domingo, 16 de septiembre de 2012

Albacete necesita un pilón

Si esta ciudad tiene un problema es su complejo de inferioridad, que trata de compensar haciendo gala de una imposible superioridad. O dicho de otra manera, somos un pueblo grande que se cree una gran ciudad, y se avergüenza de lo primero mientras aspira a lo segundo.
Es, por culpa de este trastorno cuasi bipolar, por ejemplo, que a lo largo de los años, de las décadas, de nuestras calles haya desaparecido cualquier vestigio que oliera a viejo, salvo honrosas excepciones como el Recinto ferial, y reemplazado por monstruosidades más cosmopolitas. La arquitéctonica no deja de ser la cirugía estética de las urbes, y aquí se han extirpado sin conocimiento ninguno bellezas clásicas, para inyectar silicona y bótox, en forma de rascacielos/termiteros, urbanizaciones playeras de secano, y estaciones de acero y cristal. Todo para parecer más modernos, más como Madrid.
Porque eso de las tradiciones, volver a las raíces y al campo de nuestros abuelos está muy bien dos días al año, viste mucho y es muy bonico en un festival folklórico, una cabalgata vestidos de manchegos deluxe para la Feria, o una exposición de aperos en el Museo; y muchos vivas a la navaja y al ajo mataero, pero luego lo que se lleva son los palillos chinos para el sushi. Seamos sinceros, en Albacete, a la hora de la verdad, se desprecia todo lo que huele a pueblo.
Y es un error. De hecho, la malísima situación en la que nosotros nos encontramos deviene en gran medida de tanto querer estirar el cuello. Porque si alguien ha vivido por encima de sus posibilidades hemos sido nosotros, pero no ahora, sino desde hace décadas. Si casi hay que agradecer que apenas tengamos industria, porque si no, en lugar de un Teatro de la Paz y la promesa de un Museo del Circo, tendríamos dos Guggengein en la Vereda de Jaén y un puente de Calatrava para ir a Campollano.
¿Nueva York de La Mancha? No llegamos ni a Nueva Jersey. Somos una Variant trucada para que corra más, una cincuentona recauchutada para aparentar veinte años, un atleta inflado de esteroides y dopado hasta las cejas. El visitante que se da una vuelta por nuestra ciudad percibe enseguida esa irracional falta de respeto por lo antiguo, y la carencia de cualquier sentido estético y práctico en nuestra arquitectura. Siempre que me he tropezado con gente realmente interesada en conocer cómo es Albacete, no sé qué contestarles cuando me preguntar por el casco histórico. Me gustaría mandarlos al Alto de la Villa o a Carretas, pero no tienen nada que ver allí, así que les digo que se den una vuelta por la Posada del Rosario y por fuera de la Feria, y si quieren flipar en colores, que pasen a la Catedral, perfecto ejemplo de la idiosincrasia edificadora albaceteña. Aquí no hay nada que ver, o al menos nada que no se pueda ver en una mañana.  
La arquitectura es un reflejo de los habitantes, la gente se siente identificada con sus edificios singulares. La celebración de cualquier cosa, cuando se convierte en tradición siempre está ligada a un lugar, a unos edificios. En Albacete, el más claro ejemplo de esto es la feria de septiembre y el recinto ferial. Hay muchos más: la fuente de la avenida de España para las celebraciones deportivas, las mismas tascas en el paseo ferial, la feria del libro de ocasión en el Paseo de la Libertad... Si quisieras acabar con cualquiera de ellas, solo tienes que acabar con el lugar, hacerlo inaccesible, o directamente destruirlo. Eso es lo que ha ocurrido aquí, con Villacerrada, con el parque de Abelardo Sánchez, con el Altozano, con la inexplicable devastación y reducción a la nada de la Plaza Mayor. Todo en nombre del Progreso. Pero por culpa de la madriditis, del paletismo ilustrado nuestro, que se avergüenza del bancal, o recurre a él solo para disputarle al murciano el agua o presumir de vino y cordero autóctonos en los restaurantes de fuera.  
Y luego para qué, para quedarnos solo con lo malo de las grandes urbes, nada más que tráfico y falta de aparcamiento, contaminación, precios desorbitados de todo, viviendas que lindan con Chinchilla y La Gineta, parques en los que ni siquiera puedes tumbarte en el césped, y cuatro eventos medianeros para aparentar. Si ni la celebración del centenario ferial nos salió bien.
Maldita sea, ni siquiera tenemos un pilón donde arrojar al forastero. Un pilón donde zambullir al cansino, al que se pasa de listo, al que ha hecho mal, pero también al que se casa, a los quintos –que existen, aunque no hagan la mili-. Un pilón en un pueblo es tan importante como la iglesia o el casino. ¿Dónde está el nuestro? Ah, no, perdón, que es que somos tan guais que no tenemos. A lo mejor por eso se escapan tantos vivos de aquí, y los espabilados, sin miedo al agua helada, campan a sus anchas.
Así nos luce el poco pelo que nos queda.   









El Pueblo de Albacete, 17 de septiembre de 2012

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