domingo, 3 de julio de 2011

Gilipollas por el balcón (Sesenta mil satanases, 69)

No descubro nada si digo que en el mundo hay más gilipollas que personas. Y el verano, en el que ya llevamos metidos unas semanas, es una época propensa a la proliferación de estos subindividuos y sus extraordinarias proezas, que llenan minutos de telediario junto a las tradicionales historias del mono que fuma y la nada nadea futbolística.
De entre tanto soplagaitas que circula por ahí, los que más me llaman la atención son los importados, esos turistas que acuden a nuestro país a liarla parda a cambio de cuatro euros mal gastados, con el beneplácito de las autoridades locales. Recorrer dos mil kilómetros para ponerse ciego de cerveza y kalimocho y acabar vomitando en un paseo marítimo noche tras noche me parece del género tonto; para esta gente no sé como a nadie en sus países de origen se les ha ocurrido construir un botellódromo cubierto, con ambiente tipical-ispanis, para satisfacer esta demanda. Si en Madrid hemos podido levantar una pista de esquí en un centro comercial, en Berlín o en Londres no puede costarles tanto recrear parte de Benidorm o Mallorca.
Lo cierto es que un gilipollas no necesita ponerse ciegos para quedar en evidencia, el alcohol y las drogas no son más que acelerantes de la propia insensatez, por ello en estos casos, más que un atenuante, los jueces y fiscales deberían considerarlo un agravante a la hora de su inevitable, más tarde o más temprano, paso por los tribunales. Y quizá por ello tampoco halla que lamentarse cuando, en un ejercicio de extrema idiotez, ponen en juego su vida saltando por los balcones.
El balconing es una moda que me hace mucha gracia. Es el mayor acto de gilipollez extrema que he visto nunca. Estoy seguro de se practica más de lo que vemos, y que las más de las veces acaba bien, lo que no quita para que el practicante sea menos idiota. Pero, y lo siento de veras por sus familias, que un joven –y estamos hablando de tipos de hasta 30 años- pretenda emular a Spiderman, brincando de un balcón a otro, o de éste a la piscina del hotel, y acabe con los sesos desparramados por el suelo, no es excusable ni defendible.
Conozco a una persona que se rompió un tobillo al bajar el bordillo de la acera. Tuvo mala suerte, pisó mal y se quedó sin vacaciones. La moraleja es que tienes que andar con cuidado. Y que no hay altura pequeña. Cuando tenía catorce años bajar a saltos de la plaza de La Mancha sin tocar un escalón. Ahora no me gustaría ni tirarme de lo alto de una silla. Y por supuesto, ni me ocurriría asomarme al balcón yendo como un orujo. Pero en el caso de alguien más joven, más ágil y, sobre todo, más gilipollas, estas obviedades desaparecen y es cuando saltar desde un segundo piso, unos seis metros de altura, a la calle, o a la piscina, que está a otros tantos metros en horizontal, parece algo inocuo y divertido. Hasta que aterrizas de cabeza, claro. Porque la física no entiende de drogas ni de mentecatos.
Lo dicho, pura gilipollez. Baleares se lleva la palma; según la prensa el año pasado hubo hasta 30 incidentes de este tipo, con seis muertos, y aunque en ocasiones es difícil saber diferenciar la imprudencia gilipollesca del accidente mortal –un resbalón lo tiene cualquiera-, no quita para que este año vuelvan a repetirse los saltos y las defunciones. Porque por mucha prevención y mucha multa que haya, a menos que tapien los balcones, los tontacos, en lugar de contentarse con el sex, sun and sand, seguirán intentando volar. O quién sabe, lo mismo sale otra moda nueva que sustituya a esta, como taladrarse la nariz con una broca del 9, electrocución genital con la lamparita de la mesilla de noche, o puenting con soga de esparto… Con esta gente nunca se sabe.

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