lunes, 11 de marzo de 2013

Vota al más tonto. Verás qué risas

Primer año de carrera, una clase llena de desconocidos que apenas tienen trato unos con otros, salvo los típicos extrovertidos explosivos, que enseguida saben hacerse con el control emocional del aula. Tenemos al líder nato, que representa solidez, fuerza, seriedad; al rebelde, como imagen de lo prohibido, lo sexual, lo salvaje; al payaso, que encarna la frivolidad, lo divertido, lo musical, y cierta crueldad humorística. Tres arquetipos que conforman un triángulo casi perfecto para mantener la clase bajo control; el líder nato y el rebelde polarizan las actitudes en dos grandes ramales, y el payaso queda para los indecisos intermedios.
No se trata de una organización premeditada, no a priori, sino que, como pasa con los caracoles hermafroditas esos que, cuando escasean miembros de un sexo, cogen y mutan, la naturaleza suele proveer al rebaño humano de individuos con la facultad de mutar en pastores que los conduzcan por el buen camino y así ahorrar en neuronas.
Pero volvamos a la Universidad. En cinco o seis semanas, el líder, el rebelde y el payaso se han repartido el aula, y ya pueden hacer y deshacer a su antojo, respaldados siempre por al menos dos tercios de los alumnos. Se yerguen en interlocutores autorizados con los profesores y mueven los hilos de las voluntades de los demás para modificar desde la fecha de trabajos a la cena del jueves… Pero pronto surge el conflicto: la elección del delegado de clase.
La elección del delegado de clase es cosa seria en la Universidad. O al menos lo era entonces. El triunvirato plantea su estrategia: por lógica, el elegido ha de ser uno de los tres. Pero se informan bien del asunto y no pinta bien. Cierto que asociados al cargo existen llamémosle privilegios, pero también la contrapartida de responsabilidades que asumir. El delegado, por fuerza, acabará por dejar de molar, haga bien o no su trabajo. Y eso es algo intolerable para ellos. Ergo, la respuesta está clara: necesitan un hombre de paja que, primero, se corone y, segundo, ellos puedan manipular después.
La consigna es: Vota al más tonto de la clase. Verás qué risas.
El más tonto de la clase es, en efecto, tonto. Tan tonto que no ha sido captado por uno de los tres subgrupos mayoritarios; tan tonto que ni siquiera los pistoleros solitarios, esos individuos demasiado raros, especiales, enemigos del sistema y de todos, lo tienen en consideración, a pesar de que, como ellos, va por libre. Con la salvedad de que el estatus de independencia del tonto es forzada. Porque es tonto. Y no hay más.
Esto no es EEUU. Aquí no hay, o no había entonces, gansadas de esas de pegadas de carteles o discursos. El tutor, un hombre que está en la Universidad solo por el dinero y desde que pusieron la primera piedra, explica el procedimiento. Poned el nombre de quien queráis elegir en un papel y lo traéis a mi mesa. En menos de un cuarto de hora la mesa está llena de papelitos doblados. El tutor llama a dos chicos, uno de ellos, inevitablemente, es uno del trío supremo, que proceden al recuento. Sólo hay dos candidaturas: un subalterno del líder nato (cuyo papel en principio es ejercer de subdelegado) y uno de los pistoleros solitarios, tentado por hacerse con el poder. Enseguida se ve en la pizarra, donde se refleja el cuenteo a base de rayitas, que el más tonto de la clase ha sido elegido por aclamación. El más tonto de la clase, que no entiende nada, cierra la boca y aprieta los dientes, como quien espera una bofetada. El profesor tampoco lo entiende, pero se la suda. Sumido en su apatía patológica, pregunta al más tonto de la clase si acepta el puesto. El tonto ni lo piensa, acepta con un exabrupto y una risotada.
En cuanto surgió el primer inconveniente todo el mundo vio el inmenso error que habían cometido. El más tonto de la clase, ahora delegado, era tan tonto que era imposible que se dejara conducir. Y la inyección de ego que le había proporcionado el nombramiento no ayudó a hacerlo más listo ni manejable. No había risas. La clase se sumió en un periodo de caos enmierdado a diario por el delegado. Su nefasta actuación trascendió los muros de la facultad y en todo el campus protagonizaba chistes y rumores. Quienes lo habían votado, en lugar de coger a sus tres cabecillas y colgarlos de un árbol por las gónadas, acudieron a ellos con más fervor en busca de auxilio. Finalmente, en el cuarto trimestre, por autoeliminación del más tonto de la clase, el subdelegado se hizo con los mandos. Y reinó la paz y la concordia hasta final de curso, si bien los pistoleros solitarios apenas apreciaron la diferencia.
Pero esa es otra historia.


El Pueblo de Albacete, 11 de marzo de 2013

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