Cuando empezó, se quedó perplejo: la noticia del día era la «epidemia de supergripe», como la llamaban ahora, pero los locutores de ambas emisoras dijeron que ya estaba siendo dominada. En el Centro de Control de Epidemias habían elaborado una vacuna, y a comienzos de la semana siguiente los ciudadanos podrían conseguir que su médico se la administrara. Al parecer, los brotes eran graves en Nueva York, San Francisco, Los Ángeles y Londres, pero los estaban conteniendo en todas partes. En algunas zonas, agregó el locutor, se habían cancelado temporalmente las reuniones públicas.
En Shoyo, pensó Nick, toda la ciudad había sido cancelada. ¿Quién engañaba a quién?
Al final, el locutor dijo que seguían restringidos los viajes a la mayoría de las grandes áreas urbanas, pero la situación se normalizaría apenas se contara con suficiente vacuna. A continuación pasó a ocuparse de un accidente de aviación ocurrido en Michigan y de algunas reacciones en el Congreso ante el dictamen del Tribunal Supremo sobre los derechos de los homosexuales.
Nick apagó el televisor y salió al porche. Allí había un columpio y se sentó en él. El movimiento de vaivén resultaba relajante, y no podía oír los chirridos del herrumbre, pues John Baker se había olvidado de engrasarlo. Se quedó mirando las luciérnagas que formaban irregulares festones en la oscuridad. Se percibían relámpagos entre las nubes allá en el horizonte, haciéndolas asemejarse a monstruosas luciérnagas del tamaño de dinosaurios. La noche resultaba pegajosa y agobiante.
Como para él la televisión era un medio exclusivamente visual, había notado algo que quizá pasó inadvertido a los demás: no habían proyectado anuncios de películas, ni resultados de béisbol. El informe meteorológico fue vago, sin un mapa que mostrara las variaciones... como si la Oficina Meteorológica de Estados Unidos hubiera cerrado sus puertas.
Los dos locutores le habían parecido nerviosos y ofuscados. Uno de ellos tenía un resfriado. Tosió una vez frente al micrófono y pidió disculpas. Y ambos habían mirado nerviosamente a derecha e izquierda de la cámara, como si hubiera alguien más en el estudio, alguien encargado de vigilar que no se extralimitaran.

(...)

Apocalipsis. Stephen King