domingo, 24 de julio de 2011

Bastardos y cabrones (Sesenta mil satanases, 72)


Siempre me ha llamado la atención que, tradicionalmente, se haya venido traduciendo en España el insulto norteamericano "bastard" por "cabrón". Sospecho que la equivalencia viene dada por razones algo prosaicas -dado que ambas son palabras bisílabas cuadran mejor en el doblaje de las películas-, porque, etimológicamente, son dos conceptos muy distintos.
Bastardo es el hijo de padres no casados -porque no pueden o quieren casarse-, hijo ilegítimo, natural que se decía antes, por lo que pudiera pensarse que, empleado para insultar, su equivalente español estaría más cerca del hijo de puta, puesto que cabrón, en origen, era quien además de cornudo, era apaleao, el que es engañado por su mujer y encima consiente.
Son dos afrentas distintas al honor. Al bastardo se le echa en cara ser un hijo ilegítimo, concebido y nacido fuera de la institución matrimonial, con lo que se menta por extensión a los progenitores. Y aunque se infiera así que la madre era un poco ligerica de bragas, una frescales que no consiguió cazar marido, el insulto se focaliza en el origen del aludido, en la deshonra de, sin tener culpa, no ser reconocido, no tener apellido, ni clan ni casta.  Como un perro callejero. En una nación traumatizada por sus escasos tres siglos de historia, que busca y usurpa referentes históricos remotos del pasado de sus colonos -y el ejemplo lo tienen en la obsesión cinematográfica por Roma-, ser un don nadie es un estigma demasiado doloroso e hiriente, peor aún que ser un motherfucker.
El cabrón español es aún más grave, puesto que además de sugerir que la esposa le es infiel, el sujeto, además, consiente. Por lo tanto, la ignominia atañe directamente a la escasez de valor torero del varón, un golpe bajo y mortal al macho ibérico, un eufemismo para calificarte de impotente. El cabrón pues, en origen, no puede satisfacer los deseos sexuales de su mujer, y deja que lo haga otro. En este caso, la carga ofensiva se centraliza en el macho hispano, y hasta podría considerarse a la esposa insatisfecha como una víctima de la incapacidad eréctil del cónyuge, por lo que no es insulto machista. En un país como el nuestro, de donjuanes y latinlovers, donde prima la testosterona sobre el cerebro, donde enseguida se ponen las gónadas sobre la mesa para solventar discusiones, en resumen, donde impera el cojoncentrismo, es evidente que ser un cabrón en stricto sensu es una afrenta gravísima, peor que un hijoputa.
Por supuesto, con el tiempo, ambas palabras han perdido casi toda su fuerza ofensiva. Son palabrotas coloquiales, tacos desprovistos, casi en todos los contextos, de su capacidad para herir y denigrar, quizás porque el concepto del honor se ha diluido como el jabón en una bañera. Defender la virtud, propia, de nuestra madre o nuestra pareja, se antoja un concepto más medieval de lo que permiten los tiempos, y en cierto modo, es normal porque uno no puede ir por la calle retando a un duelo al primero que nos nombre a la madre. Se le replica en los mismos términos, si acaso se enfatiza con la visión de un dedo corazón bien extendido y sanseacabó.
También es posible que hayamos asumido “nuestros pecados” de mejor forma que nuestros abuelos. Cuando ves los informes que señalan que en EEUU que dos de cada cinco niños ya nacen de madre soltera (el 39,7% del total de nacimientos, a fecha de 2009), te hace replantearte que en unos años lo raro será ser hijo “legítimo” en un estado de bastardos. Por cierto que en España el índice rozaba, en ese mismo año, el 26%. De maridos coronados y consentidores no he encontrado estadísticas, salvo una que indica que una de cada diez mujeres españolas confiesa haber engañado a su marido (por cuatro de cada diez hombres a sus esposas).
La palabra honor viene del latín “honos, honoris”, que describe las cualidades (rectitud, decencia, dignidad, respeto…) que debían tener las personas que ejercen un cargo público. De ahí surgen las palabras honesto, honrado, honorable, etc., y también sus contrarias (deshonesto, deshonrado) cuando el político carecía de estas virtudes. En este último caso, creo que es lícito, además, evocarlo con el bastard inglés, el cabrón hispano, e incluso con palabras de más de dos sílabas de estas y otras lenguas.


El Pueblo de Albacete, 24 de abril de 2011

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