el Incrédulo-, así como de la vida en la corte, en las aldeas, en el campo de batalla. Héroes, o antihéroes, que matan inocentes, cagan, follan, traicionan por cuatro perras y maldicen, descreídos, contra reyes y magos. A fin de cuentas, qué hay más épico que enfrentarse a la miseria humana.
Así, pues, esta literatura ha cubierto el hueco que tradicionalmente correspondía a las novelas policiacas, las cuales parecen acusar el golpe del efímero boom sueco, y nos entretienen con una ficción adulta, pelín siniestra, donde ha lugar la conspiración, la mentira, la violencia, transportada ahora a una imaginaria tierra medieval tan próxima a nuestro imaginario folklórico como lejana a nuestra comprensión urbanita occidental. Libres del corsé de la espada mágica y cantarina, caballeros del ciclo artúrico y del Ojo de Sauron, estas novelas nos acercan, en su lugar, a malvados banqueros y gobernantes, a violadores y asesinos como protagonistas, y espadas melladas, listas para verter la sangre de quien se interponga en el camino de la venganza. Toda una gozada para los que pensaban, en su día, que Frodo era un poco papafrita.

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