domingo, 17 de febrero de 2013

Rabia

Tengo en las estanterías de mi casa un ejemplar de Rabia de Stephen King, en edición de Martínez Roca de 1987. La historia trata sobre un adolescente armado hasta los dientes que secuestra a toda su clase del instituto. Publicada originalmente en 1977 bajo el pseudónimo de Richard Bachman, esta novela corta ya no se edita en Estados Unidos desde 1997 por decisión expresa del autor.
La culpa la tienen al menos cuatro incidentes sucedidos en la década de los noventa, en donde distintos adolescentes acabaron a tiros en sus respectivos institutos. La gota que colmó el vaso fue un tiroteo en donde un chaval de 14 años acabó con la vida de tres compañeros de clase y dejó cinco heridos. El mentado libro apareció entre los objetos de los asesinos. Después de aquello, King prohibió la edición y reedición del libro, así como cualquier adaptación del mismo a televisión, cine o lo que fuera.
King fue profesor antes que escritor de éxito y describió en esta novela lo que mejor conocía entonces. Es una historia, la primera que publicó con pseudónimo, sin seres ni poderes sobrenaturales, el énfasis –y así nos lo recuerdan las contraportadas de casi todas las ediciones- está puesto en el puro terror psicológico: aquí los monstruos son las personas, en concreto, esos adolescentes que no se entienden ni ellos mismos. Quizás el problema es que resulta, entonces, demasiado real.
Pero ¿cree él realmente que su libro puede dar ideas, influir en la mente trastornada de un chaval multiacomplejado con acceso a armas de fuego e incitarle a liarse a tiros? También es cierto que habrá pesado en su decisión la posibilidad de que le cayera encima alguna demanda multimillonaria de esas tan típicas de los americanos. Pero en su último ensayo, titulado Guns, publicado tras la última masacre escolar, King hace un alegato por el control de las armas de fuego en su país. Dice, entre otras cosas interesantes, que su libro no trastornó a aquellos chavales asesinos, ya lo estaban previamente, pero teme que sí que pudiera servir de catalizador. King explica que “uno no deja un bidón de gasolina donde un chico con tendencias piromaníacas pueda encontrarlo”.
Pero detengámonos ahora en esta idea: Stephen King se ha autocensurado un libro. Puede hacerlo porque es multimillonario, porque podría ponerle su nombre a una escoba y venderla por millones. Ciertamente, no necesita la pasta que podría obtener con Rabia, pero tampoco tenía por qué hacerlo. Su libro lleva más de diez años sin venderse y, a pesar de todo, los adolescentes de EEUU han seguido disparándose en las escuelas. Nadie ni nada le ha obligado a hacerlo. Cuando se supo que El guardián entre el centeno de Salinger era la lectura favorita de Mark David Chapman, el asesino John Lennon, el libro alcanzó fama mundial y un nivel estratosférico de ventas. A nadie se le ha ocurrido prohibir, censurar o considerar a esta obra maestra de la literatura Norteamérica culpable de algún modo, y eso que los más conspiranoicos lo han vinculado a otros asesinos famosos como Charles Manson, Lee Harvey Oswald o Sihran Sihran.
El caso de King no es un caso inédito, pero tampoco abundan. En un tiempo en el que casi nadie asume la responsabilidad de sus actos, donde parece que casi todo es disculpable, donde ni siquiera hay por qué dar explicaciones, y mucho menos darlas a la cara, alguien decide, de acuerdo a sus convicciones, y sin ser culpable de nada, evitar la tentación para evitar el pecado. Y esto es aún más raro.
Pero tampoco tengo claro si es una buena decisión. Porque estoy harto de ver cómo, cada cierto tiempo, los vigilantes de la virtud se lanzan al cuello de los libros, las películas, los videojuegos o la música, tachándolos de todos los males de la sociedad moderna. Es más fácil señalar al libro que al padre que le compró el rifle al chiquillo. O a las leyes que permiten que cualquier garrulo pueda tener armas automáticas en su casa. O a los educadores del centro escolar que se hacen los suecos ante el acoso escolar. O yo qué sé. No, la culpa es de Stephen King, de Tarantino, de Marilyn Manson. Entonces, la disposición del Maestro de Maine parece más cobarde que otra cosa.
Pero, por encima del acierto o error de esta autocensura, lo que es evidente es que una sociedad a la que hay que quitarle un libro de ficción porque, según algunos, podría inducir a alguien a cometer una locura es una sociedad enferma. Y una sociedad donde el único que muestra algo de responsabilidad ante una desgracia es un autor de best-seller tiene múltiples carencias. 
Una sociedad de mierda.


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