viernes, 8 de abril de 2011

OutRun por el cementerio (Sesenta mil satanases, 57)

Si escribo OutRun, los de mi quinta sabrán perfectamente que se trata del videojuego de carreras donde manejábamos un Ferrari descapotable a través de un millón de carreteras, acompañados de una rubia, por el módico precio de cinco duros la partida. Aunque el Testarrosa rojo lo veíamos desde atrás, sus gráficos -patateros, en comparación con lo que se hace ahora- nos metían la velocidad en el cuerpo, y acabábamos apretando el volante con todas nuestras fuerzas cuando el crono llegaba a cero y no habíamos llegado al checkpoint o a la meta. Las generaciones posteriores, criadas a golpe de consolas y Grand Turismo, no han experimentado el adrenalínico chute del inolvidable pitido del semáforo, ni el temor reverencial de las señales de flechas rojas que indicaban las curvas, si bien no dudo de que, a su manera, conservan sus propios deliciosos recuerdos y vivencias respecto al mundillo de la velocidad virtual.

Recordé el otro día este arcade cuando, circulando por la carretera del cementerio, me adelantó un coche. No era un deportivo, ni siquiera era rojo, pero sus maniobras y su velocidad eran exactamente las mismas que la de aquel puñado de píxeles que imitaban a un vehículo.

Esta vía, para quien lo desconozca, es una pista estrecha de asfalto regulero, sin arcenes -nada que ver con las carretas del juego-, que discurre paralela a la autovía A-31 unos dos kilómetros, y que parece estar en perpetuo estado de obras -quizás por ello su denominación exacta sea Carretera "Nueva" del Cementerio-. Tras la última remodelación de su acceso por la rotonda de Vitalparque, entrar al cementerio se ha convertido en una especie de scalextric Hacendado, con rotondas mal señalizadas y sin iluminar, a varios desniveles, que amenazan con lanzarte, por aquello de la inercia y la fuerza centrípeta, por los aires si se cogen más allá de la segunda marcha.

Así, lejos de sentirte, por un momento, Steve McQueen en Bullit, lo realmente terrorífico llega cuando uno recorre esa recta hasta la carretera de Ayora, o viceversa, y se encuentra con que el límite marcado por la señalización de 60 km/h es meramente testimonial. No importan las bandas sonoras, los baches, las excavadoras, los peatones y ciclistas que se aventuran a pasar por aquí, el conductor habitual de esta vía -densamente transitada- se empeña en correr como si tratase de marcar sus iniciales en lo más alto de la pantalla del ránking.

Me resultan inconcebibles las causas a las que obedecen esos arrebatos de aceleración en esta carretera, por qué han de recorrerse esos dos mil metros y pico como si se escapase del fin del mundo si, a la entrada y a la salida hay una batería de stops, cedas, rotondas y semáforos que van a obligarte a frenar y perder esas décimas de segundo que, tan ansiosamente, el corredor ha ganado haciendo el hijoputa. Si la velocidad se contagia, como un mal constipado, entonces la culpa será de la autovía de Alicante, pero no creo que los tiros vayan por ahí.

Recuerdo el OutRun lo suficiente como para saber que el coche se salía de la pista, hacía unos trompos o te dabas unas hostias de campeonato contra las piedras. En los juegos de conducción más modernos, el realismo se extiende a los accidentes, y las colisiones acaban muy mal. En la vida real, no hay que explicar lo que sucede en una de estas circunstancias. Y aun así, con dos cojones y turboinyección, son muchos los que se disparan a sí mismos por este carril sin fuste, como si, de camino al trabajo o de vuelta a casa, en esos dos kilómetros, pudieran sentirse a los mandos de un Ferrari, con una rubia despampanante de copiloto en lugar del moreno Alex, el colega sin coche. ¿Tan monótona, y por consiguiente, despreciable, es la vida para algunos que tienen que ponerla en riesgo al menos durante unos minutos? Sentirse vivos, en la vía del camposanto. Una curiosa paradoja. O una muestra más de gilipollez extrema albaceteña.

El Pueblo de Albacete, 10 de abril de 2011


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