Digamos que hasta los veinticinco años, cuando veía una película de acción, de mucha acción, disfrutaba poniéndome en la piel del protagonista, sobreviviendo a explosiones, palizas, accidentes de coche, saltos imposibles de un tejado a otro y hasta polvos salvajes. También me encantaba soñar con subsistir en un mundo posapocalíptico a lo Mad Max, empuñar un hacha en un reino medieval junto al Rey Arturo, o cabalgar por el Monument Valley hecho un centauro del desierto. Entonces, me dejaba embaucar con alegría infantil por la gran mentira de la ficción cinematográfica y era un tío feliz viendo a esos fulanos repartir estopa por doquier. Uno estaba joven, sano y delgado, y bien mirado, podía correr, brincar y dar volteretas, al menos en teoría, como aquellos mazas que se asomaban a las pantallas de cine y del televisor.
Luego, maduras y ya no es lo mismo. Para empezar, consideras que si un mal constipado te tiene en cama tres días, en la Edad Media palmarías en veinte minutos, por la gripe o por un corte infectado hecho con tu propia espada; en el desembarco de Normandía no llegarías a bajar de la barcaza y en Vietnam caerías por fuego amigo; un paseo al trote camino de Dodge City te dejaría el culo y las ingles como la espalda del Cristo; en la autopista austral posnuclear se te rompería la correa del distribuidor y pelecharías bajo un sol de justicia; y en San Francisco, te atracarían, violarían y matarían, no necesariamente en ese orden, antes de poder desenfundar siquiera el Smith&Wesson .44 Magnum.
¿Dónde está ese action hero de antaño? Pues enterrado bajo capas de grasa, tendinitis, contracturas, astigmatismo, calvicie y desánimo. Atrofiado por el trabajo sedentario e internet (eso de correr es para gente que no tiene wifi), por decenas de pizzas, kebabs y salsa agridulce, por cafés de máquina, cervezas Steinburg y gintonic de garrafón. Y sobre todo, castigado por los dolores de espalda, que son la señal última de que ya eres un adulto como dios manda. Lumbalgias y hernias convertidas en un mal endémico de país civilizado, que no se curan nunca, por mucho estiramiento que hagas, ozono que te inyecten, u operación que te casquen -salvo que seas futbolista del Real Madrid-. ¿Dónde se ha visto a un héroe doblado por el dolor de espalda? Una cosa es recibir un viril tiro en un hombro, y otra andar hecho un escorzo como el Pozí, suplicando myolastanes, una inyección de Voltarén en el carrillo del culo y un cojín eléctrico para los riñones.
La hernia lumbar es el verdadero supervillano a este lado del telón, es quien rompe la magia del fotograma y te postra de dolor, quien te golpea a traición, quien te impedirá, no ya saltar de un camión en marcha en llamas, con una bomba nuclear en su interior, a ciento ochenta kilómetros por hora, por un puente roto, sino levantarte de la cama para ir al baño. Sí, no hace falta que Kevin Spacey le corte la cabeza a tu mujer para sentir la IRA, basta una protusión discal el primer día de tus vacaciones.
Con estas nuevas apreciaciones, nuestras cintas y series de televisión favoritas se contemplan con otros ojos, con más despego, más ironía... Con una pizca de nostalgia y envidia cuando vemos a los nuevos machangos del negocio, como Statham, esquivando ráfagas de Uzi como si tal cosa; con cierto desprecio a quienes lo hacen cogidos con cuerdas delante de un croma verde; y con una sincera empatía que aflora al observar la machacada cara de nuestro Stallone de siempre en sus últimas cintas, donde pide a gritos una cama con refuerzo lumbar y una tortilla de ibuprofenos después de cada plano. A fin de cuentas, es Sly quien nos dice por boca del Potro Italiano, en el discurso que le suelta al papafrita de su hijo en Rocky Balboa -pero también a nosotros y nuestras maltrechas espaldas-, que lo que importa es “lo duro que resistas y sigas avanzando”. Y eso es lo más sensato que se ha escuchado en un cine en la pasada década.
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