domingo, 18 de noviembre de 2012

La apoteosis de los macarrones

Atendiendo a los lectores habituales que achacan que en las últimas columnas me estaba poniendo demasiado intenso y existencialista, paso a contar hoy un hecho verídico relacionado con la cocina.
Ubiquémonos en un piso de estudiantes hace ya dos décadas adonde habíamos arribado no menos de seis personas en una noche de esas largas que no acaban ni aún saliendo el sol. Nuestros cuerpos, castigados duramente por las inclemencias de la prolongada jarana, reclamaban a la par descanso y alimento, sin que acabáramos de decidirnos qué saciar primero, si el hambre o el sueño. Una rápida votación a bote de cerveza alzada decantó el orden del día por la cocina, y ya con el estómago lleno, yaceríamos donde se pudiera.
Con esa determinación que da el haber caído en la marmita de la poción mágica repetidas veces, y a falta de un Clemenza que nos hiciera de chef, nos plantamos los seis en la pequeña cocina listos para encender los fuegos y saciar el apetito con lo que allí encontrásemos. Tras un rápido inventariado, la opción más lógica, por comodidad y rapidez, fue hacer macarrones.
En una olla descomunal previamente llena de litros y litros de agua, y recios puñados de sal, arrojamos kilo y medio de pasta. Este punto de la receta no había lugar a discusiones.
No ocurrió lo mismo con el sofrito. Resultó imposible delegar la tarea en una sola persona, puesto que todos tenían su propia receta, su punto clave, su sistema a la hora de freír las cosas, así que se optó por admitirlo todo.
En una paellera, calentamos aceite. Luego se le echó cebolla. Picada y sin picar, pues había a quien le gustaban los trozos grandes. Alguien picó un ajo y lo arrojó también. No había menos de tres útiles de madera dándole vueltas a aquello a la vez. Otro encontró una lata de champiñones laminados, y al fuego que fueron, con caldo y todo. Del fondo de la nevera se recuperó algo de embutido: unas chullas de jamón serrano, algo de salchichón y chorizo y medio. Todo fue convenientemente troceado y añadido a la paellera.
Bullía la pasta ajena al maremagnum que se freía en el fuego vecino. Corrían aún las latas de cerveza barata y todavía quedaba mucho por añadir. Un valiente espizcó una corneta por encima del sofrito, por aquello de darle cuerpo y picor, ignorando que el chorizo que habíamos puesto antes venía cargado con pimentón del mismísimo infierno. Aquello del “darle cuerpo” convenció al resto, que tomaron por asalto los frascos de especias y fueron lanzado puñados de orégano, tomillo, romero, pimienta negra y blanca, albahaca y juraría que hasta canela. Todo ello entre empujones, risas y enfados a la par, pero sin miedo ninguno. Supiera lo que supiera, aquello nos lo íbamos a comer.
Mi aportación que resultó insólita, y por suerte, única, fue verter medio vaso de coñac Soberano, para ver si el alcohol lograba depurar algún sabor de aquel mejunje. En cuanto se evaporó lo espirituoso, cayó como lava el contenido de dos o tres tetrabricks pequeños de tomate frito, que los removedores repartieron por igual por toda la paellera. En aquel punto los macarrones estaban más que cocidos, pero se puso el fuego al mínimo porque allí todavía quedaba mucho por decir.
Y así, se volcaron unas salchichas frankfurt partidas en tres trozos cada una y, en un giro cinéfilo, unas albóndigas -de lata- en honor a El Padrino. Cuando la argamasa parecía lista, emergió una voz quejumbrosa reclamando que él hubiera preferido los macarrones con nata, a la carbonara, y para no defraudarle, otro tetrabrick de nata fue extendido sobre la ya consistente salsa, a todas luces apocalíptica.
Escurridos los macarrones con ayuda de dos o tres coladores y un trapo de cocina, acabamos por vaciarlo todo sobre la paellera que, llevada en volandas hasta el salón, fue colocada con honores en la mesa, ante la mirada, entre ansiosa y estremecida de todos los presentes.
Fue entonces cuando hizo acto de presencia ¡una mujer! que no daba crédito a lo que veían sus ojos. Su actitud descreída y reprobadora fue el acicate que necesitábamos todos para lanzarnos como perros hambrientos sobre los macarrones definitivos, de los cuales dimos buena cuenta, aunque fue imposible acabárselos todos.
Solo entonces, atiborrados hasta las orejas, nos concedimos un merecido descanso. No hubo ni un ardor, ni un retortijón, ni un mal gas. Solo la extraña sensación compartida de haber vivido un momento irrepetible.


El Pueblo de Albacete, 19 de noviembre de 2012

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