miércoles, 20 de abril de 2011

El troll calvo (Sesenta mil satanases, 59)

Conozco a una persona que tiene un troll calvo en su dormitorio. Cuando digo troll, me refiero, claro está, no a su pareja, sino a uno de esos muñecos que se hicieron famosos hace unos años, característicos por su melena de punta, en todos los tonos más chillones del pantone, y por tener en el ombligo una gema de plástico transparente. De cuello para abajo, son como un nenuco, pero su cabezón tiene también una nariz chata de boxeador y una enigmática sonrisa. Como algunos amigos informáticos, son feos pero simpáticos, y quizá ahí radique el secreto de su éxito.

Los trolls estos se vendían como churros entonces, los había hasta con luz, y según se decía, traían todo tipo de parabienes, siguiendo el mismo método cromático de los chinitos de la suerte, otros abalorios ridículos de madera que gozaron de su verano en el top ten de las chorradas para críos, como los chupetes, budas, pulseras y demás talismanes de un todo a cien.

En el caso de esta persona, lo que llama la atención es su alopécico muñeco, que mide sus buenos veinte centímetros, la gema de su ombligo es verde y lleva unos calzoncillos de ratones. Al dejarlo al cero, desaparece toda posibilidad de que este trozo de plástico made in China llegue a tener algún poder mágico. Por lo tanto, el troll, como Sanson, está castrado por la vía capilar.

Como investigador de chorradas y frikeces, me interesé por el origen de estos trolls, así que me dejé llevar por San Google a unos cuantos artículos donde venía la genealogía de estos bichos, que ahora les resumo para su solaz disfrute. Resulta que los trolls son la creación genial de un leñador danés, el señor Thomas Dam en 1959, que fabricó el primero para su hija porque no tenía cuartos para comprarle una. El éxito del juguete, junto al lío que se hizo Tomás con eso de las patentes y los copyright, hicieron que los troll fueran rápidamente copiados, falsificados e imitados hasta la saciedad, y vendidos por millones por todo el mundo, puesto que cada década volvían a ponerse de moda, y sin que los Dam vieran un duro hasta 2003, cuando los EEUU reconocieron su autoría.

Ahora, en Dinamarca los fabrican y los venden -caros- a todo el globo, los coleccionistas se gastan fortunas en subastas como si fueran obras de arte; han tenido su propia serie de dibujos y puede que Dreamworks haga una película.

Pero no todo es hermoso en el historial web de estos barriguitas con peinados de drag queen, porque de pronto me encuentro con docenas de sitios que los acusan de ser entes satánicos, malvados, más peligrosos que sus primos los muñecos vudús, más letales que Chucky con una siete muelles. Ante mis ojos desfilan foros y comentarios en caligrafía HOYGAN, donde se exponen conjuros a la luz de la luna llena llenos de latinajos como “Salve Satanas”, “luciferum” y “bifidus”, acompañados de baños en sangre de cabra o cerveza; testimonios de fieles de iglesias tan desconocidas como absurdas que equiparan el tener una de estas chochonas danesas con un crucifijo invertido, el auténtico Necronomicón o el último disco de Kiko y Shara; advertencias apocalípticas y maldiciones en cadena, cuyo efecto más patente e inmediato debe ser una lesión cerebral profunda en el centro del control de la ortografía y la atrofia de los dedos ante el teclado.

Tendría que meterme en terrenos antropológicos para saber cómo puede un simple muñeco ser objeto a la vez de devoción y aversión, pero lo que en realidad me preocupaba era que mi amiga, considerada hasta entonces como una persona inteligente, hubiera llegado a rasurar al monstruito recauchutado de los bosques como obedeciendo a algún tipo de ritual o como medida de protección contra sus “poderes oscuros”. Ante semejante panorama, no podía más que mirarlos a ambos con otros ojos, incómodo por el resquemor de qué oscuro pacto hubo, o hay, entre los dos, para que al menos uno no haya acabado todavía en la basura. Cuando, en mi última visita a su casa, mi amiga me sorprendió sentado en su cama con el troll en las manos, no tuve más remedio que armarme de valor y preguntarle por él. Me dijo que se llamaba Juan, era un regalo de su abuela y el pelo lo había perdido cuando lo metió en la lavadora, de tal manera que la única fatalidad que se le podía achacar al troll era atascar el filtro del aparato.

Lo que no me explicó era por qué el muñeco se llamaba como yo y por qué lo había metido en la lavadora...


El Pueblo de Albacete, 24 de abril de 2011

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