jueves, 21 de julio de 2011

Del precio de los libros y los regalos


Hoy me he comprado el segundo volumen de la trilogía La primera ley, de Joe Abercrombie, entitulado Antes de que los cuelguen. Eso sí, en edición bolsillesca, que son diez leuros de nada para el tochazo que es. Después de luchar y derrotar La estación de la calle Perdido, de China Mieville, ha sido un gustazo deleitarse con la prosa de Abercrombie, otro de los que le da sopas con honda a los tronos con hielo de Martin, por cierto. Pillarse esta saga por 30 pavos es todo un lujazo, y un acierto, y lo cierto es que si no me los he comprado todos a una es por culpa de mi mala experiencia con los Stark y su puta madre que creo que ya he contado por aquí.
Estaba yo tan contento con mi libro de Alianza de bolsillo de casi ochocientas páginas por 10 euros, pensando que me ha salido el negocio redondo. Bueno, bonito y sobre todo, barato. Tan barato, frente a los 24 y pico leuros de la edición en tapa dura, que hasta me parecía que en vez de gastar estaba ahorrando. Entonces cojo otro librete, para un regalo, y al retratarme ante la caja me sangran 28 euros.
¡Copón con las novedades!
Un rápido vistazo me confirma, otra vez, que las pilas irregulares de ediciones de No-Bolsillo son caras. Carísimas. Prohibitivas. Y el caso es que sólo se diferencian de las otras en unos cuantos centímetros más de alto y de ancho, joder, que ya ni se molestan en ponerles tapas "buenas", sobrecubiertas, o un papel mejor -y si te lo ponen, peor porque sube el precio diez o doce leuros más...-. Cómo coño puede pagarse la gente estos libros, pienso, y entonces miro la bolsa que llevo, y veo el ejemplar que amablemente me han envuelto.
Equilicuá. No lo hacen ellos, sino los demás. Los libros se han convertido en un artículo de lujo, como un reloj, un perfume, una joya, un objeto de regalo que hacemos a los demás... Y como no se puede ser rácano con un regalo, a aflojar la mosca.
En el trabajo leo cómo una señora, ante la pregunta de qué opina de las campañas de fomento de la lectura, confirma lo dicho, contesta que ella siempre regala libros a sus nietos para sus cumpleaños. No dice, y yo me lo pregunto, si les compra libros cuando es su no-cumpleaños. Me pregunto si cuando no es una fecha especial, la abuela les regala libros o tebeos a los chavales, si les da, un día cualquiera, mientras se dan una vuelta por ahí, unos libros sin envolver, sin la pegatina de "Felicidades".
O los lleva a la biblioteca, donde tienen miles de libros GRATIS para leer.
Siempre he pensado que las campañas de fomento de la lectura deben empezar en casa. Que haya lectura, del tipo que sea, que los críos vean leer a sus padres, y por supuesto, que les compren sus propios libros para que tengan su propia biblioteca. Y está bien que en Navidad, en su cumpleaños, o en el Día del Apaleamiento, se les regalen libros, pero no solo entonces. Porque entonces perpetuamos esa idea de que el libro es un artículo sibarítico, como una corbata de seda del día del padre del corteinglés o las gambas en Navidad, y justificamos que su precio sea desorbitado. Que sea absurdamente caro.
Y los editores y libreros deberían plantearse que es mejor ver al libro como un objeto cotidiano, y que comprar uno o dos debería ser tan común y cotidiano como echarse una caña, en lugar de ver colas el Día del Libro, el de los Enamorados y en vísperas de Reyes, y diferenciar entre los libros que hacen bonito en las estanterías, que ya se los compran en los anticuarios, de los que de verdad se leen y merece la pena regalar a un amigo, aunque no sea ni su santo, ni su cumpleaños, ni el aniversario de su primera operación de hernia discal.
Por un segundo, he estado a punto de devolver el libro del regalo y cambiarlo por la trilogía de Abercrombie, pero lo he dejado correr. Se la regalaré otro día, cuando menos se lo espere.

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