domingo, 31 de julio de 2011

Diccionario (Sesenta mil satanases,73)

En los lejanos tiempos del televisor con dos canales, una casa cualquiera solía tener dos clases de libros: los intocables, como las enciclopedias que les endilgaban a nuestros padres en cómodos e interminables plazos, ese Quijote ilustrado por Doré, o la Biblia; y los de leer. Los primeros eran de adorno, hacían bonito, encuadernados en imitación piel, con sus letras en pan de oro, homogéneos, juntos como siameses, encajados en el faraónico mueble del salón. Un lujoso telón de fondo para las horrendas figuritas de porcelana, los recuerdos de comuniones y las fotografías más o menos conseguidas de parientes lejanos, o de nuestros progenitores, en tiempos pretéritos, cuando sonreían, ajenos a lo que se les venía encima.
Las enciclopedias, enormes, pesadas, ya fueran del Arte, de Historia, de Castillos de España o la de los Jóvenes Castores, estaban vedadas a las siempre grasientas y peligrosas manos infantiles, por lo que pocos pudieron aventurarse en ellas, al menos, hasta mediados los cursos altos de Primaria o el Bachillerato, cuando se recurría a sus páginas para hacer los trabajos de clase.  Estamos hablando de la no tan lejana era preinternet, pequeñuelos.
Al otro extremo estaban las novelas de a duro, las del oeste, de terror, del espacio, que podían pulular por el hogar gracias a un abuelo, un tío o un hermano mayor enrollado, desgastadas de tanto cambiarlas, pero que tampoco acostumbraban a caer en poder de los infantes por su “dudoso” contenido. Estas, al contrario que las anteriores, se guardaban en un cajón o una caja vieja de zapatos, como si se tratase de pornografía –que haberla, la había también, pero hoy no es el tema-.
No escondidas, pero sí relegadas a lejas más apartadas de la vista, estaban, por lo general, las ediciones en rústica de las novelas que sí se habían leído nuestros padres (o eso decían ellos); la temática variaba en función de cada familia, pero he visto repetidamente títulos como Nada, de Carmen Laforet o Tuareg de Vázquez Figueroa, autores como Cela o Martín Vigil, y tampoco era de extrañar tropezarse, en los más altos estantes, con cosas picantonas como decamerones, manuales del sexo y el amor, y de preparación al parto (que también contenían fotos de tetas y de lo que no son tetas).
En esa biblioteca casera convivían, asimismo, los libros del Círculo de Lectores, que eran un híbrido entre el ornato y el legible, o lo que es lo mismo, se leían si acaso una vez y punto, a hacer bonito en la leja.
Los libros para críos –sin entrar en tebeos- se reducían a las obras de Enyd Blayton, más de setecientas, los clásicos ilustrados, y los clásicos sin ilustrar, pero igualmente resumidos, y poco más, que se apilaban en el dormitorio del vástago.
Y por encima de todos ellos, el más útil, divertido y necesario, era el diccionario.
Al menos, para mí, claro.
No recuerdo que en mi casa hubiera uno hasta que me lo compraron a mí. Algún maestro de mente preclara declaró, allá en tercero de EGB o por ahí, que además de los libros de texto, debíamos traer un diccionario a clase.  El elegido por todos, el más barato, fue un Iter Sopena (cuadradico, blanco, con banderas de los países en la portada, “ilustrado de la lengua española”). Su encuadernación era una ful, y con el uso acababa hecho una baraja. No era raro perder varias páginas y encontrarte con que te faltaba desde ratón a romo, por ejemplo. Pero estaba cargado de ilustraciones alucinantes para un crío, desde ranas desventradas, a esqueletos, coches, armas, el sistema solar… Y lleno de palabras, mágicas, desconocidas, curiosas, intrigantes, sorprendentes...
Luego tuve un Aristos (más grande, tapa dura, gris, cosido pero igualmente frágil), que todavía conservo y consulto, con los mismos o parecidos dibujos, y además con excepcionales apéndices cargados de extravagante información, como las conjugaciones de los verbos, un glosario en latín, equivalencias entre el sistema métrico y el anglosajón... Toda una enciclopedia para mí solo, que podía manosear, leer al azar, o lo que me diese en gana. Y aunque nunca entendí por qué los insultos y los tacos, acaso las palabras más usadas por los hablantes, no existían entre sus páginas, descubrí el significado -y la imagen- de aquellos vocablos desconocidos de los clásicos sin ilustrar ni resumir que iba consiguiendo al crecer.
Ahora, con un televisor con TDT y más canales de los que necesito, por casa tengo un VOX, el María Moliner, el de la RAE, varias enciclopedias en cedés, la Wikipedia entera a mi disposición, y ninguno de ellos ha logrado darme tantas horas de satisfacción como el difunto Sopena y el maltrecho Aristos. Por eso, de vez en cuando me doy una vuelta por sus definiciones y sus dibujos, y me sonrío cuando busco aquello del cabritillo que mama y lo de soplar con fuelle.

El Pueblo de Albacete, 31 de julio de 2011

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