domingo, 25 de noviembre de 2012

A belén, televisores

Hoy traigo dos apuntes para que ustedes lo lean bien.
En primer lugar, en un mundo dominado por la tecnología, donde tener internet se ha vuelto imprescindible, a pesar de lo caro que es y lo penoso de su servicio en España, sobrevive, no ya fuera de órbita sino como de otra dimensión, el teletexto. El teletexto es feo, tosco, lento, primitivo, pero aún así cuesta renunciar a él. Sigue ahí, detrás del 3D, el plasma, las guías interactivas y el bluetooth. Desde que entramos en la era TDT, nuestros supertelevisores tienen diez mil funciones inútiles, y sus mandos a distancia, más botones que una calculadora científica. Frente a las opciones chorras absurdas que no sólo no sirven para nada, sino que encima molestan, cosa muy característica de este siglo XXI, tenemos los numericos y los cuatro colores del teletexto. Quieras lo que quieras, ahí lo tienes. Sólo hay que pulsar tres números y esperar a que corran los dígitos para ver una sinopsis, las últimas noticias, el tiempo o las loterías.
Y sí, todo eso podríamos tenerlo más rápido a golpe de móvil. Pero el teletexto es gratis.Y además es familiar. Qué otra cosa hay que una más a unos hermanos frente a los padres, cuando el cabeza de familia pone de improviso el teletexto encima de Los Simpson, para ver en qué acabó la primitiva. O esa media naranja que aprovecha el intermedio de una película “de amor/ardor” para ver el resultado del Real Madrid-Alavés. Despreciar el teletexto es olvidar nuestro pasado, creer que el mundo en el que vivimos es una fantasía tecnológica digital, que -pese a muchos- esto no es Blade Runner, sino Mad Max, que internet no es el oráculo de Delfos. Al pijo con la inmediatez de Google, la vida no funciona así. Mirar el teletexto es comprender cómo funciona el cerebro y el alma humana, es vernos a nosotros mismos.
Otro apunte. En estas fechas siempre me siento como un pobre desgraciado al que se le ha calado el coche en un paso a nivel, y no hay manera de ponerlo en marcha, mientras se le viene encima un tren de mercancías a trescientos y pico por hora. Ese tren es la Navidad.
Y en tanto llega la temida embestida, por delante de mis ojos, en lugar de ver la historia de mi vida proyectada como una película, solo veo anuncios de turrón, colonias, juguetes, papa noeles, arboluzos decorados para la cabalgata del orgullo gay, reyes magos, rebajas y demás parafernalia estresante que convierte las últimas semanas de diciembre en un infierno. Perdón, la Navidad ES el infierno. Y dentro de toda esta vorágine de caos, no puede haber cosa que me dé más lo mismo que los belenes. Los belenes emergen por todas partes, y es cierto que los hay muy trabajados, muy curiosos, cas obras de arte, pero son los menos. Lo alucinante son los caseros, los que montan algunos en sus casas. No me parecen mal ni bien, pero no deja de resultarme extraño que esos mismos adultos que te miran raro cuando juegas a un wargame, o montas una escenografía, se afanen en reproducir un pueblo judío de hace dos mil años, por el que pasa un río de papel de plata.
Y lo peor no es que no respetan ningún criterio histórico, no hay más que ver el batiburrillo de figuras anacrónicas que pueblan la inmensa mayoría de ellos, sino que muchas veces los muñecos ni siquiera obedecen las más elementales reglas de la escala, y ahí puedes ver gallinas grandes como perros, perros como caballos, un camello tan alto como San José, y un niño Jesús de cinco años tumbado en un pesebre made in China. Si a todo ello le añades una vomitona arco iris de luces parpadeantes que emergen de los huecos más insospechados, o brotan del suelo de serrín al pie de un pino canadiense de plástico típico de la comarca de Nazaret, ¿no es para volverse loco? Pues ahí los tienen, y sus creadores tan orgullosos, tan empeñados en que los veamos que lo único que puedes decirles es ¿Así?, ¿a palo seco?
Por eso me encanta cuando hay críos en la casa y terminan por dotarle al paisaje belenístico su particular toque infantil: un playmobil subido en la mula, varios indios de plástico asaltando la caravana de los reyes magos, y un Porsche 911 Carrera aparcado junto al portal que, a buen seguro, traería a algún muñeco banquero con una orden de desahucio.


El Pueblo de Albacete, 26 de noviembre de 2012

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