Miro mi prominente barriga cervecera -aunque ahora los científicos dicen que la birra no es la culpable de este monoabdominal-, miro el bol y miro su culo de vuelta a la cocina y pienso que a las tres de la mañana me despertarán los ronquidos de mi estómago, declarado en rebeldía. La entrepierna rebatirá la cuestión y la cabeza permanecerá al margen, porque con hambre no puedo pensar ni tomar decisiones.
Curiosamente, ella no se mete con lo que desayuno ni con lo que como, así que puedo hartarme de tostadas, magdalenas, churros... y al mediodía, cocidos, macarrones, huevos fritos... Lo que me dé la gana. Sólo quiere que cene con ella estos asquerosos cereales integrales de cartón. Pero ni siquiera me lo ha pedido, una noche me los plantó delante -con unos pantaloncitos cortos, muy muy cortos y ajustados-, y hasta hoy.
Si por lo menos pudiera remojarlos, en leche, o en bourbon, yo qué sé, pero no. Agua, como mucho, para hacerlos bajar por la tráquea. Lo peor es que fui yo quien compró la primera caja de esta bazofia, no sé por qué, por probar. Quizá ella lo interpretó entonces como una indirecta -dios me libre- y ésta es su forma de vengarse. O un castigo por materialista, machista y sátiro. El caso es que ella se los come, sentada en el sofá, con su sonrisa y su culo a mi lado, ante el televisor. Pero mi bol es más grande, lo compré pensado en el tigre, la rana y el mono, no en esta K roja en cursiva, y ahora toca joderse y tragar. En todos los sentidos. ¿Tiene sentido sacrificar la cena tanto por unas nalgas prietas?, me cuestiono a veces, entonces ella se vuelve hacia mí, con un ademán de afecto y su abultada camiseta de tirantes, y en ese momento, el que sonríe mientras mastica soy yo.