viernes, 15 de abril de 2011

Cuando fuimos héroes (Sesenta mil satanases, 58)

Digamos que hasta los veinticinco años, cuando veía una película de acción, de mucha acción, disfrutaba poniéndome en la piel del protagonista, sobreviviendo a explosiones, palizas, accidentes de coche, saltos imposibles de un tejado a otro y hasta polvos salvajes. También me encantaba soñar con subsistir en un mundo posapocalíptico a lo Mad Max, empuñar un hacha en un reino medieval junto al Rey Arturo, o cabalgar por el Monument Valley hecho un centauro del desierto. Entonces, me dejaba embaucar con alegría infantil por la gran mentira de la ficción cinematográfica y era un tío feliz viendo a esos fulanos repartir estopa por doquier. Uno estaba joven, sano y delgado, y bien mirado, podía correr, brincar y dar volteretas, al menos en teoría, como aquellos mazas que se asomaban a las pantallas de cine y del televisor.

Luego, maduras y ya no es lo mismo. Para empezar, consideras que si un mal constipado te tiene en cama tres días, en la Edad Media palmarías en veinte minutos, por la gripe o por un corte infectado hecho con tu propia espada; en el desembarco de Normandía no llegarías a bajar de la barcaza y en Vietnam caerías por fuego amigo; un paseo al trote camino de Dodge City te dejaría el culo y las ingles como la espalda del Cristo; en la autopista austral posnuclear se te rompería la correa del distribuidor y pelecharías bajo un sol de justicia; y en San Francisco, te atracarían, violarían y matarían, no necesariamente en ese orden, antes de poder desenfundar siquiera el Smith&Wesson .44 Magnum.

¿Dónde está ese action hero de antaño? Pues enterrado bajo capas de grasa, tendinitis, contracturas, astigmatismo, calvicie y desánimo. Atrofiado por el trabajo sedentario e internet (eso de correr es para gente que no tiene wifi), por decenas de pizzas, kebabs y salsa agridulce, por cafés de máquina, cervezas Steinburg y gintonic de garrafón. Y sobre todo, castigado por los dolores de espalda, que son la señal última de que ya eres un adulto como dios manda. Lumbalgias y hernias convertidas en un mal endémico de país civilizado, que no se curan nunca, por mucho estiramiento que hagas, ozono que te inyecten, u operación que te casquen -salvo que seas futbolista del Real Madrid-. ¿Dónde se ha visto a un héroe doblado por el dolor de espalda? Una cosa es recibir un viril tiro en un hombro, y otra andar hecho un escorzo como el Pozí, suplicando myolastanes, una inyección de Voltarén en el carrillo del culo y un cojín eléctrico para los riñones.

La hernia lumbar es el verdadero supervillano a este lado del telón, es quien rompe la magia del fotograma y te postra de dolor, quien te golpea a traición, quien te impedirá, no ya saltar de un camión en marcha en llamas, con una bomba nuclear en su interior, a ciento ochenta kilómetros por hora, por un puente roto, sino levantarte de la cama para ir al baño. Sí, no hace falta que Kevin Spacey le corte la cabeza a tu mujer para sentir la IRA, basta una protusión discal el primer día de tus vacaciones.

Con estas nuevas apreciaciones, nuestras cintas y series de televisión favoritas se contemplan con otros ojos, con más despego, más ironía... Con una pizca de nostalgia y envidia cuando vemos a los nuevos machangos del negocio, como Statham, esquivando ráfagas de Uzi como si tal cosa; con cierto desprecio a quienes lo hacen cogidos con cuerdas delante de un croma verde; y con una sincera empatía que aflora al observar la machacada cara de nuestro Stallone de siempre en sus últimas cintas, donde pide a gritos una cama con refuerzo lumbar y una tortilla de ibuprofenos después de cada plano. A fin de cuentas, es Sly quien nos dice por boca del Potro Italiano, en el discurso que le suelta al papafrita de su hijo en Rocky Balboa -pero también a nosotros y nuestras maltrechas espaldas-, que lo que importa es “lo duro que resistas y sigas avanzando”. Y eso es lo más sensato que se ha escuchado en un cine en la pasada década.






El Pueblo de Albacete, 17 de abril de 2011

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