lunes, 27 de junio de 2011

Cultureta victimista (Sesenta mil satanases, 68)

En nuestra sociedad, son los políticos los que ostentan el poder por delegación nuestra. Son nuestros representantes, y están ahí porque se les presupone una cierta capacitación; es más, les hemos atribuido unas cualidades por encima de la masa, que los convierten en seres superiores con el simple contacto del escaño. Por tanto, son el público elitista que busca el “intelectual”.
El “artista intelectual”, que no es un ente distinto del artista a secas, sino de un grado superior, es aquel que selecciona su auditorio, el que cambia el aplauso del “público”, por el de “lo público”, el que no necesita el reconocimiento de los demás, del espectador, del lector, y huye de la condición de “popular” en el sentido de pertenencia al pueblo —que a sus ojos sigue siendo llano, vulgar y analfabeto—. Así pues, el artista intelectual camina en pos del poder, quiere convertirse en artista “oficial”.
El poder político es Poder en abstracto, y es innegable que el Poder atrae. Y el Poder perdura. Los nombres de los que mandaron alguna vez presiden calles y plazas, grabados en placas de metal o de mármol, y resisten el paso del tiempo. A esto me refería cuando hablaba de las aspiraciones metafísicas del artista, él también ansía cierto grado de inmortalidad, puesto que el artista es cobarde por naturaleza, tiene miedo a la muerte, a perderse en el tiempo, a dejar de existir. A un nivel más terrenal, y puesto que ha renegado -o es incapaz por sí mismo de obtenerlo- del público, el artista necesita el dinero de los poderosos, de lo público.
De ahí que estos “artistas intelectuales” nos hayan hecho creer que la Cultura, en mayúsculas, necesita del Poder. Nos lo cuentan los representantes oficiales de uno y otro bando, pero es una falacia. La Cultura, y no es lo único, adolece de un enfermizo victimismo que la ha anclado en una permanente actitud de queja. El victimismo, no ya cultural, sino a todos los niveles, es un modelo humano mezquino, débil, dominado por su afición a renegar de sí mismo, convirtiendo cualquier dificultad en pleito. El victimista se autocontempla con indulgencia, escapa de su verdadera responsabilidad, y suele acabar pagando un elevado precio por representar su papel de maltratado habitual. Promueve su mentalidad quejica, donde se nos señala como a unos desgraciados que, en nuestra ingenuidad, no tenemos conciencia de hasta qué punto nos están tomando el pelo. En nuestro caso, el artista, el intelectual, el crítico, tan por encima del hombre corriente, llora como una niña ante la desatención
del ayuntamiento, del gobierno, del Poder. El Poder es el verdugo de la Cultura, señalan los gurús espirituales de la sociedad, sin los cuales la pobre gente nos abocaríamos a la barbarie y la anarquía, viendo la paja en el ojo ajeno e ignorando la viga en el propio.
El éxito del pensamiento victimista procede de su carácter incomprobable: no es fácil confirmarlo, pero tampoco desmentirlo. Es una actitud que induce a un morboso afán por descubrir agravios nimios, por sentirse discriminado o maltratado, por achacar a instancias exteriores todo malo que nos sucede o nos pueda suceder. ¿Les suena?
Claro, con esta mentalidad es muy complicado alcanzar los objetivos que tanto se ansían, y la frustración resultante vuelve a alimentar el victimismo, en un patológico círculo del que casi no es posible escapar. La cultura de la queja engrandece la más mínima adversidad, y desarrolla una extraña pasión por aparecer como víctima, por denunciar como perversa la conducta de los demás; se buscan denodadamente responsables de nuestra desgracia. Para quienes poseen esta actitud, todo lo que les hacen a ellos es intolerable, mientras que sus propios errores o defectos son simples futilezas sin importancia. También está ese otro estilo victimista más hostil, aquel que en nombre de las desgracias del pasado, se arroga una especie de patente de inmunidad con la que justifican su actitud.
Su susceptibilidad les lleva a reaccionar con crispación ante la más mínima crítica. El menor reparo que se ponga a sus acciones es inmediatamente elevado a la consideración de gran ofensa. Enseguida ven malas intenciones en las personas que están a su alrededor y, progresivamente, en todo el mundo. Por doquier intuyen complots y hostilidad. Están persuadidos de ser objeto de desprecios y vejaciones sin tregua ni descanso. En los casos más extremos, piensan que el mundo entero los sataniza (curiosa paradoja la del satanizador satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía, tienen constantemente presente el pensamiento de la conspiración.
Y así estamos, con los artistas, y todos los agentes implicados en el mundo de la Cultura, dedicados a rumiar sus dolencias respectivas, incapaces de superar las desavenencias recíprocas, haciendo de “el que no llora no mama” su lema vital en lugar de ponerse a trabajar.


El Pueblo de Albacete, 26 de junio de 2011

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